No lo digo para cebar el asunto, pero es una mala idea que leas esto.
Mantén a tus hijos lejos, aquí no hay ningún modelo de conducta. Dile a tu pareja que estás chateando con algún baboso de Instagram, o con alguna menor tetona y confiada. Te haría quedar mejor.
Échale ironía.
No uses el PC, oscurece la pantalla del móvil. Espera a que todos se duerman como si tuvieras quince años y quisieras ver la porno del plus.
Actúa como un pedófilo cuidadoso.
La Casa de las Carcasas.
En Periferia hay dos. Compras un móvil y lo ves demasiado desnudo. No es la gran cosa, gama media, pero es nuevo. Mejores condiciones, una pantalla mayor para las redes sociales y el porno. Un trasto que necesita su propio condón.
Cojo el tren, porque no soy de Periferia. Una horita de viaje, auriculares conectados al móvil viejo, un Samsung que narra batallitas de la mili, palmea el culo a las camareras y cuenta chistes verdes. Uno de mis mejores amigos.
Tomo decisiones tontas primermundistas. No voy a manosear el móvil nuevo hasta que no vaya protegido. Abulta mis tejanos en el bolsillo izquierdo, hoy sólo viene a mostrarse a las dependientas, a lucir tipito y marcar paquete.
Es de una marca extraña, japonesa, una recomendación de alguien que cuando no ve porno lee críticas de teléfonos y demás trastos lefados. Lefar juguetes y limpiarlos; la vida moderna.
Se empieza a mezclar todo. Pronto la tele lavará la ropa y verás Pornhub en la lavadora.
Las llamadas telefónicas están a punto de morir. Hablar con otros seres humanos es agotador, hay que reconocerlo. El móvil se inventó para causas mayores y más nobles. El objetivo final es no hablar con nadie de viva voz. La posibilidad de una isla. Quedar sólo para follar, nunca hacer el amor. Matar el pasado; ¿no va ya todo de eso?
Véase a dos dependientas que me follaría hasta sufrir un infarto cerebral. Hago como todo el mundo y no lo digo en voz alta.
He dado un paseo y he entrado en la tienda como quien tiene la agenda a reventar y una polla de 20.
Una de las dos cosas es cierta.
Pero no tiene mérito, así que hablo con educación, casi susurrando, no quiero molestar, no quiero generar conflicto, me sabe fatal que estas dos chicas tengan que pasar aquí ocho horas un sábado, no quiero ser un obstáculo, quiero ser atendido y olvidado. Todo eso intento transmitir.
Una de ellas dice:
–¿Perdona? No te he oído.
Le digo que soy un buen chico, que puedo ser agradable cuando quiero y que tengo una buena polla, que podríamos ir ahora mismo a donde sea y fornicar tanto y de una forma tan hetero que resulte ofensivo para la opinión pública. Le digo que luego puede comentarlo en Twitter si quiere, decir que tiene dudas sobre si lo que ha pasado ha sido sexo (pese a los tres orgasmos) o algo más parecido a una violación. Una vejación más del Patriarcado. Estoy dispuesto a que me ponga en la picota con tal de echar a perder la cama de un hotel cutre con ella. Humíllame para siempre, contágiame la enfermedad que quieras, miente sobre mí, méteme en la cárcel, arrasa con mi vida. Si me follas bien follado, habrá valido la pena.
Pero lo que digo es:
–Perdona. Busco una carcasa para este móvil.
Me atiende con amabilidad y premura, aunque al final se pone pesada intentando colarme no sé qué protector de pantalla.
–No, gracias, de momento lo voy a dejar así.
A lo mejor me equivoco y he rechazado lo más importante. Tengo práctica en eso.
Plena primavera en Periferia. No es que se note mucho en el centro. Algunas prendas desaparecen, eso sí. En las ciudades medianas y grandes, la primavera se nota en las mujeres. Aunque suene a cantante melódico rancio, es la pura verdad. Apenas hay cuatro putos árboles que florezcan, pero las mujeres lucen del todo distinto. Las más frioleras pasan de ser cinco capas de ropa de marca a una florecilla con ropa interior y apenas una idea sutil para cubrirse. De repente todo se vuelve tirantes y sandalias, hombros y piernas. O escotes y sonrisas, si es una ocasión especial.
