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Bendita violencia

Los vestuarios masculinos, ese espacio, ese olor. Enrique lo llama: el Pie. Cuando acaban las clases de gimnasia, todos de vuelta al Pie. Dentro del Pie te desnudas, te duchas, excepto los que Enrique llama: Sacos de boxeo, las víctimas habituales de bullying. Siempre hay uno o dos en cada clase, normalmente varones. La víctima de bullying –ahora una estrella mediática menor– se cambia de ropa y sale escopeteado a casa. Quizá vea un par de debates en la tele sobre su problemática. Adultos con el ceño fruncido que segregan moral pero no pueden hacer nada por él. Ahora hay pocas cosas más inútiles que una persona concienciada, un Saco de boxeo lo sabe. Una persona concienciada a voces y tuits, se sacude el sentimiento de culpa dándole vueltas al asunto, y eso en el mejor de los casos. La mayoría de veces no hay sentimiento de culpa, sólo un intento de proyectar una imagen virtuosa, construir una suerte de currículum activista. El activista de redes logra notoriedad a menudo, pero no suele ser una persona de acción. Repudia los conflictos y la violencia, y raramente se sabe lo que piensa realmente.
El activista no razona según cómo es el mundo, sino según cómo le gustaría que fuera (algo difícil de saber), ahora y en el futuro.
Enrique piensa que estos “activistas” aman la violencia. El Saco de boxeo sabe que el activista de pose funciona por modas. Ahora está centrado en la nueva sensación de las pasarelas y los photocalls: La mujer maltratada. El sufrimiento potencial o evidente de la mujer, ahora hace que un activista digital se ponga alerta como las ardillas de Pixar. No cabe en sí de gozo activista cuando surge una noticia de maltrato o asesinato. Las palabras favoritas del activista para escuchar y pronunciar, son: Violencia Machista.
Se les desencaja la mandíbula de placer.
Una auténtica mamada verbal.
Surge la noticia, se pronuncian las palabras. El activista se aferra a su móvil, tembloroso de dicha activista, y se dispone a difundir la buena nueva: “Activistas del mundo, teníamos razón, un nuevo caso lo confirma; esto es sistémico, representativo, y está completamente aceptado en nuestra cultura. Nuestra cultura lo promueve y aplaude, y está dispuesta a defender al agresor y culpar a la víctima”.
Entonces comienzan a bailar los números, la deliciosa danza de la aceptación. La química del activista comienza a actuar. Un colocón de dopamina le hace imposible despegarse del móvil. Cada comentario a favor o en contra le reafirma. Alguien famoso comparte su publicación. El activista comienza a mojar la ropa interior. Imagina cuánta gente querría conocerle, es tan sensible e interesante, y sus pensamientos son profundos, no se limitan a hablar de investigación o diálogo; utiliza palabras de calado: Patriarcado, Greta Thunberg, inclusión, violencia estructural.

Enrique ha oído hablar ya a algunos de estos activistas en el colegio. De repente no hay clase de mates (por ese lado, bien); en lugar de eso se presenta una chica y se dispone a hablar de su estrella pop favorita: La víctima de violencia de género.
Un nuevo perfil, piensa Enrique: adolescente treintañera colocada de superioridad moral y lecturas parciales (una evolución extraña de la fan llorosa de New Kids on the Block). Pero nadie le dirá que es, razonando, lo más parecido a un skinhead que ha surgido desde 1995.
La mitad del profesorado bufa, la otra mitad está encantada. La experta en contar mujeres muertas se ve como una avanzada a su tiempo. La directora del centro desaparece del salón de actos la tercera vez que oye decir «niñes».

A Enrique le gusta en parte todo esto, no lo puede negar. Está dentro y está fuera. Ha sido un poco maltratado y un poco maltratador. Su ámbito es el bullying masculino; las niñas no le interesan en ese sentido. Tiene quince años, se sabe completamente salido, mira a su alrededor, estudia el entorno. El entorno es lo único que estudia. Ha oído decir que hace mucho tiempo que no es tan fácil como ahora provocar a la gente. Cuando cierta clase de puritanismo se vuelve a poner de moda, muchas personas tienden a pasarse tres pueblos abrazando de nuevo la “fe”. Se vuelven monjas sin darse cuenta. Luego, cuando alguien se lo dice, ya se han subido a tantos burros morales que no se van a retractar fácilmente.
Es sencillo recoger cable al poco de cagarla, cuando aún resulta anecdótico. Cuando es señal de un error de juicio de largo recorrido, la cosa cambia.

