Háblame de los 90

–El pasado es como arcilla en un torno. La historia de los vencedores.
El abuelo se suena la nariz estentóreamente.
–Yo sólo os aviso.
El porche de la granja. Limonada y batallitas. Dos nietas de orejitas sedosas y sonrosadas, atentas. El aire aún es respirable, incluso gratis. El futuro es una predicción sucia y sencilla.
–En la ficción lo importante es el desarrollo. En la vida, el resultado. Vuestra madre dice lo contrario. Puede que vuestro padre esté muerto por haberla creído.
El abuelo J carraspea sus sesenta años de tabaco.
–El problema es la ficción involuntaria.
Un cigarrillo, por qué no.
–¿Me lo enciendes, bonita?
A las niñas les gustan las cerillas. Vestigios exóticos del pasado.
–Vosotras no me hagáis mucho caso. Esto de hablar de otros tiempos es como el teléfono escacharrado.
–Abuelo, empieza ya, te enrollas como una persiana.
Al abuelo le gusta chinchar.
El presente está sediento de información. El viejo problema de los libros y el fuego; por no hablar del nuevo, con las extintas viejas nuevas tecnologías. El Relato ya apenas deja paso a la complicadísima y poliédrica Verdad.
–La historia de la humanidad es como un interrogatorio policial. Yo os puedo dar la versión de la versión de una versión.
Está llegando la primavera, quizá la última antes del invierno nuclear. La guinda.
–No digáis que os lo he dicho, pero yo creo que la humanidad se ha vuelto completamente asperger.
La limonada cada vez sabe menos a limonada y más a consecuencias.
–Hombres de paja exprimidos. ¿Sabéis lo que es la falacia del hombre de paja? ¿Sabéis por qué vuestra madre es tan mala? Porque os pega, por las noches destroza los cultivos y a mí me ha intentado envenenar con la sopa un montón de veces.
–¡Pero mamá no ha hecho nada de eso!
–Pues ya sabéis cómo se hace un hombre de paja. Vosotras sabéis que mamá no es así, pero los vecinos no. Yo podría ir y contarle todo eso a los vecinos. Seguro que estarían sedientos de creerme.
–¿Pero quién haría eso?
–Un montón de gente, niña. Es el deporte político y social favorito, fabricar villanos.
–Hala.
–Hay gente que ha ganando mucho dinero así. El mundo es demasiado complicado, las personas quieren explicaciones sencillas, y nunca ha habido nada más sencillo que creer en el Mal.
En los cuentos intactos se habla de un cielo azul y pájaros que no yacen panza arriba en el suelo. Antes volaban, ahora se barren, se recogen, se abren y se estudian.
–No me estoy explicando bien, ¿qué me habíais preguntado?
Las niñas hablan a la vez, ruido de primero y segundo de primaria.