Los tíos nos ponemos manga corta y fingimos madurez.
Me siento en una terraza. Toda la tarde por delante, pero ya no toda la vida. Los cuarenta son todo aquello que nunca pensaste que serías. Empiezas a comprar las moñadas sobre la edad mental: que si eres como te sientes y no la edad que tienes, que si mira a este abuelo haciendo puenting, que si mira a este otro corriendo una maratón a los setenta…
Yo creo que me paré a los veinticinco. No creo que nadie pase de ahí. La gran mayoría no son ni de lejos lo que esperaban, pero, si tienen suerte, están demasiado cansados y ocupados para pensar en ello. Cuando eres crío tienes tiempo para pensar, de modo que te pones en lo mejor, proyectas un futuro brillante. Cuando el futuro ha llegado, la salud mental (esa gran zorra, la nueva estrella mediática) consiste en no pensar.
Mi truco para no pensar consiste en moverme, caminar, husmear; o leer, ver películas y series, llenar mi mente, hablar mierda, escribir mierda, observar tan detenidamente que entro en trance. Investigo el secreto del secreto del secreto. Tanteo en la oscuridad, fantaseo con el fin del mundo, imagino una vida mejor, y luego llega otro lunes, y otro, y otro. Ya ni lo veo en clave de pesimismo u optimismo; miro a mi alrededor y observo cómo los demás intentan drogarse sin drogas.
Antes no creía en Dios pero sí en la Maldad. Ahora creo que es una incongruencia, si no hay Dios no hay Maldad. A su vez, ahora respeto mucho más a la gente que cree en Dios. Ellos al menos no creen que lo saben todo.
Ahora sólo creo en el dinero y en la bondad (siempre que no te aprieten mucho las tuercas).
La Maldad no es tal; cuando no es egoísmo es algún desajuste químico. No espero verlo de otra forma.
Ahora que tengo cuarenta, debería saber cómo de bueno o egoísta soy, aunque he fantaseado con que algo no ande bien en mi cabeza: te exime de culpa.
Periferia es un océano portuario de gente, un Fnac, comercio en general, una rambla y un presente que se vende siempre como futuro. Esto incluye viejos hartos y jóvenes difícilmente no agilipollados por el ego. Un perfil habitual ahora es el del ego a través de una teórica humildad, la hostilidad a través del pacifismo, la pasividad desde el activismo, el insulto sin palabras gruesas, la superioridad moral que tiene base en la falacia del hombre de paja. Te inventas el entorno para poder analizarlo sin frustrarte. En otras palabras: No crees en Dios pero sí en la Maldad, y así todo resulta mucho más fácil.
En el fondo me encanta estar en medio de todo esto. Aunque el café está subiendo de precio, y es prácticamente la única droga que consumo.
La única ventaja de empezar a hacerse mayor (sí, creo que estoy empezando), es que tienes más herramientas para ver las cosas como son. No quiere decir que siempre lo consigas, pero al menos te das cuenta de lo capullo que eras a los dieciocho. Eso y que si se presenta en el momento menos esperado una mujer con la que tuviste algo hace años, y de la que estuviste colado hasta sufrir un par de crisis de ansiedad, eres capaz de reaccionar como si estuvieras preparado.
¿Somos adultos, no?
Yo ya sabía que ella vive en Periferia, pero no me jodas. Nadie espera encontrar la puta aguja en el pajar. Vas al pajar a echarte la siesta, a echar el polvete con la hija del granjero. No piensas en la puta aguja, ¿me explico?
¿Cómo coño la llamo?
M. M está bien. M no quiere pasar de largo. Lo podría haber hecho, estamos en pleno centro y hay gente por todos lados, tal nivel de diversidad, colores y condiciones que un tuitero no entendería por qué no está todo el mundo peleando a cuchilladas. Casi nada encaja con la falacia social que se suele presentar en redes y medios. Incluso M podría ser una bonita dominicana, una latina de las que te topas en Instagram meneando el cucu. Pero M es más bien el perfil de chica pija urbanita de manos suaves, grandes valores y nobles intenciones. Todo en teoría, por supuesto.