A decir verdad, Enrique Manrique (Quique Tabique para sus amigos) no encaja en el perfil de adolescente sociópata o futuro psicópata. Nunca le ha atraído la idea de matar a un gato o torturar al escandaloso perro de cierta vecina (algo con lo que ha bromeado todo su barrio).
Quique Tabique tiene una extraña mirada. Asusta un poco a los compañeros, pero a atrae a parte de las compañeras.
Un violento episodio quizá ayude a entender esto.
Cuando un activista se presenta en el colegio a decir «niñes», Quique Tabique tiene un truco que siempre funciona. A la cuarta o quinta mención de la violencia que sufren las mujeres, él murmura:
–Bendita violencia.
A lo que algún adulto presente reacciona y lo saca inmediatamente del salón de actos. Todos conocen su modus operandi. A menudo el “ponente” se aferra a ese momento para advertir de la “masculinidad tóxica” ya presente en el joven Quique Tabique. El resto de alumnos permanece a la expectativa o intenta aguantar la risa.
Uno de estos días, quizá llevado por la acumulación de adrenalina, cometió su único y brutal acto de violencia física hasta la fecha. Hacía tiempo que dos compañeros habían tomado la decisión de empujarle con fuerza cada vez que se cruzaban con él por los pasillos. Todo al grito de:
–¡Cuidado con el tabique!
Cuanto más se cabreara Enrique, más gracia se suponía que tenía.
Hacía casi dos meses que esto se venía dando. Esto pasaba cada día.
Una hora después de una de las charlas activistas, saliendo todos los alumnos de la clase, los dos graciosos se acercaron por la espalda y empujaron a Enrique. Mientras se desgañitaban de risa, Enrique se levantó y les pegó en la cara con el puño cerrado, varias veces, todo lo rápido y fuerte que pudo.
Cinco minutos después había una mujer de la limpieza fregando sangre del suelo.
Nadie volvió nunca a tocar o provocar a Enrique.

Nada como un acto público de violencia, con su contexto y todo, para labrarse una cierta reputación. Y no fue la de chaval violento, sino la de chico al que nadie debía tocar las narices nunca más. El problema de la violencia es que no es un asunto sencillo, aunque la queramos simplificar en pos de eliminarla.
En el mundo de la teoría todo parece factible, todo tiene sentido, cuadra; es como si no arregláramos las cosas porque no queremos. Luego la realidad te presenta un sinfín de variables, y te enfrenta con tu yo animal. Cuanto más civilizado sea tu entorno, más bueno parecerás. La bondad es más una cuestión coyuntural que una decisión. Eres bueno porque puedes, eres fiel por carencia de tentaciones.
Controlas tu vida como controlas la distancia de frenada de tu coche. Da igual que no quieras chocar; si se han dado las circunstancias, quizá no te quede más remedio.
Violencia a tu alrededor y dentro de ti; es uno de tus potenciales quieras o no.
La violencia de repente tiene mil apellidos. Tantos como formas hay de referirse a Dios. Todo eso siembra la mente calenturienta de Enrique. El varón aún por hacer crece ante un discurso unívoco y cerrado.
Antes la violencia era solo una y había que evitarla; pero ahora hay una escala de violencias. Todo depende de quién la ejecute y quién la reciba. No importa el resultado, importan las identidades, ideas concretas, una visión reducida del mundo para poder vender que puedes reducir la violencia a cero. El mundo de la teoría y la ingeniería social, política infantil, el arrinconamiento de la ciencia. Libros color pastel, maravillosa ideología.