Al abuelo le gusta hablar sin su hija presente.
–Hablar mierda, dice vuestra madre.
–Ella no dice mierda.
–Ella ya lo ha dicho todo, cariño. Mierda es lo más suave.
El sol de la tarde lo intenta entre las nubes. Nubes como eufemismo.
–Os hablaré de los noventa. Desde 1990 hasta el 2000. ¿Era eso, no? El final del milenio pasado.
–¡Los dinosaurios!
–No, niña. Ellos no jugaban a las tragaperras.
»Por aquellos años muchas personas se conformaban con su propio color de pelo. Llevaban ropas de cuero que les duraban toda la vida. Las ratas corrían libres por las calles a todas horas. Las ratas eran como animales de la basura.
–Hala.
–La gente tenía muchos animales en casa. Sobre todo gatos. A los gatos no hacía falta sacarlos a pasear. En Internet, la red que se usaba en pantallas, se publicaban millones de fotos de gatos todos los días, eran como… los avatares de la gente. Tú eras tu gato.
»Tenían pájaros en jaulas y peces en vitrinas; tanto tiempo que luego se morían si los dejabas libres. A los perros los regalaban dentro de cajas en los cumpleaños. Cuando llegaba agosto los abandonaban en carreteras.
–¡Y se morían!
–Algunos sí, sobre todo atropellados, otros se convertían en perros vagabundos. Solían atacar a las mujeres cuando llegaban a alguna ciudad. Las destripaban. Creo que era por el olor, y porque a muchos se los educaba para eso. Era como una broma, la gente se reía cuando veía a un perro correr tras alguna chica en tacones. Los tacones eran parte de la broma, creo.
»Había edificios muy altos. Los pájaros no volaban tan alto, sólo algunos aviones. En la última planta había hombres que charlaban sentados en butacas de vinilo. Hombres multimillonarios. Les bastaba con una llamada al día para seguir siendo ricos. A veces también estaban en su yate; el yate era un barco de recreo. Por aquel entonces los vendían incluyendo cinco chicas en biquini con las que podías hacer lo que quisieras.
–Hala. ¿Tres niñas?
–Tres chicas de unos veinte años. Ahora que lo pienso, sí, eran niñas.
–¿Para qué las querían?
–Bueno, cariño, principalmente para follar. Por aquel entonces las personas follaban por tooodos lados, en todas las esquinas, como animales. Cada día había violaciones a plena luz del día. A los hombres no les gustaba follar en interiores, querían exhibir su masculinidad, y no les importaba si las mujeres querían follar o no.
»Por las noches los servicios municipales recogían montones de mujeres muertas de las calles. Había tíos que ni siquiera follaban con ellas, preferían golpearlas sin más. Los había muy brutos, las despedazaban con machetes, con paciencia. Nadie sabía de ninguna mujer que no hubiese sido violada decenas de veces.
–¿Qué es follar, abuelo?
–Oh. Ya lo sabrás. O quizá no, pero no me interrumpáis, vuestra madre no tardará en volver.
Un silencio corto. Sábado. Una versión metálica del atardecer.
»Cualquier hombre que ganara más dinero del estrictamente necesario para comer, vestirse y tener un techo, se volvía loco. Comenzaba a comprar hasta anularse a sí mismo. Compraban casas dentro de las cuales cabían otras casas. Casas dentro de las cuales cabían pueblos. Luego llenaban esos pueblos interiores de gente sólo para no sentirse solos; les pagaban para que no salieran del pueblo. Después les encomendaban tareas, fabricar algo, construir algo. Con el tiempo había cada vez más mujeres empleadas, hasta que al final sólo hubo mujeres. A las mujeres se les pagaba menos que a los hombres por la misma tarea, de modo que el hombre rico loco se hacía aún más rico, y más loco.
»Cualquier hombre ganaba mucho dinero de un modo u otro; pronto se hacían millonarios y se instalaban en la cumbre de los rascacielos.
–¡A fumar puros!
–A fumar puros, niña. Y a ver venir la guerra. Siempre hay una guerra a la vista. Al hombre le encanta provocar guerras, y sobre todo ir a la guerra. A los hombres de entonces, al menos, a vuestro padre no le gustaba tanto…
–¡Yo quiero follar!