Una teórica buena persona casi por obligación. Será difícil que alguna vez tenga que demostrarlo con hechos.
A M la han educado para saludar, para ayudar a las ancianitas a cruzar el paso de cebra, y con las cien frases apropiadas recurrentes para salir del paso. Amabilidad marca blanca y de blanco espíritu. Va a todas las bodas y eventos sin rechistar, se sacó la carrera (letras) sin rechistar, se ennovió con un buen chico aburrido sin rechistar, se independizó con él a un piso pequeño pero monísimo sin rechistar. Vive lo que le tocaba, sin chistar ni rechistar.
Ahora tiene treinta y dos años, y me pregunto si estará empezando a olvidar sus sueños también con esa alegría.
Por un momento imagino que pasaremos la tarde juntos, y luego la noche. Que –aunque yo soy peor persona que ella– se soltará el pelo y nos iremos a cenar y a tomar algo, con la sana intención de emborracharnos un poco y ponerle los cuernos a ese muermo pelirrojo con el que aún vive. El tío tiene pinta de pedirte perdón cada cinco minutos.
Pero esto es lo que pasa:
(Aquí un diálogo falseado para abreviar el contenido y reducir el dolor).
–¿Cómo tú por Periferia?
–Pues ya ves, dando una vuelta.
–Me gustabas mucho, pero no te decidías.
–No sé qué decirte.
–Puedes decirlo ahora.
–Ahora tampoco sé qué decirte.
–Pues se ha quedado buena tarde.
–Sí.
–No voy a decir por qué ya no te sigo en redes sociales, aunque tú aún me sigas a mí.
–Lo sé.
–Parece evidente que yo he crecido y soy una adulta respetable. ¿Cuándo lo vas a hacer tú?
–Un momento: no sabes nada de mí.
–Sí que lo sé.
–Es verdad.
–En fin. Me alegro de verte.
–Yo también. Saluda a Zanahorio.
–No se llama así.
–Pero es como una zanahoria.
–¿Eres un crío?
–No está mal visto meterse con los pelirrojos.
–¿Cómo?
–¿Cómo has acabado con ese fantasma? Parece un cadáver la mar de educado.
–¿Por qué me dices eso? Tú no eres así.
–Es verdad. Lo siento.
–Decía que me he alegrado de verte, y es verdad.
–Gracias.
–No hay de qué.
–No me tengas en cuenta lo de…
–No te preocupes.
–Adiós muy buenas.
–Chao, pescao.
Periferia es un buen lugar para pensar mucho sin pensar en realidad. Quizá de eso trata en parte la Filosofía: Jugar a pensar para no tener que pensar de verdad. Siempre me pregunto si voy al grano, o si sólo evito los temas capitales.
Creo que el reencuentro no me ha afectado tanto. Me percato de que ya apenas pensaba en ella. Durante años fue mi tema capital, ahora es algo que me provoca más bien flojera y cierta incomodidad. Volver a ver a gente que dejaste atrás es lo más parecido a hablar con un difunto. A efectos prácticos, la gente que no vuelves a ver está muerta. Y más que muerta; es muy probable que no vayas al funeral cuando espichen también en términos legales.
La cuenta, por favor. Bajo la rambla caminando y observando. Vengo a Periferia para desconectar; su bullicio debe ser horrible para vivir aquí, pero es perfecto como lugar para visitar. Es lo contrario a ir al campo. Es relajante a su manera, siempre y cuando lleves algo de pasta y no te desplume un carterista.
Me acerco a la zona del puerto. Me gusta ver llegar a los transatlánticos, enormes, como anunciando siempre algún cataclismo, o un desastre del que se han librado por los pelos.
Si la naturaleza tuviera sólo una pizca de orgullo, no existirían los transatlánticos. Son como una forma de sacar pecho que tiene el ser humano, igual que los aviones comerciales o el ateísmo.