Enrique hace una amiga.
Es de otra clase y parece saber valorar ciertas explosiones de violencia. Marta Gunea. Una reaccionaria del presente. Se percibe antes como persona que como chica. No se relaciona con el miedo al modo ideológico, de modo que no se siente constantemente amenazada. Bufa durante las charlas activistas y una vez fue también víctima de bullying.
Cuando tenía trece años, dos niñas de su clase la martirizaban con todo tipo de perrerías. Robo de ropa en los vestuarios, pegamento en el pelo, destrozo de portátil, pintadas de “Gunea gonorrea” y, con el tiempo, patadas, puñetazos y otras lindezas cuando la pillaban a solas en clase o por los pasillos.
Entonces un día Marta se hizo con un pesticida.
Si quieres cocinar un matarratas eficaz, tienes que mezclar azúcar y chocolate con bicarbonato de sodio. Con dos adolescentes que te pegan con bolsas de manzanas para no dejar marcas, el bicarbonato no funciona. Es mejor aplicar un poco de polvito blanco insecticida en los extremos de sus bocadillos (el primer bocado). Un poquito cada día. Búscalo en Google.
Un par de días de sabor amargo y vómitos provocados, bastaron. Todo quedó entre ellas. Vosotras no me hacéis nada y yo no busco el modo de provocaros un cáncer de caballo o reventaros el sistema inmunológico.
–Tengo el bote en la mochila.

Enrique y Marta se conocieron durante un goloso acto de violencia. La violencia que atrapa al mirón. Dos chicos de un curso inferior se pelearon en el patio. Martes, imagínate. Dos chavales rojos de rabia como tomates haciendo trizas la rutina. Se peleaban por una chica mayor.
Era emocionante, gracioso y un chismorreo a la vez. La chica formaba parte del grupo que les veía darse de hostias. Jamás había dado cancha a ninguno de los dos. Corrió un rumor falso de mamada. Una chica de diecisiete chupándosela a un Chicho Terremoto cualquiera. No parecía factible en este caso en particular. Ninguno de los dos muchachos daba el perfil de adolescente que se da largos morreos con nadie, menos aún con una chica mayor. Un pelirrojo huesudo que caía mal incluso a los profesores y una bola de grasa. Se empezaba a hablar de la “gordofobia” por aquel entonces; pero si eras un zanahorio de la vida, te podían dar mucho por saco. Eso no ha cambiado. Los pelirrojos son el precio a pagar por tener pelirrojas, ¿no?
Enrique y Marta estuvieron un buen rato intercambiando chistes de gordos y pelirrojos. El humor de mal gusto compartido estrecha lazos mejor que cualquier exhibición de virtud.
El pelirrojo sangró como sólo se podía esperar de semejante pesado porculero. El gordo, por algún motivo, acabó vomitándose encima mientras dos profesoras le sujetaban. Cuando todo acabó, los mandaron al Pie a ducharse. Nadie sentía pena o arrebatos morales. Más bien predominaba una sensación de asco.
Las manchas de sangre pelirroja no salieron fácilmente; aguantaron durante semanas manteniendo vivo el recuerdo.
El comienzo de una bonita amistad.

Quique Tabique y Marta Gunea no tardaron mucho en desvirgarse mutuamente. Lo hicieron en el Pie una tarde media hora después de la clase gimnasia. Les podían haber pillado; entrenaba el equipo de baloncesto del centro y siempre había curas merodeando. En un colegio de curas nunca estás a salvo. De repente se presenta Don Gervasio y te pilla haciendo bullying al empollón de la clase, o meando en la pista de frontón porque te daba pereza llegarte hasta el lavabo. Tienes que dar un montón de explicaciones.
El Pie es un lugar tradicional al que ir para follar. El Muro de las Lamentaciones del adolescente salido. No pocas parejas ajenas al centro han acudido al Pie para quitarse picores. Por la tarde el colegio no cierra las puertas hasta tres horas después de terminadas las clases.
Enrique y Marta se quedan rondando a veces por el patio; en parte para follar una vez despejado el Pie, pero también porque no saben muy bien dónde ir juntos. Durante un tiempo su relación pareciera forzada fuera de los límites del centro.
Pronto comienzan a fantasear con algún acto de violencia.

