Archivo por meses: marzo 2022

Temas capitales

No lo digo para cebar el asunto, pero es una mala idea que leas esto.
Mantén a tus hijos lejos, aquí no hay ningún modelo de conducta. Dile a tu pareja que estás chateando con algún baboso de Instagram, o con alguna menor tetona y confiada. Te haría quedar mejor.
Échale ironía.
No uses el PC, oscurece la pantalla del móvil. Espera a que todos se duerman como si tuvieras quince años y quisieras ver la porno del plus.
Actúa como un pedófilo cuidadoso.

La Casa de las Carcasas.
En Periferia hay dos. Compras un móvil y lo ves demasiado desnudo. No es la gran cosa, gama media, pero es nuevo. Mejores condiciones, una pantalla mayor para las redes sociales y el porno. Un trasto que necesita su propio condón.
Cojo el tren, porque no soy de Periferia. Una horita de viaje, auriculares conectados al móvil viejo, un Samsung que narra batallitas de la mili, palmea el culo a las camareras y cuenta chistes verdes. Uno de mis mejores amigos.
Tomo decisiones tontas primermundistas. No voy a manosear el móvil nuevo hasta que no vaya protegido. Abulta mis tejanos en el bolsillo izquierdo, hoy sólo viene a mostrarse a las dependientas, a lucir tipito y marcar paquete.
Es de una marca extraña, japonesa, una recomendación de alguien que cuando no ve porno lee críticas de teléfonos y demás trastos lefados. Lefar juguetes y limpiarlos; la vida moderna.
Se empieza a mezclar todo. Pronto la tele lavará la ropa y verás Pornhub en la lavadora.
Las llamadas telefónicas están a punto de morir. Hablar con otros seres humanos es agotador, hay que reconocerlo. El móvil se inventó para causas mayores y más nobles. El objetivo final es no hablar con nadie de viva voz. La posibilidad de una isla. Quedar sólo para follar, nunca hacer el amor. Matar el pasado; ¿no va ya todo de eso?

Véase a dos dependientas que me follaría hasta sufrir un infarto cerebral. Hago como todo el mundo y no lo digo en voz alta.
He dado un paseo y he entrado en la tienda como quien tiene la agenda a reventar y una polla de 20.
Una de las dos cosas es cierta.
Pero no tiene mérito, así que hablo con educación, casi susurrando, no quiero molestar, no quiero generar conflicto, me sabe fatal que estas dos chicas tengan que pasar aquí ocho horas un sábado, no quiero ser un obstáculo, quiero ser atendido y olvidado. Todo eso intento transmitir.
Una de ellas dice:
–¿Perdona? No te he oído.
Le digo que soy un buen chico, que puedo ser agradable cuando quiero y que tengo una buena polla, que podríamos ir ahora mismo a donde sea y fornicar tanto y de una forma tan hetero que resulte ofensivo para la opinión pública. Le digo que luego puede comentarlo en Twitter si quiere, decir que tiene dudas sobre si lo que ha pasado ha sido sexo (pese a los tres orgasmos) o algo más parecido a una violación. Una vejación más del Patriarcado. Estoy dispuesto a que me ponga en la picota con tal de echar a perder la cama de un hotel cutre con ella. Humíllame para siempre, contágiame la enfermedad que quieras, miente sobre mí, méteme en la cárcel, arrasa con mi vida. Si me follas bien follado, habrá valido la pena.
Pero lo que digo es:
–Perdona. Busco una carcasa para este móvil.
Me atiende con amabilidad y premura, aunque al final se pone pesada intentando colarme no sé qué protector de pantalla.
–No, gracias, de momento lo voy a dejar así.
A lo mejor me equivoco y he rechazado lo más importante. Tengo práctica en eso.

Plena primavera en Periferia. No es que se note mucho en el centro. Algunas prendas desaparecen, eso sí. En las ciudades medianas y grandes, la primavera se nota en las mujeres. Aunque suene a cantante melódico rancio, es la pura verdad. Apenas hay cuatro putos árboles que florezcan, pero las mujeres lucen del todo distinto. Las más frioleras pasan de ser cinco capas de ropa de marca a una florecilla con ropa interior y apenas una idea sutil para cubrirse. De repente todo se vuelve tirantes y sandalias, hombros y piernas. O escotes y sonrisas, si es una ocasión especial.
Los tíos nos ponemos manga corta y fingimos madurez.

Me siento en una terraza. Toda la tarde por delante, pero ya no toda la vida. Los cuarenta son todo aquello que nunca pensaste que serías. Empiezas a comprar las moñadas sobre la edad mental: que si eres como te sientes y no la edad que tienes, que si mira a este abuelo haciendo puenting, que si mira a este otro corriendo una maratón a los setenta…
Yo creo que me paré a los veinticinco. No creo que nadie pase de ahí. La gran mayoría no son ni de lejos lo que esperaban, pero, si tienen suerte, están demasiado cansados y ocupados para pensar en ello. Cuando eres crío tienes tiempo para pensar, de modo que te pones en lo mejor, proyectas un futuro brillante. Cuando el futuro ha llegado, la salud mental (esa gran zorra, la nueva estrella mediática) consiste en no pensar.
Mi truco para no pensar consiste en moverme, caminar, husmear; o leer, ver películas y series, llenar mi mente, hablar mierda, escribir mierda, observar tan detenidamente que entro en trance. Investigo el secreto del secreto del secreto. Tanteo en la oscuridad, fantaseo con el fin del mundo, imagino una vida mejor, y luego llega otro lunes, y otro, y otro. Ya ni lo veo en clave de pesimismo u optimismo; miro a mi alrededor y observo cómo los demás intentan drogarse sin drogas.
Antes no creía en Dios pero sí en la Maldad. Ahora creo que es una incongruencia, si no hay Dios no hay Maldad. A su vez, ahora respeto mucho más a la gente que cree en Dios. Ellos al menos no creen que lo saben todo.
Ahora sólo creo en el dinero y en la bondad (siempre que no te aprieten mucho las tuercas).
La Maldad no es tal; cuando no es egoísmo es algún desajuste químico. No espero verlo de otra forma.
Ahora que tengo cuarenta, debería saber cómo de bueno o egoísta soy, aunque he fantaseado con que algo no ande bien en mi cabeza: te exime de culpa.