Me dirijo a la cafetería más cercana al agua salada. Un lugar de guiris con precios inflados para guiris. Casi tres euros el café con leche. Me siento estupendo. Está atardeciendo y me ceden una mesa de milagro. No les gusta ver a alguien solo y moreno que entiende el idioma; quieren a cinco europeos sonrosados a los que poder servir basura a modo de paella. Se gastarán lo que sea, están de vacaciones; como turista eres el escalafón más bajo de la condición humana. No quieres pelear, no quieres pensar, no quieres ni poner el piloto automático. Estás descansando de vivir, y vivir es jodidamente agotador. Te comerás un arroz amarillo carcelario con una sonrisa. Estáfame, humíllame, engáñame, no me pienso defender, estoy hasta las pelotas de eso.
El café tampoco es muy bueno que digamos. Estoy rodeado de personas que descansan de su dignidad. Puede que no sea el mejor modo de hacer las cosas, pero nunca veo a nadie tan feliz como en esas circunstancias.
Veo el atardecer, el sol bajando entre edificios y embarcaciones de ricachones. El atardecer del malvado capitalismo. Lo odiamos y lo amamos (el capitalismo), pero nadie reconoce lo segundo (vamos a ver, aquí somos todos de izquierdas ¿no?). Lo que me recuerda que quiero pasar por el Fnac. Pago el café y me pongo en modo paseo. Pensar demasiado para no pensar bien. Me cruzo, estoy seguro, con no pocos anticapitalistas autodeclarados; varios de ellos van en la misma dirección que yo. Algunos deben fantasear con abandonar sus pocas comodidades e irse a vivir al campo. No hay nada más anticapitalista que el campo. Algunos animales te arrancarían los huevos de cuajo sin importarles si recurres o no a la sanidad privada. En el campo no hay patrón ni banquero, nada que tenga el precio debajo, ni una sola factura. Es la última pantalla del romanticismo. Pero el monstruo final eres tú. Acostumbrado a mesas, manteles, platos, ordenadores, móviles, películas y rico petróleo, acabas siendo un anticapitalista un poco raro. Al final no te vas al campo, igual que un tiburón no te hace la declaración de la renta, ni el bosque te arropa con calidez una noche de tormenta. Ni siquiera te vas a un país abiertamente comunista, qué coño te vas a ir al campo.
¿Se nota la diferencia entre tener veinte años y tener cuarenta? Nadie dijo que ser de izquierdas fuese fácil, sólo dijeron que era lo correcto.
La rambla siempre está llena de gente. No pocas veces topas con el hombro de alguien. No importa. Alguien va disfrazado de plátano. No importa. Un yonqui te dice que si tienes. No importa. Unas putas que si vienes. Mejor no. Un mendigo te eructa la borrachera en la cara. Cruzas entre unas cincuenta terrazas, locales de alquileres por las nubes. Un edificio histórico, otra vez La Casa de las Carcasas, una familia con siete críos, veinte familias alemanas engullendo engrudo paellero. Sangría aguada para todos. Alguien se tira un pedo. Te cruzas con mil chicas que te follarías. Universitarios extranjeros se graban para Instragram, alguien se hace un selfie cada diez pasos. Diversidad de bondades y delincuencias. Mujeres escandinavas de ojos azules familiarizadas con el hielo y la estulticia. Latinas sonrientes que prometen aguas cristalinas, polvos descomunales y palmeras de poster de oficina. Chicos confusos por doquier, hombres perdidos como nunca. Erasmus poniendo cuernos de safari en África. Adolescentes que lloran, bebés que berrean. Una fuente histórica que aún funciona. Un clima inmejorable y una contaminación que prospera adecuadamente.
Todo me gusta o interesa, y a la vez nada me importa. Tengo la vista puesta en un objetivo. ¿Paliar el sufrimiento de algún sintecho?, ¿adoptar al perrito abandonado que me acabo de cruzar?, ¿decirle a ciertos muchachos que dejen de patear las papeleras?
NO. Algo mucho más noble que todo eso.
Voy a comprar libros.