La violencia en un colegio o instituto es un punto de inflexión. Rompe la monotonía y da que hablar durante no poco tiempo. Hiperbolizando para que quede bien claro: Los alumnos violentos son demonizados en voz alta y glorificados en secreto.
Nadie quiere que pase nada malo, pero si pasa quieren saberlo todo. No se mantendrán al margen. Unos con la excusa de poner orden, otros para “mediar”, otros para participar. Es una historia en marcha, y adoramos las historias.
Y quien no amas las historias, es un yonqui de la política. Quique Tabique dixit.
No por nada los activistas de nuevo cuño aman la violencia; concretamente la que despierte más emociones según el momento. Les ofrece la oportunidad de posicionarse (como si el hecho de no hacerlo explícitamente te colocara en el bando de los agresores), de dejar claro su discurso, una vez, y otra vez, y otra vez. Y como saben (en el fondo) que la violencia nunca cesará, saben que siempre habrá quien les escuche. El activista más tonto querrá solucionar las cosas, eliminar la “maldad”; el más listo aprovechará para sacar partido, y ya hay muchos políticos y políticas de los que aprender sobre eso.

–También es una suerte que no todos los alumnos del mundo puedan hacerse con un AK-47. ¿Qué gracia tiene eso? Es como si un karateca participara en las olimpiadas con una pistola.
–¿Nunca usarías un arma de fuego? –pregunta Marta.
–Ni siquiera usaría un arma blanca. A mí me gustan las historias, no la política. Si te gustan las historias, entiendes la violencia. Entiendes que es imposible que no haya violencia. Convivimos con ella. Alguien que ama las historias no usa armas; las armas son para los amantes de la política; ellos siempre intentan acabar con la violencia a tiros.

Algo le dice a Enrique que hay que mantenerse alejado de la gente muy politizada. Son la máxima y peor expresión de la violencia, siempre lo han sido.
Partimos de la base de que somos violentos. Una vez entiendes esto, es más probable que sepas evitar el peor tipo de violencia. Alguien que cree que puede eliminar la violencia, un día se extralimita y comienza a tirar bombas. La historia de la humanidad está plagada de ejemplos.
Lo que no reconoceremos jamás, es que la violencia puede ser útil. En casos específicos, un pequeño acto de violencia corta una situación que provocaría mil veces más violencia de seguir su curso. Un pacifista convencido es el peor gestor posible de problemáticas que impliquen al ser humano.
Cualquier víctima de bullying sabe todo esto, aunque no sepa articularlo. También una mujer maltratada, o un soldado.

Enrique y Marta comienzan a localizar a las más flagrantes víctimas de bullying.
Se lo explican.
Esto es lo que vas a hacer:
Mañana, cuando te topes otra vez con tu agresor o agresores (los bullies suelen ir de dos en dos como mínimo), vas a provocar un acto de violencia. Lo más recomendable es ir a por la nariz. Puño cerrado y pegar lo más fuerte posible. Deja que se te acerquen; nosotros estaremos cerca por si se te abalanzan y la cosa se pone fea.
Sabemos que suena poco apetecible, pero puedes hacer esto o puede seguir todo igual que hasta ahora. Si haces esto, lo más probable es que el acoso y las agresiones que sufres cada día, se detengan. Puede que también te abronquen y te disciplinen, quizá te caiga algún castigo menor. Pero en el fondo todos entenderán lo que ha pasado, algunos incluso lo aplaudirán. Cuando lleguen a casa pensarán: Bien hecho, que se jodan.

Pequeños focos de violencia se comienzan a suceder en el centro. Durante un par de meses, parece que el mundo se va a acabar. No pocos adultos están desconcertados. ¿A qué se debe esta rebelión de los perdedores? De los pelirrojos, los gordos, los flacos, los empollones… El perdedor, el tontín oficial, carga el brazo derecho y le rompe la nariz al bullie. El patio cada vez tiene más restos de sangre. La generación más frágil y educada en poner la otra mejilla. La generación de las crisis reales y las inventadas, en que la identidad superficial es mucho más problemática que hace veinte años. La raza, los genitales, la clase social. La generación de cristal volviéndose resistente, respondona, conflictiva. Humana.
Los adultos le dan vueltas. ¿Qué ha sido del progreso?
–Tienen una idea imposible del progreso –dice Enrique–, eso ha sido.