Periferia es un océano portuario de gente, un Fnac, comercio en general, una rambla y un presente que se vende siempre como futuro. Esto incluye viejos hartos y jóvenes difícilmente no agilipollados por el ego. Un perfil habitual ahora es el del ego a través de una teórica humildad, la hostilidad a través del pacifismo, la pasividad desde el activismo, el insulto sin palabras gruesas, la superioridad moral que tiene base en la falacia del hombre de paja. Te inventas el entorno para poder analizarlo sin frustrarte. En otras palabras: No crees en Dios pero sí en la Maldad, y así todo resulta mucho más fácil.
En el fondo me encanta estar en medio de todo esto. Aunque el café está subiendo de precio, y es prácticamente la única droga que consumo.
La única ventaja de empezar a hacerse mayor (sí, creo que estoy empezando), es que tienes más herramientas para ver las cosas como son. No quiere decir que siempre lo consigas, pero al menos te das cuenta de lo capullo que eras a los dieciocho. Eso y que si se presenta en el momento menos esperado una mujer con la que tuviste algo hace años, y de la que estuviste colado hasta sufrir un par de crisis de ansiedad, eres capaz de reaccionar como si estuvieras preparado.
¿Somos adultos, no?
Yo ya sabía que ella vive en Periferia, pero no me jodas. Nadie espera encontrar la puta aguja en el pajar. Vas al pajar a echarte la siesta, a echar el polvete con la hija del granjero. No piensas en la puta aguja, ¿me explico?

¿Cómo coño la llamo?
M. M está bien. M no quiere pasar de largo. Lo podría haber hecho, estamos en pleno centro y hay gente por todos lados, tal nivel de diversidad, colores y condiciones que un tuitero no entendería por qué no está todo el mundo peleando a cuchilladas. Casi nada encaja con la falacia social que se suele presentar en redes y medios. Incluso M podría ser una bonita dominicana, una latina de las que te topas en Instagram meneando el cucu. Pero M es más bien el perfil de chica pija urbanita de manos suaves, grandes valores y nobles intenciones. Todo en teoría, por supuesto.
Una teórica buena persona casi por obligación. Será difícil que alguna vez tenga que demostrarlo con hechos.
A M la han educado para saludar, para ayudar a las ancianitas a cruzar el paso de cebra, y con las cien frases apropiadas recurrentes para salir del paso. Amabilidad marca blanca y de blanco espíritu. Va a todas las bodas y eventos sin rechistar, se sacó la carrera (letras) sin rechistar, se ennovió con un buen chico aburrido sin rechistar, se independizó con él a un piso pequeño pero monísimo sin rechistar. Vive lo que le tocaba, sin chistar ni rechistar.
Ahora tiene treinta y dos años, y me pregunto si estará empezando a olvidar sus sueños también con esa alegría.
Por un momento imagino que pasaremos la tarde juntos, y luego la noche. Que –aunque yo soy peor persona que ella– se soltará el pelo y nos iremos a cenar y a tomar algo, con la sana intención de emborracharnos un poco y ponerle los cuernos a ese muermo pelirrojo con el que aún vive. El tío tiene pinta de pedirte perdón cada cinco minutos.
Pero esto es lo que pasa:
(Aquí un diálogo falseado para abreviar el contenido y reducir el dolor).
–¿Cómo tú por Periferia?
–Pues ya ves, dando una vuelta.
–Me gustabas mucho, pero no te decidías.
–No sé qué decirte.
–Puedes decirlo ahora.
–Ahora tampoco sé qué decirte.
–Pues se ha quedado buena tarde.
–Sí.
–No voy a decir por qué ya no te sigo en redes sociales, aunque tú aún me sigas a mí.
–Lo sé.
–Parece evidente que yo he crecido y soy una adulta respetable. ¿Cuándo lo vas a hacer tú?
–Un momento: no sabes nada de mí.
–Sí que lo sé.
–Es verdad.
–En fin. Me alegro de verte.
–Yo también. Saluda a Zanahorio.
–No se llama así.
–Pero es como una zanahoria.
–¿Eres un crío?
–No está mal visto meterse con los pelirrojos.
–¿Cómo?
–¿Cómo has acabado con ese fantasma? Parece un cadáver la mar de educado.
–¿Por qué me dices eso? Tú no eres así.
–Es verdad. Lo siento.
–Decía que me he alegrado de verte, y es verdad.
–Gracias.
–No hay de qué.
–No me tengas en cuenta lo de…
–No te preocupes.
–Adiós muy buenas.
–Chao, pescao.

Periferia es un buen lugar para pensar mucho sin pensar en realidad. Quizá de eso trata en parte la Filosofía: Jugar a pensar para no tener que pensar de verdad. Siempre me pregunto si voy al grano, o si sólo evito los temas capitales.
Creo que el reencuentro no me ha afectado tanto. Me percato de que ya apenas pensaba en ella. Durante años fue mi tema capital, ahora es algo que me provoca más bien flojera y cierta incomodidad. Volver a ver a gente que dejaste atrás es lo más parecido a hablar con un difunto. A efectos prácticos, la gente que no vuelves a ver está muerta. Y más que muerta; es muy probable que no vayas al funeral cuando espichen también en términos legales.
La cuenta, por favor. Bajo la rambla caminando y observando. Vengo a Periferia para desconectar; su bullicio debe ser horrible para vivir aquí, pero es perfecto como lugar para visitar. Es lo contrario a ir al campo. Es relajante a su manera, siempre y cuando lleves algo de pasta y no te desplume un carterista.
Me acerco a la zona del puerto. Me gusta ver llegar a los transatlánticos, enormes, como anunciando siempre algún cataclismo, o un desastre del que se han librado por los pelos.
Si la naturaleza tuviera sólo una pizca de orgullo, no existirían los transatlánticos. Son como una forma de sacar pecho que tiene el ser humano, igual que los aviones comerciales o el ateísmo.
Me dirijo a la cafetería más cercana al agua salada. Un lugar de guiris con precios inflados para guiris. Casi tres euros el café con leche. Me siento estupendo. Está atardeciendo y me ceden una mesa de milagro. No les gusta ver a alguien solo y moreno que entiende el idioma; quieren a cinco europeos sonrosados a los que poder servir basura a modo de paella. Se gastarán lo que sea, están de vacaciones; como turista eres el escalafón más bajo de la condición humana. No quieres pelear, no quieres pensar, no quieres ni poner el piloto automático. Estás descansando de vivir, y vivir es jodidamente agotador. Te comerás un arroz amarillo carcelario con una sonrisa. Estáfame, humíllame, engáñame, no me pienso defender, estoy hasta las pelotas de eso.
El café tampoco es muy bueno que digamos. Estoy rodeado de personas que descansan de su dignidad. Puede que no sea el mejor modo de hacer las cosas, pero nunca veo a nadie tan feliz como en esas circunstancias.