Hay tan pocos lectores fuera del bestseller veraniego, que casi no se habla de los adictos a la lectura. Me da igual que exista el lector digital; personalmente arrasaría con el último bosque de la Tierra con tal de seguir teniendo libros. Si el oxígeno empeora y el ser humano empieza a tener dudas, apilaré todos mis libros y haré la croqueta sobre ellos. Luego quizá me ahorque a lo Foster Wallace, o puede que me corte las venas como una gran diva de Hollywood.
El Fnac me la pone dura, a veces casi literalmente. La parte tecnológica me la suda, se la dejo a los yonquis de la actualidad. Me voy directamente a esnifar papel. Me reúno con los hipsters de nuevo cuño, pipiolos graves y sonrientes que buscan libros de autoayuda disfrazados de ideología (o viceversa). Carne de target.
Lo que menos me interesa son las novedades, y me fijo poco en esos tomos carísimos pensados para fiestas de cumpleaños y fechas señaladas.
Un adicto mira el precio. Un adicto no lee más rápido que nadie, pero lee todos los días. Un adicto siempre tiene tiempo para leer; una magia negra que quienes están siempre en el gimnasio, dejando la serie de moda a medias, o aprendiéndose la vida de las cincuenta parejas de famosos más cotizadas, son incapaces de entender. ¿De dónde sacamos el tiempo para leer? Leer exige tanto tiempo…, es increíble, es imposible encajar semejante cosa en la agenda.
Un adicto no lee para culturizarse; da igual que esté leyendo todos los clásicos rusos o releyendo La divina comedia. No lees para culturizarte, tampoco para ser un modelo de conducta, no lees para mejorar nada ni para empeorarlo, ni tampoco para que siga igual.
Los más enfermos calculan cuántos libros podrán leer hasta que se mueran. Yo no soy uno de ellos.
Para mí las librerías son el sustituto de los videoclubs, cuando me pasaba una hora entre los pasillos esperando a que alguien devolviera la peli de turno. En la librería es diferente, es mejor. No se trata sólo del libro, sino de todo el ritual; trasteas, te fijas en las ediciones de los clásicos que no has leído, buscas alguno de los veinte libros que siempre tienes en mente y nunca ves por ningún lado.
No se trata de que sea un placer sano y sencillo. Te enganchas a lo que te enganchas. Si hubiera sido la heroína no me sentiría más culpable. El lector y el yonqui buscan exactamente lo mismo; y no se trata sólo de «desconectar». El placer auténtico, si te atreves a explorarlo, a profundizar en ello, es mucho más complejo.
Creo que hay gente que simplemente no quiere engancharse. A nada. Ni bueno ni malo, ni sano ni nocivo. Hay algo en ello, en ir al fondo de lo que sea, que asocian con la ansiedad, con la dependencia y el desequilibrio personal.
Usan la postura del misionero para todo.
Prefieren mantener una irónica o cínica distancia con todo.
Yo no soy una de esas personas. Ni siquiera me parece humano ser así.
La librería probablemente sea el principal punto de reunión de solitarios. Más allá del hipster promedio, encontrarás chicas tímidas y tíos con el pelo mal cortado de todas las edades.
Luego está la gente que busca lecturas académicas, parlanchines que dan la brasa al dependiente, que no toleran cinco segundos de silencio, y que sólo están allí por pura obligación. También hay personas que en una librería se sienten como yo en un Zara. Desubicados, mirando el móvil, esperando. Suele ser el típico chaval que espera a que su cita se decida. El que antes la esperó en la tienda de ropa, y antes a la salida de la universidad. El típico chaval que espera echar un polvo.
Yo sonrío como un bobo subiendo en las escaleras mecánicas. Es como una cita con tu camello, tu camello de confianza, el tío al que le da igual si estás destruyendo tu vida con el vicio: esa persona que sabes que no te fallará.
Al principio cuesta centrar la vista; todos esos lomos, toda esa variedad, ni siquiera ves los cartelitos que separan por género e intereses. Un dulce aturdimiento.