Pronto, un nuevo amanecer.
De repente la violencia cesa en el colegio. A veces la violencia sí se puede reducir a cero.
–Aunque es temporal.
Enrique y Marta observan su obra. Se sientan en una esquina del patio y ven cómo el sol cae sobre estudiantes de todas las condiciones. Ahora todos tienen la oportunidad de divertirse, de tener amigos, de no esconderse. Todos tienen su historial de violencia, activa o pasiva, sus cicatrices. Todos tienen una identidad personal, totalmente ajena al identitarismo ideológico. Una identidad personal que no se refiere al color de piel, los genitales, la clase social o el cansino “auge de la ultraderecha”.
Nadie piensa en ello. Todos lo notan.
Los adultos siguen a lo suyo. Piensan que las charlas activistas han calado. La percepción social y mediática sigue a tomar por culo de la realidad.
Nadie se atreve a hacer bullying. Por el momento. Perciben la robustez de los compañeros. Todos han tomado nota.
–Pero cuando comience el curso nuevo, vendrá gente nueva.
Seguramente aparezcan nuevos focos de violencia. Es cíclico, es imposible mantener siempre la burbuja.
–Pero es mejor tener cicatrices que acabar suicidado o traumatizado, ¿no? –murmura Marta.
Enrique sonríe:
–Bendita violencia.

Buddha Head in Roots of Banyan Tree
January 2007, Tree — Image by © Jose Fuste Raga/Corbis

Un cuentito lumpen

Inés recién salida de clase, pescado fresco intelectual. Como para sí misma:
–Yo es que no puedo con mi vida.
Inés se revisa las uñas disimuladamente. Con ella, cuatro compañeros de curso, atentos, varones.
–De verdad que quiero comprenderles, pero la ignorancia me supera.
Café para todos, solo, está de moda entre los jóvenes concienciados de Periferia.
Inés viendo irse al camarero:
–¿A quién creéis que votó en las últimas elecciones?
Nadie contesta de verdad. Sencillamente otorgan.
–Ya os lo podéis imaginar.
Inés da un sorbo.
–De verdad que no puedo comprenderles.
El mar de fondo: una reciente discusión en clase sobre la meritocracia.
–No se trata sólo de la meritocracia. No hay valores, sólo un individualismo rampante.
Los chicos asienten, circunspectos.
–Yo quiero defenderles, en serio, es la clase obrera.
Sorbo.
–Pero no puedes ayudar a quien no se quiere ayudar.
Cada vez más estudiantes en la cafetería habitual. Sonidos cotidianos, cucharillas, tazas, reivindicaciones.
–La meritocracia no existe. Pero esos palurdos no lo entienden.

Ya en casa, Inés se da una ducha. Se enjabona a conciencia cada recoveco. Exactamente trece estudiantes se masturban pensando algo así esa noche; incluidos los cuatro compañeros de la cafetería. Son catorce si contamos al camarero, que en realidad votó a los socialistas.

Algunas de las posesiones personales más preciadas de Inés:
Una gabardina negra de tafetán Ralph Lauren.
–Fue un regalo, casi no me la pongo, ¡no quiero que me la roben!”.
Un jersey de primavera de cuello alto, blanco roto, de Vero Moda.
–Me encanta, ¡y casi no me lo compro!
Una falda lápiz Rumble59, estilo años 50.
–Retro en plan bien, tía.
Camisa y pantalones blancos de corte masculino, marca JOSEPH.
–No te digo lo que me costaron. No, tía.
Jeans anchos marca MOTHER.
–¿No tenéis calor? No pienso soltar prenda.
Una blazer larga Brian Dales.
–La llevé cuando el cumple de la Irene, ¿no te acuerdas?
Un móvil Samsung Galaxy S22 Ultra.
–Que sí, que te estoy oyendo.
Un Ipad Pro con pantalla de 12’9 pulgadas.
–Me lo regaló el Dani justo antes de que cortáramos. ¡No te rías!
Gafas Ray Ban New Wayfarer Classic RB2132.
–La resaca, tía.
Un Satisfyer.
–No es para tanto, ¿no?