Veo el atardecer, el sol bajando entre edificios y embarcaciones de ricachones. El atardecer del malvado capitalismo. Lo odiamos y lo amamos (el capitalismo), pero nadie reconoce lo segundo (vamos a ver, aquí somos todos de izquierdas ¿no?). Lo que me recuerda que quiero pasar por el Fnac. Pago el café y me pongo en modo paseo. Pensar demasiado para no pensar bien. Me cruzo, estoy seguro, con no pocos anticapitalistas autodeclarados; varios de ellos van en la misma dirección que yo. Algunos deben fantasear con abandonar sus pocas comodidades e irse a vivir al campo. No hay nada más anticapitalista que el campo. Algunos animales te arrancarían los huevos de cuajo sin importarles si recurres o no a la sanidad privada. En el campo no hay patrón ni banquero, nada que tenga el precio debajo, ni una sola factura. Es la última pantalla del romanticismo. Pero el monstruo final eres tú. Acostumbrado a mesas, manteles, platos, ordenadores, móviles, películas y rico petróleo, acabas siendo un anticapitalista un poco raro. Al final no te vas al campo, igual que un tiburón no te hace la declaración de la renta, ni el bosque te arropa con calidez una noche de tormenta. Ni siquiera te vas a un país abiertamente comunista, qué coño te vas a ir al campo.
¿Se nota la diferencia entre tener veinte años y tener cuarenta? Nadie dijo que ser de izquierdas fuese fácil, sólo dijeron que era lo correcto.

La rambla siempre está llena de gente. No pocas veces topas con el hombro de alguien. No importa. Alguien va disfrazado de plátano. No importa. Un yonqui te dice que si tienes. No importa. Unas putas que si vienes. Mejor no. Un mendigo te eructa la borrachera en la cara. Cruzas entre unas cincuenta terrazas, locales de alquileres por las nubes. Un edificio histórico, otra vez La Casa de las Carcasas, una familia con siete críos, veinte familias alemanas engullendo engrudo paellero. Sangría aguada para todos. Alguien se tira un pedo. Te cruzas con mil chicas que te follarías. Universitarios extranjeros se graban para Instragram, alguien se hace un selfie cada diez pasos. Diversidad de bondades y delincuencias. Mujeres escandinavas de ojos azules familiarizadas con el hielo y la estulticia. Latinas sonrientes que prometen aguas cristalinas, polvos descomunales y palmeras de poster de oficina. Chicos confusos por doquier, hombres perdidos como nunca. Erasmus poniendo cuernos de safari en África. Adolescentes que lloran, bebés que berrean. Una fuente histórica que aún funciona. Un clima inmejorable y una contaminación que prospera adecuadamente.
Todo me gusta o interesa, y a la vez nada me importa. Tengo la vista puesta en un objetivo. ¿Paliar el sufrimiento de algún sintecho?, ¿adoptar al perrito abandonado que me acabo de cruzar?, ¿decirle a ciertos muchachos que dejen de patear las papeleras?
NO. Algo mucho más noble que todo eso.
Voy a comprar libros.

Hay tan pocos lectores fuera del bestseller veraniego, que casi no se habla de los adictos a la lectura. Me da igual que exista el lector digital; personalmente arrasaría con el último bosque de la Tierra con tal de seguir teniendo libros. Si el oxígeno empeora y el ser humano empieza a tener dudas, apilaré todos mis libros y haré la croqueta sobre ellos. Luego quizá me ahorque a lo Foster Wallace, o puede que me corte las venas como una gran diva de Hollywood.
El Fnac me la pone dura, a veces casi literalmente. La parte tecnológica me la suda, se la dejo a los yonquis de la actualidad. Me voy directamente a esnifar papel. Me reúno con los hipsters de nuevo cuño, pipiolos graves y sonrientes que buscan libros de autoayuda disfrazados de ideología (o viceversa). Carne de target.
Lo que menos me interesa son las novedades, y me fijo poco en esos tomos carísimos pensados para fiestas de cumpleaños y fechas señaladas.
Un adicto mira el precio. Un adicto no lee más rápido que nadie, pero lee todos los días. Un adicto siempre tiene tiempo para leer; una magia negra que quienes están siempre en el gimnasio, dejando la serie de moda a medias, o aprendiéndose la vida de las cincuenta parejas de famosos más cotizadas, son incapaces de entender. ¿De dónde sacamos el tiempo para leer? Leer exige tanto tiempo…, es increíble, es imposible encajar semejante cosa en la agenda.
Un adicto no lee para culturizarse; da igual que esté leyendo todos los clásicos rusos o releyendo La divina comedia. No lees para culturizarte, tampoco para ser un modelo de conducta, no lees para mejorar nada ni para empeorarlo, ni tampoco para que siga igual.
Los más enfermos calculan cuántos libros podrán leer hasta que se mueran. Yo no soy uno de ellos.
Para mí las librerías son el sustituto de los videoclubs, cuando me pasaba una hora entre los pasillos esperando a que alguien devolviera la peli de turno. En la librería es diferente, es mejor. No se trata sólo del libro, sino de todo el ritual; trasteas, te fijas en las ediciones de los clásicos que no has leído, buscas alguno de los veinte libros que siempre tienes en mente y nunca ves por ningún lado.
No se trata de que sea un placer sano y sencillo. Te enganchas a lo que te enganchas. Si hubiera sido la heroína no me sentiría más culpable. El lector y el yonqui buscan exactamente lo mismo; y no se trata sólo de «desconectar». El placer auténtico, si te atreves a explorarlo, a profundizar en ello, es mucho más complejo.
Creo que hay gente que simplemente no quiere engancharse. A nada. Ni bueno ni malo, ni sano ni nocivo. Hay algo en ello, en ir al fondo de lo que sea, que asocian con la ansiedad, con la dependencia y el desequilibrio personal.
Usan la postura del misionero para todo.
Prefieren mantener una irónica o cínica distancia con todo.
Yo no soy una de esas personas. Ni siquiera me parece humano ser así.