El abuelo J se enciende un puro.
–¡Eso es un puro! ¡Eres millonario!
Risitas de ardilla.
–Sois unas golfillas sin futuro, eso es lo que sois.
–¡Y tú un violador!
Más risitas de ardilla.
–Un violador millonario, eso soy ¿no? ¿Queréis que os hable más de los noventa? ¿De la muerte de las hombreras, a no ser que fueras mujer y tuvieras sesenta años? O la muerte de la música, decían algunos. Aunque no me fío mucho de todo eso, los cálculos se han vuelto perezosos. ¿Sabéis que por aquellos tiempos la gente apenas sonreía? Sonreían para las fotos, en la tele, en eso de Internet. Pero no sonreían en su vida. Debía ser por la violencia imperante, toda esa rabia. Todos los hombres matando mujeres todos los días. Rutina. Mujeres matando niños. Niños matándose entre sí. Estaba normalizado, aceptado, se grababa, se reían con ello; había una fervorosa cultura de la violencia y la violación. Se intercambiaban pornografía de todo tipo, infantil, con animales, videos de torturas a animales, a niñas. Y hablo de la gente más civilizada.
»Los domingos de barbacoa se asaba a menudo un bebé racializado vivo. Al parecer la carne humana es más dulce y sabrosa que la de las vacas o los ciervos, que eran la dieta habitual. Cogían a un bebé rollizo negrito, lo untaban con…
–¡¡No!!
–Vale, demasiado truculento, entendido. Tampoco estoy muy seguro de esa parte… Pero se comía carne de todo tipo, de hecho sólo se comía carne, casi cruda, la gente no se fiaba de las verduras, y apenas un poco de las frutas. Creo que comían manzanas rojas, quizá les recordaban a la sangre. Era algo bíblico.
–¿Abuelo, las casas con animales olían mal?
–¿Ahora piensas en eso?
–Sí.
–Ya. Pues sí, bonita, ese tipo de amor olía a cuadra, a heces y a ese hedor insoportable a pienso industrial, entonces hecho con carne de animales y mujeres.
–¿Por eso abandonaban a los perritos?
–Creo que no. Creo que los abandonaban por lo que significaba el perro. Quieres un perrito y luego resulta que está vivo. Por aquellos tiempos no se tenía una noción clara de lo que es estar vivo. Interesaba más la muerte, sobre todo la de los demás.
»Hacían algo que llamaban películas. Las grababan. Como una novela pero con actores, gente de verdad. Eran películas en las que se mataba y violaba a mujeres, todo real. Se promovía el rol de cada cual según sus rasgos identitarios. Si eras hombre, rascacielos y puro; si eras mujer, cuerpo y trabajos forzados al servicio del hombre; si eras una persona racializada, lo mismo que la mujer y otras humillaciones largas de contar. Las personas homosexuales o transexuales eran víctimas de muchas perrerías también. Una de ellas era trabajar forzosamente en programas de la tele que llamaban “del corazón”, donde se comerciaba con la vida de personajes públicos: una vejación capitalista de lo más cruel.
»También estaban los videojuegos. Jugabas con personajes irreales hechos por ordenador. Los niños que aún no tenían fuerza para violar o matar a una mujer, podían hacerlo en un videojuego. Cuanto más violabas y matabas, más puntos ganabas. Así se divertían. Los juegos venían con libritos que hablaban de la violencia y sus buenos resultados para el desahogo masculino.
–¿Las niñas con qué jugaban?
–Las niñas no jugaban, hacían tareas en casa y muy pronto eran violadas por algún vecino o familiar. Se tragaban todo su dolor. Si llegaban vivas a los treinta años ya era todo un logro. Hacían muchas tareas típicamente femeninas. Construir casas, recoger la basura, echar alquitrán en las carreteras, cavar fosas para las mujeres asesinadas… por no hablar de las tareas del hogar; cuidaban de sus hijos, cocinaban, limpiaban, lavaban, y algunas eran enfermeras en la guerra del momento, cosiendo heridas para que el soldado de turno pudiera seguir siendo un héroe.
–¡Yo quiero ir a la guerra!
–Creo que no te va a dar tiempo, cariño.
–¿Por qué?
–Tu madre no me deja hablar de eso. ¿Queréis saber más o no? Eran tiempos oscuros, pero eran interesantes. Luego hemos mejorado tanto que ahora no hay forma de arreglarlo.
Las niñas miran fíjamente.
–Os comprendo. Yo tampoco sé lo que ha pasado.