Un calentón. ¿Qué día es? Los padres de Dani no están.
–Un polvo con un ex es mejor que un polvo con tu novio, tía.
Dani maneja a Inés con poca delicadeza, ella le dice que no se corte. Los arrumacos de antes se han convertido en porno amateur sin cámaras.
–Yo es que no veo porno, tía, no es real.
Dani suelta un cachete poco enérgico. Inés dice: ¿Ya está?
–Dani es que antes no sabía, chica.
Dani ahora embiste en calidad de fulano pervertido.
–Paraba en medio del magreo y te comenzaba a hacer preguntas.
Dani folla dejando sin querer ángulo para la cámara.
–¿Qué haces, Dani?
Demasiado porno no te convierte en un violador…
–Ahora folla mejor. No sé por qué.
… pero hay que olvidar al equipo de rodaje.
–Ahora no es que sea la bomba, pero al menos se deja llevar.
A Dani le gusta dar a cuatro patas. Nunca lo hicieron así de novios.
–Una vez se puso a llorar después de correrse, ¿te lo puedes creer?
Ahora no tiene que demostrar nada.
–Ahora me corro siempre con él, cosa que antes….
Ahora ya no hay política cuando follan.
–Voy cuando no están sus padres. A veces quiero que nos pillen.

Fantasear con mendigos. Lo más cercano sería la hibristofilia, que es cuando quieres follar con gente peligrosa.
–Es como si te entra un ladrón en casa y le chupas la polla.
Inés se confiesa con su “mejor amiga”.
–No creas que me siento atraída por la suciedad, pero follarte a un mendigo es como…
Un vistazo a las uñas, rubor universitario.
–Es como que… imagínate a un mendigo, tía. Ya no espera nada de nadie. Bebe de las fuentes públicas y come de la calderilla que consigue por la calle. Y de repente…
Abre los brazos y los ojos, todo expresividad y dientes.
–Y de repente una universitaria te hace una mamada.
Es como si se hubiera cruzado una línea.
–¿Qué? ¿No querrías verle la cara?
Su amiga intenta cambiar de tema, pero no hay manera.
–He visto a un tío que pide limosna cerca del Starbucks. Si se quitara la barba y todo el rollo pobre, creo que hasta estaría bueno.
Inés y el mundo; el mundo no siempre está en sintonía.
–¿Por qué pones esa cara?
Una parafilia raramente huele mal cuando se cuenta.
–Vale, vale. Ya no digo nada más. Total, no lo voy a hacer.

Inés se relaciona bien con su entorno. Es su percepción.
Algunas impresiones ajenas sobre ella:
–¿Inés? ¿La chica que siempre está en la cafetería?
–Está forrada.
–Una vez casi me lío con ella, pero no le va el rollo bi, sólo el rollo político bi, no sé si me explico.
–Está buenísima, eso está claro.
–Una vez me dijo que estaba harta de follar con niños ricos.
–Creo que le pone comer mierda o algo así, ¿la coprofagia?
–¿Es de las feministas de la cafetería?
–Está siempre con esos cuatro que se la quieren tirar.
–La que colecciona “aliados”, ¿no?
–Es buena chica, un poco tarada.
–Todos se la quieren follar, hasta las lesbis se la quieren follar.
–La de los pagafantas.
–¿La chica que habla de sexualización y se sexualiza? No, no sé quién es.
–Cada vez que habla, el Dani se corre encima.
–Las bolleras la odian y a la vez se la quieren tirar.
–Un día me dio una chapa sobre lo digno que es el trabajo físico.
–Creo que su madre la tuvo a los trece años o algo así.
–Se folló al profe de Ética y lo echaron, ¿no?
–Mi madre dice que no me acerque a ella. En serio.
–El profe aquel que iba de aliado feminista se la folló.
–¿La crudivegana?
–La princesa de Periferia, sí, el resto somos todos machistas o fascistas.
–A mí me salvó la vida. No, es mentira, ja ja.
–Es la típica universitaria, ¿no?
–Como persona no, pero como muñeca hinchable sería la hostia.
–Una chica comprometida, me gusta su forma de pensar.
–Me gusta cómo viste.
–Le veo futuro en la política.