La librería probablemente sea el principal punto de reunión de solitarios. Más allá del hipster promedio, encontrarás chicas tímidas y tíos con el pelo mal cortado de todas las edades.
Luego está la gente que busca lecturas académicas, parlanchines que dan la brasa al dependiente, que no toleran cinco segundos de silencio, y que sólo están allí por pura obligación. También hay personas que en una librería se sienten como yo en un Zara. Desubicados, mirando el móvil, esperando. Suele ser el típico chaval que espera a que su cita se decida. El que antes la esperó en la tienda de ropa, y antes a la salida de la universidad. El típico chaval que espera echar un polvo.
Yo sonrío como un bobo subiendo en las escaleras mecánicas. Es como una cita con tu camello, tu camello de confianza, el tío al que le da igual si estás destruyendo tu vida con el vicio: esa persona que sabes que no te fallará.

Al principio cuesta centrar la vista; todos esos lomos, toda esa variedad, ni siquiera ves los cartelitos que separan por género e intereses. Un dulce aturdimiento.
Luego empiezas a ubicarte, decidiendo cuánto te vas a gastar. Cuanto menos quieres gastar, más títulos “imprescindibles” localizas. Un adicto está atento a las ediciones de bolsillo, un adicto no compra un objeto bonito, aunque se fije en las portadas; un adicto quiere una buena traducción, no tanto una edición bonita como fiable. Un adicto no piensa en clave de regalo o autorregalo, porque de verdad se va a leer el libro.
A un adicto, las estanterías de casa le imploran orden, piedad, cordura.
No quiere decir que no haya nuevas clases de adictos… Compradores de funkos y lectores de sagas interminables, cuya habitación parece un tetris bien jugado de colores suaves como la habitación del bebé no-nato de unos treintañeros.
Estos nuevos adictos, youtubers, influencers, chicos “deconstruidos” y chicas listas y –no me quiero repetir, pero es así–: follables a más no poder, suelen ser más ruidosos y “comunicativos”.
En justicia, han sido los primeros en mucho tiempo en presentar la lectura como algo que no sea un ratón de biblioteca encorvado sobre un volumen decimonónico mientras una araña teje su tela entre las fases de su vida.

Un adicto es amable con los demás adictos. Siempre hay una cierta distancia, pero nunca crispación ni beligerancia de ningún tipo.
Una chica muy bajita y encantadora (y lo otro) me pide por favor que le baje de las alturas un volumen de Tolstoi:
–El que tiene el golpe no, por favor, el otro.
Lo hago como un mayordomo inglés. Espero un momento, por si quiere devolverlo a su sitio. Ella dice:
–Gracias.
Y se va a leer Guerra y paz.

Cuando llevo casi media hora dando vueltas, decido que tengo que pillar algo. Un par de buenas ediciones de bolsillo. Acabo decidiéndome por un Bolaño y un Murakami. Me estoy convirtiendo en un lector de costumbres fijas. Llegada cierta época, leo a ciertos autores. Leeré todo lo que escriba Murakami, me genera apego y ternura. Leeré todo lo que se ha publicado de Bolaño, y luego lo releeré hasta que me muera. Primavera.

Quizá esto no era como si te pillan viendo la porno del plus, pero después de pagar y salir con mi bolsa y los dos libros, me vuelvo a cruzar con la chica bajita. Me pide un cigarrillo y yo encantado de dárselo. No tengo ni idea de qué edad tiene. Temas capitales. Podría ser menor perfectamente, aun con todas las curvas, el pecho prominente y la intención en la mirada. Fumamos y charlamos juntos (de Tolstoi) durante unos minutos, viendo pasar a todo el mundo; capitalistas y “anticapitalistas”, mendigos, mujeres primaverales, otra vez el tipo disfrazado de plátano (esta vez acompañado de una piña y un cactus), extranjeros sonrosados, erasmus variados y el resto de fauna de Periferia.
Por un momento me pregunto si la chica quiere hacer algo más que fumar. Parece a punto de proponer algo. Yo soy todo predisposición y oídos. Apenas digo nada. Espero a que encauce la conversación hacia algún plan que nos incluya a ambos. ¿Unas cervezas en su antro favorito? ¿Un inesperado plan para ir al cine? ¿Un intercambio de chistes guarros tomando un café nocturno?
Tras un largo y prometedor diálogo no verbal, ella dice:
–La verdad es que he quedado aquí con mi novio. Lo siento.
Quedar en el Fnac, menudo topicazo.
Observa mi sonrisa de circunstancias, comprensivo, tranquilo, derrotado. Puedes ponerte MUY cachondo en apenas cinco minutos.
Nos despedimos (sin besos ni contacto alguno) y me dirijo a coger el tren. Ya he tenido suficiente de Periferia por hoy.
Bajo las escaleras hasta el andén que me toca. El carnet de conducir muerto de risa en mi cartera (odio los putos coches), dos libros más en una bolsa, temas capitales en mi cabeza. Una hora de trayecto de vuelta a casa, tiempo de sobras para pensar cómo no pensar, para filosofarme encima cual borracho que se llena de vómito. Y cuanto más lejos estoy de Tolstoi y de ella, más fuerte susurro:
–Me la hubiera follado, me la hubiera follado, me la hubiera follado…