Anochece en la granja del abuelo. A esta hora se siente más viudo que a cualquier otra. Le gusta estar con las niñas. Su curiosidad, sus dudas, incluso el dolor de cabeza asegurado.
–¿Sabéis cómo conocí a la abuela?
–¡No!
–¿Queréis saberlo?
Las crías asienten y se agitan.
–La abuela trabajaba en la recepción de un hotel. Yo me hospedé un tiempo allí. Viajaba mucho, era vendedor para una marca de jabones, champús, geles…
–¿Vendías duchas?
–No. Vendía un champú especial que no picaba en los ojos. Picaba como el demonio, os lo puedo asegurar.
–¿La abuela te compró champú?
–La verdad es que no. Creo que a ella la parecía un tipo un tanto raro. Quizá aún se hacía algo extraño ver a un tío con un trabajo aburrido y normal, una labor que antes hubiera desempeñado una mujer. Era como si yo también estuviera al servicio de los ricos que fumaban puros, ¿entendéis?
–¿Tú no eras rico?
–No, cariño, mi generación conoció ya a muy pocos hombres ricos. Yo mismo no he conocido a ninguno en persona.
–¿A ninguno?
–Ninguno que yo sepa. Sé que los había, que los hay; quizá en los puertos sea más fácil verlos en sus yates. Un rico tiene un aspecto completamente corriente, al menos si es un rico inteligente.
–¿Hay alguno que no fume puros?
–Quizá lo haya.
–O a lo mejor no fuman.
–Pero vamos a ver, ¿no queréis saber cómo conocí a la abuela? Ya que os habéis cansado de los noventa.
–¡Sí!
–Pues escuchad… Era la chica más guapa del hotel. Tenía una sonrisa para todo el mundo; sonreía con todo el cuerpo, sobre todo con los ojos. No os fiéis de nadie que no sonría con los ojos.
»A mí me gustaba mucho, así que la invité a salir.
–¿La “invitaste a salir”? ¿A salir de dónde?
–No, entonces lo llamábamos así: “invitar a salir”. Quería decir: ir al cine los dos juntos, o a pasear. Yo siempre las invitaba a tomar un café.
–¿A quiénes?
–A las chicas, a las mujeres. Cuando una me gustaba mucho y no se me iba de la cabeza, la invitaba a tomar un café. Donde fuera, en algún lugar que no la desviara de su ruta, y sin trastocar demasiado sus horarios.
–¿Fuisteis juntos a tomar un café? ¿Abrazados? ¿Bebíais del mismo café?
–Cariño… Fuimos a una terraza. Cada uno se sentó en una silla distinta junto a una mesita. Pedimos cada uno un café. Y así yo tenía una excusa para hablar con ella, para que ella me conociera un poco, pero sobre todo para conocerla un poco yo a ella.
–Entonces fuisteis andando un poco separados pero en la misma dirección hasta una terraza a beber dos cafés. ¿No?
–Sí…
–¿Y qué dijo la abuela?
–No recuerdo qué dijo exactamente al principio, ni qué dije yo. Recuerdo su cara, que me sonreía. Yo no quería que se fuera demasiado pronto.
–¿Qué le dijiste?
–No sabía qué decirle, así que le dije que me gustaba, sin más.
–¿Le dijiste que te gustaba porque no sabías qué decirle?
–No, le dije que me gustaba porque me gustaba.
–Entonces sí sabías qué decirle.
–Niña…, ¿qué os enseñan en el colegio? Voy a tener que hablar con tu madre y…
–Nos enseñan Civismo, Números con perspectiva de género, Gramática constructiva, Gimnasia no violenta, Competición anticompetitiva…
–Vale, vale, ya está… La abuela. ¿Os hablo de la abuela o no? Ah, por cierto, ¿y la educación sexual?
–Tenemos la asignatura de Contacto, rezo laico feminista y las cinco etapas del consentimiento verbalizado.
–Ajá… ya. Entonces… ¿queréis oír algo increíble?