Inés se sube en una de las mesas de la cafetería. Esto sigue a su diatriba con los mendigos.
–¡Miradme! ¡Escuchadme!
A nadie le sorprende nada de lo que está pasando.
–¿Hola? ¡Escuchadme!
Está borracha (conclusión a posteriori).
–Sólo quiero decir unas palabras, ahora que se está acabando el curso.
Empieza a llorar.
–Quiero que sepáis que sois geniales, y que estoy muy a gusto aquí en…
Empieza a vomitar. Corrimiento de sillas y mesas.

El enganche al alcohol de Inés no era algo esperado. Era factible, pero no encaja exactamente con el perfil. La gente pensaba más en drogas de diseño, o directamente coca, la mejor que hubiese en el mercado.
–Tía, la primera regla para superar un problema es reconocer que se tiene un problema.
Ahora bebe aún más café que antes. Vacaciones de verano para una alcohólica.
–Creo que seré una madre alcoholizada estupenda.
Periferia arde entrado julio.
–No me mires así, tía.
Encaja a la perfección; futura madre cuarentona con sandalias de tacón de “estar por casa”, ropa interior cara y algo transparente encima, con vuelo.
Una MILF de serie de los noventa.
–Mi marido estará por ahí follando con chicas blanquitas alienadas, pero yo me buscaré a un buen negro que me taladre. Los negros son mejores en todo.

Sus padres la obligan a ir a un programa de Alcohólicos Anónimos. Organizan a los adictos por franjas de edad. Alcohólicos universitarios Anónimos.
–Está guay. No hay viejos verdes ni feministas desfasadas.
Allí hace otra “mejor amiga”.
–Es increíble, tía, no se depila desde hace cinco años.
El lugar acaba siendo el mejor sitio para pegar tragos; da igual que no lleves alcohol ni dinero.
Inés llevaba una semana sin beber una gota antes de asistir.
–No se lo digas a mis padres. Tampoco lo de los rezos.
Al final de cada día se anima a los adictos a practicar un rezo, religioso o no, dando gracias por haber superado otro día.
–Yo le rezo a Frances Farmer.
Nunca ha estado más borracha que allí.
–Puedo enseñarte a fingir sobriedad. Va sobre todo de localizar puntos de apoyo.
Comienza a follar a diario en cualquier lavabo con uno de los veteranos que lleva el programa.
–Nunca había visto una polla blanca así. Es como si estuviera recalificando mi coño.
Aprende a coser dobles fondos en los bolsillos, a esconder petacas no rígidas.
–A prueba de cacheos, tía.
Perfecciona su actitud de alcohólica funcional; nadie parece sospechar nada en las reuniones.
–¿Suena raro si digo que es el mejor verano de mi vida?
Se pasa a diario por los distintos puntos de encuentro, sociable, recta, amable. No habla de política, no comenta la actualidad, se aguanta la meada para no levantar sospechas.
–Me recuerda a cuando me saqué el carnet de conducir. Haces acto de presencia, todo es un tanto falso, artificial. Repites las consignas, fichas al modo social.
Su nueva “mejor amiga” es la proveedora principal, la prestidigitadora de la arcada. Conoce todos los tipos de prendas y petacas.
–No tiene tanto mérito, empiezo a sospechar que los tres veteranos que llevan el asunto se hartan a follar allí (sí, se folla a cambio de vista gorda). Creo que ellos también siguen bebiendo.
Las reuniones carecen de sentido desde cualquier punto de vista.
–Es como la ley seca; ahora me da más morbo beber que antes, y bebo mucho más que antes.

Aguanta así un mes y medio, a dos reuniones diarias.
El vómito la vuelve a traicionar.
–¿Te lo puedes creer? Le vomité a mi sobrina de cuatro meses encima. La pobre estaba chapoteando en la cuna.
El incidente despierta suspicacias. Su padre revuelve su habitación como lo haría un policía racista con un rapero.
–Encontró hasta los chicles de menta extra fuertes.
Adiós a las reuniones.
–No se lo digas a nadie, pero echaré de menos esa polla blanca.

Dani quedó al margen gradualmente.
–No le culpo, de veras. Lo que no le perdono es que se haya liado con esa furcia pelirroja.
Lily.
–Esa guarra con la espalda hecha polvo. No puede estar bien.
Lily, la nueva novia de Dani, tiene pechos como dirigibles y gusta de lucir escote. Inés nunca ha tenido mucho pecho.
–Y no es solo por las tetas. Esa tía vive para montar pollas de subnormales y hacer cubanas a tontos del culo. Está pensada para dar placer al gilipollas de Hermandad promedio. Una hija sana del Patriarcado.