V20N9007

Háblame de los 90

–El pasado es como arcilla en un torno. La historia de los vencedores.
El abuelo se suena la nariz estentóreamente.
–Yo sólo os aviso.
El porche de la granja. Limonada y batallitas. Dos nietas de orejitas sedosas y sonrosadas, atentas. El aire aún es respirable, incluso gratis. El futuro es una predicción sucia y sencilla.
–En la ficción lo importante es el desarrollo. En la vida, el resultado. Vuestra madre dice lo contrario. Puede que vuestro padre esté muerto por haberla creído.
El abuelo J carraspea sus sesenta años de tabaco.
–El problema es la ficción involuntaria.
Un cigarrillo, por qué no.
–¿Me lo enciendes, bonita?
A las niñas les gustan las cerillas. Vestigios exóticos del pasado.
–Vosotras no me hagáis mucho caso. Esto de hablar de otros tiempos es como el teléfono escacharrado.
–Abuelo, empieza ya, te enrollas como una persiana.
Al abuelo le gusta chinchar.
El presente está sediento de información. El viejo problema de los libros y el fuego; por no hablar del nuevo, con las extintas viejas nuevas tecnologías. El Relato ya apenas deja paso a la complicadísima y poliédrica Verdad.
–La historia de la humanidad es como un interrogatorio policial. Yo os puedo dar la versión de la versión de una versión.
Está llegando la primavera, quizá la última antes del invierno nuclear. La guinda.
–No digáis que os lo he dicho, pero yo creo que la humanidad se ha vuelto completamente asperger.
La limonada cada vez sabe menos a limonada y más a consecuencias.
–Hombres de paja exprimidos. ¿Sabéis lo que es la falacia del hombre de paja? ¿Sabéis por qué vuestra madre es tan mala? Porque os pega, por las noches destroza los cultivos y a mí me ha intentado envenenar con la sopa un montón de veces.
–¡Pero mamá no ha hecho nada de eso!
–Pues ya sabéis cómo se hace un hombre de paja. Vosotras sabéis que mamá no es así, pero los vecinos no. Yo podría ir y contarle todo eso a los vecinos. Seguro que estarían sedientos de creerme.
–¿Pero quién haría eso?
–Un montón de gente, niña. Es el deporte político y social favorito, fabricar villanos.
–Hala.
–Hay gente que ha ganando mucho dinero así. El mundo es demasiado complicado, las personas quieren explicaciones sencillas, y nunca ha habido nada más sencillo que creer en el Mal.
En los cuentos intactos se habla de un cielo azul y pájaros que no yacen panza arriba en el suelo. Antes volaban, ahora se barren, se recogen, se abren y se estudian.
–No me estoy explicando bien, ¿qué me habíais preguntado?
Las niñas hablan a la vez, ruido de primero y segundo de primaria.

Al abuelo le gusta hablar sin su hija presente.
–Hablar mierda, dice vuestra madre.
–Ella no dice mierda.
–Ella ya lo ha dicho todo, cariño. Mierda es lo más suave.
El sol de la tarde lo intenta entre las nubes. Nubes como eufemismo.
–Os hablaré de los noventa. Desde 1990 hasta el 2000. ¿Era eso, no? El final del milenio pasado.
–¡Los dinosaurios!
–No, niña. Ellos no jugaban a las tragaperras.
»Por aquellos años muchas personas se conformaban con su propio color de pelo. Llevaban ropas de cuero que les duraban toda la vida. Las ratas corrían libres por las calles a todas horas. Las ratas eran como animales de la basura.
–Hala.
–La gente tenía muchos animales en casa. Sobre todo gatos. A los gatos no hacía falta sacarlos a pasear. En Internet, la red que se usaba en pantallas, se publicaban millones de fotos de gatos todos los días, eran como… los avatares de la gente. Tú eras tu gato.
»Tenían pájaros en jaulas y peces en vitrinas; tanto tiempo que luego se morían si los dejabas libres. A los perros los regalaban dentro de cajas en los cumpleaños. Cuando llegaba agosto los abandonaban en carreteras.
–¡Y se morían!
–Algunos sí, sobre todo atropellados, otros se convertían en perros vagabundos. Solían atacar a las mujeres cuando llegaban a alguna ciudad. Las destripaban. Creo que era por el olor, y porque a muchos se los educaba para eso. Era como una broma, la gente se reía cuando veía a un perro correr tras alguna chica en tacones. Los tacones eran parte de la broma, creo.
»Había edificios muy altos. Los pájaros no volaban tan alto, sólo algunos aviones. En la última planta había hombres que charlaban sentados en butacas de vinilo. Hombres multimillonarios. Les bastaba con una llamada al día para seguir siendo ricos. A veces también estaban en su yate; el yate era un barco de recreo. Por aquel entonces los vendían incluyendo cinco chicas en biquini con las que podías hacer lo que quisieras.
–Hala. ¿Tres niñas?
–Tres chicas de unos veinte años. Ahora que lo pienso, sí, eran niñas.
–¿Para qué las querían?
–Bueno, cariño, principalmente para follar. Por aquel entonces las personas follaban por tooodos lados, en todas las esquinas, como animales. Cada día había violaciones a plena luz del día. A los hombres no les gustaba follar en interiores, querían exhibir su masculinidad, y no les importaba si las mujeres querían follar o no.
»Por las noches los servicios municipales recogían montones de mujeres muertas de las calles. Había tíos que ni siquiera follaban con ellas, preferían golpearlas sin más. Los había muy brutos, las despedazaban con machetes, con paciencia. Nadie sabía de ninguna mujer que no hubiese sido violada decenas de veces.
–¿Qué es follar, abuelo?
–Oh. Ya lo sabrás. O quizá no, pero no me interrumpáis, vuestra madre no tardará en volver.
Un silencio corto. Sábado. Una versión metálica del atardecer.
»Cualquier hombre que ganara más dinero del estrictamente necesario para comer, vestirse y tener un techo, se volvía loco. Comenzaba a comprar hasta anularse a sí mismo. Compraban casas dentro de las cuales cabían otras casas. Casas dentro de las cuales cabían pueblos. Luego llenaban esos pueblos interiores de gente sólo para no sentirse solos; les pagaban para que no salieran del pueblo. Después les encomendaban tareas, fabricar algo, construir algo. Con el tiempo había cada vez más mujeres empleadas, hasta que al final sólo hubo mujeres. A las mujeres se les pagaba menos que a los hombres por la misma tarea, de modo que el hombre rico loco se hacía aún más rico, y más loco.
»Cualquier hombre ganaba mucho dinero de un modo u otro; pronto se hacían millonarios y se instalaban en la cumbre de los rascacielos.
–¡A fumar puros!
–A fumar puros, niña. Y a ver venir la guerra. Siempre hay una guerra a la vista. Al hombre le encanta provocar guerras, y sobre todo ir a la guerra. A los hombres de entonces, al menos, a vuestro padre no le gustaba tanto…
–¡Yo quiero follar!