Noche cerrada, silencio total en torno a la granja, el abuelo saca otro puro.
–¿Sabéis qué? No os lo voy a contar.
–¡Sí, por favor, abuelo!
–No, no os lo voy a contar, sois criaturas literales, estáis muy verdes. No entendéis la distancia abismal que hay entre lo que os enseñan y la realidad.
–¡Sí que lo entendemos!
–¿Seguro? Yo creo que no.
–¡¡Sí, por favor!!
–Vaaaale. Vale. Está bien. ¿Queréis encenderme el puro?
–¡Sí! Ahora me toca a mí.
–Dios bendito. Una cerilla va a ser lo más emocionante y humano que veáis en vuestra vida. Quizá lo sería de todos modos.
–Cuenta qué pasó con la abuela.
–La abuela se troncharía de risa si me viera aquí contándoos historias de terror. Así lo diría ella; era la persona más descreída que he conocido. Se metió en más de un lío por ello, o al menos en discusiones, algunas cercanas a la agresión física.
–¿La abuela era violenta? Pero si era m…
–La abuela no era violenta, niña, todo lo contrario. Era cariñosa e inteligentísima. Sencillamente no le interesaba la política, no al menos como al resto. Ella observaba y sacaba sus propias conclusiones.
–Nosotras tenemos una asignatura de Observación y análisis.
–Ya. No me hagas hablar de eso, cariño… Céntrate en la abuela. Escuchad. En aquella primera cita yo quería ser el hombre perfecto. Todo lo que yo decía era cristalino, era el ser recto y literal que se esperaba de mí: todo ideas blancas, no podías parecer de carne. Ninguna ironía, ningún chiste, ningún doble sentido, y por supuesto nada de humor negro, eso estaba doblemente mal visto.
–¿Qué es el humor negro?
–Suele ser cuando la gente se ríe con sinceridad, cariño.
–¿No es racista decir humor negro?
–En realidad nadie hablaba ya de humor negro. Decían “chistefacha”. Si eras un poco ácido te llamaban chistefacho. Se consideraba que el humor era algo que sucedía, no algo que pudieras forzar. Si te caías de una forma graciosa y no te hacías daño, podía considerarse divertido. O si se te caía algo al suelo y no se rompía. En general los errores sin consecuencias a veces se consideraban humor. ¿No tenéis alguna asignatura sobre eso?
–No lo sé. ¿Aritmética emocional?
–O sea que no. Pues eso; yo estaba siendo el tío que se esperaba que fuera. Y cuando llevábamos quince minutos de conversación vacía, ella va y dice:

–Disculpa. Una cosa. ¿Tú eres así?
–¿Así? ¿Así cómo?
–No lo sé.
–No te comprendo.
–Ya. Vale. Te lo voy a decir, creo que yo puedo.
–¿Cómo?
–Creo que no eres así. Tengo veinticinco años y aún no he conocido a ningún tío que no se esté cagando encima.
–¿Se cagaban encima delante de ti?
»Por aquel entonces yo aún era el epítome de lo académico. Tan literal que no distinguía un pedo de una metáfora.
–No. Quiero decir que no sé qué demonios os pasa a los tíos. ¿No tenéis termino medio?
–¿Termino medio? ¿Entre qué y qué?

–Ya veis que la cita empezó siendo desastrosa. Era una mujer tratando con un extraterrestre postuniversitario. Yo tenía la misma edad que ella, pero ella parecía una persona de verdad. Para mí eso era completamente prohibitivo. Sólo con ver a alguien comerse un cucurucho con fruición ya me sentía violento. Detalles así me parecían resquicios del Patriarcado, del Capitalismo. Si algo era muy espontáneo u orgánico, me sentía desubicado.
–¿Qué es un cucurucho?
–El caso… es que ella tomó las riendas. Era un helado, una bola de helado, cariño.
–¿Por qué lloras, abuelo?
–Por nada. Nada…

El abuelo batalla con un pañuelo de tela y sus lágrimas, azorado ante la expectativa de las niñas.
–Bueno. ¿Queréis saber cómo acabamos follando?
–¿Pero qué es follar, abuelo?
–¿Cómo lo llamáis ahora? ¿Ayuntamiento carnal? ¿Penetración de coyuntura?
–¡Ahhhh! Conjunción de palabra y acto entre personas.
–¿Conjunción de palabra y acto entre personas? ¿Cómo se declina eso?
–Mmmm. No lo sé.
–Ya… Pues sí, vuestra abuela y yo acabamos… llevando a cabo una buena conjunción, un buen polvo “entre personas”… No os hacéis una idea, y no voy a entrar en detalles. Pero sí os puedo contar cómo llegamos hasta ahí.
–Conjunción de palabra y acto entre personas.
–Sí, eso. Pero en nuestro caso fue más bien follar. Vuestra abuela era poco de conjunciones; era más de actos, y muy poco de palabras innecesarias.
–¿Pero fue una conjunción de palabra y acto entre personas?
–Os voy a contar lo que fue y luego vosotras decidís, ¿qué os parece?
–Mmm. Vale.
–Ella vivía en un pisito cerca del centro de Periferia. Dijo:

–Mi picadero.
»Y sonrió de una forma que yo no supe leer entonces. Tuve una vaga intuición.
–¿Tu… picadero?
–¿Tampoco sabes lo que es un picadero, delegado de la clase? ¿Qué os cuentan en la escuela masculina?
–Nada. Y yo no fui el delegado de la clase.
–Tengo miedo de bajarte los pantalones y que seas como el novio de la Barbie.
–¿Quién es el novio de la… Barbie?
–Aish, juguetes prohibidos. ¿Prohibidos o mal vistos? Una ya nunca sabe.
–Oh.
–Supongo que tienes polla.
–Si te refieres al aparato…
–… reproductor masculino, sí. Ya ha perdido su nombre de guerra.
–Bueno. No me gusta la guerra.
–¿No?… A mí me pone un poco cachonda, ¿sabes?
»Se me estaba acercando, peligrosamente, yo no sabía qué hacer, dónde meterme.
–La guerra… ¿te hace gracia?
–No exactamente.
»Y entonces me besó. En la boca. Y pasaba su mano por mi entrepierna. Yo no pude contenerme, creo que por primera vez en mi vida. Le estaba devolviendo el beso.
»De golpe me di cuenta de lo que estaba pasando, y me separé de ella.
–Perdona, por favor… ¿Tú quieres que lo hagamos o no?
–¿Cómo?
–Que tenemos que hablarlo, ¿no?
–No pienso darte el puñetero “consentimiento verbal”, ni de broma. Si quieres cacho, ven a por él.
–¿Entonces quieres que lo hagamos?, ¿con penetración?
–¿Qué ves en mis ojos? ¿Miras a los ojos de las personas? ¿A qué sabe mi saliva?
–Bueno, yo… no sé.
»Y ella volvió a atacar. Yo tenía un bulto visible en los pantalones, y a partir de ahí todo se descontroló. O se “puso en su sitio”, como decía ella siempre.

–¿Conjunción de palabra y acto entre personas sin consentimiento verbal claro y directo?
–Exacto, niña. Aunque hubiese habido una grabación de lo que pasó, tu abuela podría haber ido a la policía y arruinarme la vida para siempre.

El abuelo y las niñas entran en la casa. Menos frío que fuera. Una de ellas vuelve corriendo con un libro de texto de su habitación.
–Bueno. Entonces ¿qué os parece que fue lo que pasó? ¿Qué estás mirando en ese libro?
–Es mi libro de Sociales transversales.
–Oh. ¿Y ahí pone lo que pasó entre tu abuela y yo hace cincuenta años?
–Sí.
–Vale…
–Mmm. Pone que si no hay un consentimiento claro y directo, incluyendo las cinco etapas de consentimiento verbalizado, es delito de violación. Pone que aprovechaste tus privilegios de hombre blanco cisheterosexual, ejerciste tu poder sobre una mujer alienada por la cultura de la violación, y te rendiste a tu masculinidad tóxica interiorizada.
–¿Todo eso hice?
Se oye la puerta de la entrada. Llaves, abrir, cerrar.
–¡Mamá! ¡El abuelo es un violador!
–¿Ah, sí? ¿Y por qué te hace tanta gracia?
–¡Es un violador! ¡Es un violador!
–¿Qué le has estado contando a estas gamberras?
–Nada. Vinieron y dijeron: Háblame de los 90.

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3 comentarios en “Háblame de los 90

  1. No recordaba así los 90, pero sospecho que acabaré siendo el abuelo, sin tener muy claro donde poner la frontera entre la imaginación y la realidad y sin entender una mierda del mundo en el que me ha tocado vivir

    Afortunados los abuelos que el único problema que tienen es que no saben usar el cajero automático 🙂

  2. jajajaja Eres tan ácido con la realidad de hoy que me pareces al mismo abuelo de 90 años, como mínimo, recordando de los años felices de su juventud cuando incluso los gorriones gorjearon más bonito. Un saludo.

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