Luego empiezas a ubicarte, decidiendo cuánto te vas a gastar. Cuanto menos quieres gastar, más títulos “imprescindibles” localizas. Un adicto está atento a las ediciones de bolsillo, un adicto no compra un objeto bonito, aunque se fije en las portadas; un adicto quiere una buena traducción, no tanto una edición bonita como fiable. Un adicto no piensa en clave de regalo o autorregalo, porque de verdad se va a leer el libro.
A un adicto, las estanterías de casa le imploran orden, piedad, cordura.
No quiere decir que no haya nuevas clases de adictos… Compradores de funkos y lectores de sagas interminables, cuya habitación parece un tetris bien jugado de colores suaves como la habitación del bebé no-nato de unos treintañeros.
Estos nuevos adictos, youtubers, influencers, chicos “deconstruidos” y chicas listas y –no me quiero repetir, pero es así–: follables a más no poder, suelen ser más ruidosos y “comunicativos”.
En justicia, han sido los primeros en mucho tiempo en presentar la lectura como algo que no sea un ratón de biblioteca encorvado sobre un volumen decimonónico mientras una araña teje su tela entre las fases de su vida.
Un adicto es amable con los demás adictos. Siempre hay una cierta distancia, pero nunca crispación ni beligerancia de ningún tipo.
Una chica muy bajita y encantadora (y lo otro) me pide por favor que le baje de las alturas un volumen de Tolstoi:
–El que tiene el golpe no, por favor, el otro.
Lo hago como un mayordomo inglés. Espero un momento, por si quiere devolverlo a su sitio. Ella dice:
–Gracias.
Y se va a leer Guerra y paz.
Cuando llevo casi media hora dando vueltas, decido que tengo que pillar algo. Un par de buenas ediciones de bolsillo. Acabo decidiéndome por un Bolaño y un Murakami. Me estoy convirtiendo en un lector de costumbres fijas. Llegada cierta época, leo a ciertos autores. Leeré todo lo que escriba Murakami, me genera apego y ternura. Leeré todo lo que se ha publicado de Bolaño, y luego lo releeré hasta que me muera. Primavera.
Quizá esto no era como si te pillan viendo la porno del plus, pero después de pagar y salir con mi bolsa y los dos libros, me vuelvo a cruzar con la chica bajita. Me pide un cigarrillo y yo encantado de dárselo. No tengo ni idea de qué edad tiene. Temas capitales. Podría ser menor perfectamente, aun con todas las curvas, el pecho prominente y la intención en la mirada. Fumamos y charlamos juntos (de Tolstoi) durante unos minutos, viendo pasar a todo el mundo; capitalistas y “anticapitalistas”, mendigos, mujeres primaverales, otra vez el tipo disfrazado de plátano (esta vez acompañado de una piña y un cactus), extranjeros sonrosados, erasmus variados y el resto de fauna de Periferia.
Por un momento me pregunto si la chica quiere hacer algo más que fumar. Parece a punto de proponer algo. Yo soy todo predisposición y oídos. Apenas digo nada. Espero a que encauce la conversación hacia algún plan que nos incluya a ambos. ¿Unas cervezas en su antro favorito? ¿Un inesperado plan para ir al cine? ¿Un intercambio de chistes guarros tomando un café nocturno?
Tras un largo y prometedor diálogo no verbal, ella dice:
–La verdad es que he quedado aquí con mi novio. Lo siento.
Quedar en el Fnac, menudo topicazo.
Observa mi sonrisa de circunstancias, comprensivo, tranquilo, derrotado. Puedes ponerte MUY cachondo en apenas cinco minutos.
Nos despedimos (sin besos ni contacto alguno) y me dirijo a coger el tren. Ya he tenido suficiente de Periferia por hoy.
Bajo las escaleras hasta el andén que me toca. El carnet de conducir muerto de risa en mi cartera (odio los putos coches), dos libros más en una bolsa, temas capitales en mi cabeza. Una hora de trayecto de vuelta a casa, tiempo de sobras para pensar cómo no pensar, para filosofarme encima cual borracho que se llena de vómito. Y cuanto más lejos estoy de Tolstoi y de ella, más fuerte susurro:
–Me la hubiera follado, me la hubiera follado, me la hubiera follado…