El abuelo J se enciende un puro.
–¡Eso es un puro! ¡Eres millonario!
Risitas de ardilla.
–Sois unas golfillas sin futuro, eso es lo que sois.
–¡Y tú un violador!
Más risitas de ardilla.
–Un violador millonario, eso soy ¿no? ¿Queréis que os hable más de los noventa? ¿De la muerte de las hombreras, a no ser que fueras mujer y tuvieras sesenta años? O la muerte de la música, decían algunos. Aunque no me fío mucho de todo eso, los cálculos se han vuelto perezosos. ¿Sabéis que por aquellos tiempos la gente apenas sonreía? Sonreían para las fotos, en la tele, en eso de Internet. Pero no sonreían en su vida. Debía ser por la violencia imperante, toda esa rabia. Todos los hombres matando mujeres todos los días. Rutina. Mujeres matando niños. Niños matándose entre sí. Estaba normalizado, aceptado, se grababa, se reían con ello; había una fervorosa cultura de la violencia y la violación. Se intercambiaban pornografía de todo tipo, infantil, con animales, videos de torturas a animales, a niñas. Y hablo de la gente más civilizada.
»Los domingos de barbacoa se asaba a menudo un bebé racializado vivo. Al parecer la carne humana es más dulce y sabrosa que la de las vacas o los ciervos, que eran la dieta habitual. Cogían a un bebé rollizo negrito, lo untaban con…
–¡¡No!!
–Vale, demasiado truculento, entendido. Tampoco estoy muy seguro de esa parte… Pero se comía carne de todo tipo, de hecho sólo se comía carne, casi cruda, la gente no se fiaba de las verduras, y apenas un poco de las frutas. Creo que comían manzanas rojas, quizá les recordaban a la sangre. Era algo bíblico.
–¿Abuelo, las casas con animales olían mal?
–¿Ahora piensas en eso?
–Sí.
–Ya. Pues sí, bonita, ese tipo de amor olía a cuadra, a heces y a ese hedor insoportable a pienso industrial, entonces hecho con carne de animales y mujeres.
–¿Por eso abandonaban a los perritos?
–Creo que no. Creo que los abandonaban por lo que significaba el perro. Quieres un perrito y luego resulta que está vivo. Por aquellos tiempos no se tenía una noción clara de lo que es estar vivo. Interesaba más la muerte, sobre todo la de los demás.
»Hacían algo que llamaban películas. Las grababan. Como una novela pero con actores, gente de verdad. Eran películas en las que se mataba y violaba a mujeres, todo real. Se promovía el rol de cada cual según sus rasgos identitarios. Si eras hombre, rascacielos y puro; si eras mujer, cuerpo y trabajos forzados al servicio del hombre; si eras una persona racializada, lo mismo que la mujer y otras humillaciones largas de contar. Las personas homosexuales o transexuales eran víctimas de muchas perrerías también. Una de ellas era trabajar forzosamente en programas de la tele que llamaban “del corazón”, donde se comerciaba con la vida de personajes públicos: una vejación capitalista de lo más cruel.
»También estaban los videojuegos. Jugabas con personajes irreales hechos por ordenador. Los niños que aún no tenían fuerza para violar o matar a una mujer, podían hacerlo en un videojuego. Cuanto más violabas y matabas, más puntos ganabas. Así se divertían. Los juegos venían con libritos que hablaban de la violencia y sus buenos resultados para el desahogo masculino.
–¿Las niñas con qué jugaban?
–Las niñas no jugaban, hacían tareas en casa y muy pronto eran violadas por algún vecino o familiar. Se tragaban todo su dolor. Si llegaban vivas a los treinta años ya era todo un logro. Hacían muchas tareas típicamente femeninas. Construir casas, recoger la basura, echar alquitrán en las carreteras, cavar fosas para las mujeres asesinadas… por no hablar de las tareas del hogar; cuidaban de sus hijos, cocinaban, limpiaban, lavaban, y algunas eran enfermeras en la guerra del momento, cosiendo heridas para que el soldado de turno pudiera seguir siendo un héroe.
–¡Yo quiero ir a la guerra!
–Creo que no te va a dar tiempo, cariño.
–¿Por qué?
–Tu madre no me deja hablar de eso. ¿Queréis saber más o no? Eran tiempos oscuros, pero eran interesantes. Luego hemos mejorado tanto que ahora no hay forma de arreglarlo.
Las niñas miran fíjamente.
–Os comprendo. Yo tampoco sé lo que ha pasado.

Anochece en la granja del abuelo. A esta hora se siente más viudo que a cualquier otra. Le gusta estar con las niñas. Su curiosidad, sus dudas, incluso el dolor de cabeza asegurado.
–¿Sabéis cómo conocí a la abuela?
–¡No!
–¿Queréis saberlo?
Las crías asienten y se agitan.
–La abuela trabajaba en la recepción de un hotel. Yo me hospedé un tiempo allí. Viajaba mucho, era vendedor para una marca de jabones, champús, geles…
–¿Vendías duchas?
–No. Vendía un champú especial que no picaba en los ojos. Picaba como el demonio, os lo puedo asegurar.
–¿La abuela te compró champú?
–La verdad es que no. Creo que a ella la parecía un tipo un tanto raro. Quizá aún se hacía algo extraño ver a un tío con un trabajo aburrido y normal, una labor que antes hubiera desempeñado una mujer. Era como si yo también estuviera al servicio de los ricos que fumaban puros, ¿entendéis?
–¿Tú no eras rico?
–No, cariño, mi generación conoció ya a muy pocos hombres ricos. Yo mismo no he conocido a ninguno en persona.
–¿A ninguno?
–Ninguno que yo sepa. Sé que los había, que los hay; quizá en los puertos sea más fácil verlos en sus yates. Un rico tiene un aspecto completamente corriente, al menos si es un rico inteligente.
–¿Hay alguno que no fume puros?
–Quizá lo haya.
–O a lo mejor no fuman.
–Pero vamos a ver, ¿no queréis saber cómo conocí a la abuela? Ya que os habéis cansado de los noventa.
–¡Sí!
–Pues escuchad… Era la chica más guapa del hotel. Tenía una sonrisa para todo el mundo; sonreía con todo el cuerpo, sobre todo con los ojos. No os fiéis de nadie que no sonría con los ojos.
»A mí me gustaba mucho, así que la invité a salir.
–¿La “invitaste a salir”? ¿A salir de dónde?
–No, entonces lo llamábamos así: “invitar a salir”. Quería decir: ir al cine los dos juntos, o a pasear. Yo siempre las invitaba a tomar un café.
–¿A quiénes?
–A las chicas, a las mujeres. Cuando una me gustaba mucho y no se me iba de la cabeza, la invitaba a tomar un café. Donde fuera, en algún lugar que no la desviara de su ruta, y sin trastocar demasiado sus horarios.
–¿Fuisteis juntos a tomar un café? ¿Abrazados? ¿Bebíais del mismo café?
–Cariño… Fuimos a una terraza. Cada uno se sentó en una silla distinta junto a una mesita. Pedimos cada uno un café. Y así yo tenía una excusa para hablar con ella, para que ella me conociera un poco, pero sobre todo para conocerla un poco yo a ella.
–Entonces fuisteis andando un poco separados pero en la misma dirección hasta una terraza a beber dos cafés. ¿No?
–Sí…
–¿Y qué dijo la abuela?
–No recuerdo qué dijo exactamente al principio, ni qué dije yo. Recuerdo su cara, que me sonreía. Yo no quería que se fuera demasiado pronto.
–¿Qué le dijiste?
–No sabía qué decirle, así que le dije que me gustaba, sin más.
–¿Le dijiste que te gustaba porque no sabías qué decirle?
–No, le dije que me gustaba porque me gustaba.
–Entonces sí sabías qué decirle.
–Niña…, ¿qué os enseñan en el colegio? Voy a tener que hablar con tu madre y…
–Nos enseñan Civismo, Números con perspectiva de género, Gramática constructiva, Gimnasia no violenta, Competición anticompetitiva…
–Vale, vale, ya está… La abuela. ¿Os hablo de la abuela o no? Ah, por cierto, ¿y la educación sexual?
–Tenemos la asignatura de Contacto, rezo laico feminista y las cinco etapas del consentimiento verbalizado.
–Ajá… ya. Entonces… ¿queréis oír algo increíble?

Noche cerrada, silencio total en torno a la granja, el abuelo saca otro puro.
–¿Sabéis qué? No os lo voy a contar.
–¡Sí, por favor, abuelo!
–No, no os lo voy a contar, sois criaturas literales, estáis muy verdes. No entendéis la distancia abismal que hay entre lo que os enseñan y la realidad.
–¡Sí que lo entendemos!
–¿Seguro? Yo creo que no.
–¡¡Sí, por favor!!
–Vaaaale. Vale. Está bien. ¿Queréis encenderme el puro?
–¡Sí! Ahora me toca a mí.
–Dios bendito. Una cerilla va a ser lo más emocionante y humano que veáis en vuestra vida. Quizá lo sería de todos modos.
–Cuenta qué pasó con la abuela.
–La abuela se troncharía de risa si me viera aquí contándoos historias de terror. Así lo diría ella; era la persona más descreída que he conocido. Se metió en más de un lío por ello, o al menos en discusiones, algunas cercanas a la agresión física.
–¿La abuela era violenta? Pero si era m…
–La abuela no era violenta, niña, todo lo contrario. Era cariñosa e inteligentísima. Sencillamente no le interesaba la política, no al menos como al resto. Ella observaba y sacaba sus propias conclusiones.
–Nosotras tenemos una asignatura de Observación y análisis.
–Ya. No me hagas hablar de eso, cariño… Céntrate en la abuela. Escuchad. En aquella primera cita yo quería ser el hombre perfecto. Todo lo que yo decía era cristalino, era el ser recto y literal que se esperaba de mí: todo ideas blancas, no podías parecer de carne. Ninguna ironía, ningún chiste, ningún doble sentido, y por supuesto nada de humor negro, eso estaba doblemente mal visto.
–¿Qué es el humor negro?
–Suele ser cuando la gente se ríe con sinceridad, cariño.
–¿No es racista decir humor negro?
–En realidad nadie hablaba ya de humor negro. Decían “chistefacha”. Si eras un poco ácido te llamaban chistefacho. Se consideraba que el humor era algo que sucedía, no algo que pudieras forzar. Si te caías de una forma graciosa y no te hacías daño, podía considerarse divertido. O si se te caía algo al suelo y no se rompía. En general los errores sin consecuencias a veces se consideraban humor. ¿No tenéis alguna asignatura sobre eso?
–No lo sé. ¿Aritmética emocional?
–O sea que no. Pues eso; yo estaba siendo el tío que se esperaba que fuera. Y cuando llevábamos quince minutos de conversación vacía, ella va y dice:

–Disculpa. Una cosa. ¿Tú eres así?
–¿Así? ¿Así cómo?
–No lo sé.
–No te comprendo.
–Ya. Vale. Te lo voy a decir, creo que yo puedo.
–¿Cómo?
–Creo que no eres así. Tengo veinticinco años y aún no he conocido a ningún tío que no se esté cagando encima.
–¿Se cagaban encima delante de ti?
»Por aquel entonces yo aún era el epítome de lo académico. Tan literal que no distinguía un pedo de una metáfora.
–No. Quiero decir que no sé qué demonios os pasa a los tíos. ¿No tenéis termino medio?
–¿Termino medio? ¿Entre qué y qué?

–Ya veis que la cita empezó siendo desastrosa. Era una mujer tratando con un extraterrestre postuniversitario. Yo tenía la misma edad que ella, pero ella parecía una persona de verdad. Para mí eso era completamente prohibitivo. Sólo con ver a alguien comerse un cucurucho con fruición ya me sentía violento. Detalles así me parecían resquicios del Patriarcado, del Capitalismo. Si algo era muy espontáneo u orgánico, me sentía desubicado.
–¿Qué es un cucurucho?
–El caso… es que ella tomó las riendas. Era un helado, una bola de helado, cariño.
–¿Por qué lloras, abuelo?
–Por nada. Nada…

El abuelo batalla con un pañuelo de tela y sus lágrimas, azorado ante la expectativa de las niñas.
–Bueno. ¿Queréis saber cómo acabamos follando?
–¿Pero qué es follar, abuelo?
–¿Cómo lo llamáis ahora? ¿Ayuntamiento carnal? ¿Penetración de coyuntura?
–¡Ahhhh! Conjunción de palabra y acto entre personas.
–¿Conjunción de palabra y acto entre personas? ¿Cómo se declina eso?
–Mmmm. No lo sé.
–Ya… Pues sí, vuestra abuela y yo acabamos… llevando a cabo una buena conjunción, un buen polvo “entre personas”… No os hacéis una idea, y no voy a entrar en detalles. Pero sí os puedo contar cómo llegamos hasta ahí.
–Conjunción de palabra y acto entre personas.
–Sí, eso. Pero en nuestro caso fue más bien follar. Vuestra abuela era poco de conjunciones; era más de actos, y muy poco de palabras innecesarias.
–¿Pero fue una conjunción de palabra y acto entre personas?
–Os voy a contar lo que fue y luego vosotras decidís, ¿qué os parece?
–Mmm. Vale.
–Ella vivía en un pisito cerca del centro de Periferia. Dijo:

–Mi picadero.
»Y sonrió de una forma que yo no supe leer entonces. Tuve una vaga intuición.
–¿Tu… picadero?
–¿Tampoco sabes lo que es un picadero, delegado de la clase? ¿Qué os cuentan en la escuela masculina?
–Nada. Y yo no fui el delegado de la clase.
–Tengo miedo de bajarte los pantalones y que seas como el novio de la Barbie.
–¿Quién es el novio de la… Barbie?
–Aish, juguetes prohibidos. ¿Prohibidos o mal vistos? Una ya nunca sabe.
–Oh.
–Supongo que tienes polla.
–Si te refieres al aparato…
–… reproductor masculino, sí. Ya ha perdido su nombre de guerra.
–Bueno. No me gusta la guerra.
–¿No?… A mí me pone un poco cachonda, ¿sabes?
»Se me estaba acercando, peligrosamente, yo no sabía qué hacer, dónde meterme.
–La guerra… ¿te hace gracia?
–No exactamente.
»Y entonces me besó. En la boca. Y pasaba su mano por mi entrepierna. Yo no pude contenerme, creo que por primera vez en mi vida. Le estaba devolviendo el beso.
»De golpe me di cuenta de lo que estaba pasando, y me separé de ella.
–Perdona, por favor… ¿Tú quieres que lo hagamos o no?
–¿Cómo?
–Que tenemos que hablarlo, ¿no?
–No pienso darte el puñetero “consentimiento verbal”, ni de broma. Si quieres cacho, ven a por él.
–¿Entonces quieres que lo hagamos?, ¿con penetración?
–¿Qué ves en mis ojos? ¿Miras a los ojos de las personas? ¿A qué sabe mi saliva?
–Bueno, yo… no sé.
»Y ella volvió a atacar. Yo tenía un bulto visible en los pantalones, y a partir de ahí todo se descontroló. O se “puso en su sitio”, como decía ella siempre.

–¿Conjunción de palabra y acto entre personas sin consentimiento verbal claro y directo?
–Exacto, niña. Aunque hubiese habido una grabación de lo que pasó, tu abuela podría haber ido a la policía y arruinarme la vida para siempre.

El abuelo y las niñas entran en la casa. Menos frío que fuera. Una de ellas vuelve corriendo con un libro de texto de su habitación.
–Bueno. Entonces ¿qué os parece que fue lo que pasó? ¿Qué estás mirando en ese libro?
–Es mi libro de Sociales transversales.
–Oh. ¿Y ahí pone lo que pasó entre tu abuela y yo hace cincuenta años?
–Sí.
–Vale…
–Mmm. Pone que si no hay un consentimiento claro y directo, incluyendo las cinco etapas de consentimiento verbalizado, es delito de violación. Pone que aprovechaste tus privilegios de hombre blanco cisheterosexual, ejerciste tu poder sobre una mujer alienada por la cultura de la violación, y te rendiste a tu masculinidad tóxica interiorizada.
–¿Todo eso hice?
Se oye la puerta de la entrada. Llaves, abrir, cerrar.
–¡Mamá! ¡El abuelo es un violador!
–¿Ah, sí? ¿Y por qué te hace tanta gracia?
–¡Es un violador! ¡Es un violador!
–¿Qué le has estado contando a estas gamberras?
–Nada. Vinieron y dijeron: Háblame de los 90.

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