Acabándose el verano (y las vacaciones), Inés comienza a seguir habitualmente a Dani y Lily. Luego comenta la jugada con su “mejor amiga” primigenia.
–La tía le mete la mano en el paquete cada vez que puede.
Papá y mamá buscan un nuevo centro de Alcohólicos Anónimos.
–Todo lo que tarden es todo lo que yo me bebo. Luego ya veremos una vez allí.
Se ha comenzado a sentir rara con la ausencia de Dani.
–¿Puedes creer que ande enchochada de mi ex? Sólo decirlo en voz alta me suena a confesión de un pederasta.
Papá decide reducir la paga.
–Cree que así me aleja de las drogas. Papá, el mundo es enorme y variado, y está lleno de gente. Y la mitad de esa gente me quiere follar.
Entonces llega el día del accidente.
Entrado septiembre, Dani y Lily se la pegan con el coche una noche. Se saltan un semáforo mientras ella le hacía una felación (él lo confesará sin el menor atisbo de vergüenza).
Lily tiene numerosas heridas, pero nada irreparable. Dani comienza a ver escaleras por todas partes. Una invasión a nivel mundial.
–Me he pasado la noche llorando. No quiere hablar con nadie.
Nadie sabe muy bien lo que ha pasado, aunque pronto se destapa la lesión de espalda. Los médicos niegan mirándose los zapatos. El pésame habitual para el tren inferior.
–Pero esa guarra como si nada. Ahora se buscará a otro tontín al que joderle la vida.

El conductor del otro coche salió milagrosamente ileso.

Para octubre, Inés ya está en otro grupo de A. A. Lleva unas dos semanas sin beber. Ve a Dani día sí día no. Uno de los médicos consultados le ha recomendado un programa de rehabilitación. La posibilidad de recuperar las piernas es ínfima, pero dicho doctor tiene sus dudas.
Inés empieza a sospechar un alto grado de patetismo en su propia vida hasta la fecha. Se entrega a cierta actitud contenida. Guarda silencios que antes no guardaba. Lee más y escucha más. Los interlocutores empiezan a jugar un papel en su vida. Se hacen presentes, de carne, son algo más que identitarismos y una réplica que ignorar.
María, su mejor amiga primigenia, dice:
–¿No te vas a beber el café?
–Casi me lo he bebido.
–¿En qué estás pensando?
–Estoy pensando en Lily la guarra.
–¿En serio? Yo de ti me olvidaría de eso.
–La tía se ha desentendido, ¿lo sabes?
–Ya, bueno, ¿y qué? No es mejor que alguien así se vaya a tomar por culo? Que haga lo que quiera.

Esa era la idea. A tomar por culo. A Inés le gustaba, olvidar ese asunto, una mala paja cubana del pasado. La tetona de tiempos mejores. Si es la clase de persona que se esfuma cuando las cosas se tuercen, es mejor olvidarse de ella.
–Pero es que ayer la vi.
–¿La viste?
–Sí…
–Dime que no hiciste nada.

Lily paseaba del brazo de un chico fitness por el centro de Periferia. Silla de ruedas nueva, vida nueva. Era una cuestión de formas. Puedes hablarlo y afrontarlo, o bloquear en redes sociales. Que tu churri de repente no pueda andar trastoca tus planes de kamasutra. Pasar de ser 100% novia a 50% cuidadora, quieras o no, pone a prueba tu relación.
Inés se puso delante de la pareja, mirando a Lily a los ojos. Se tuvieron que detener. El tipo no entendía nada. Quizá pensó que unas tetas así vienen con recargo. Lo que te dan por un lado te lo quitan por otro.
–Tú, puta.
El primer argumento de Inés.
–¿Tú quién eres?
–Eso da igual, eres una puta.
–Oye, ¿nos puedes dejar…?
–Mírame a los ojos y dime que eres una puta.
El chaval se mantenía ajeno como quien piensa: pelea de gatas, típico.
–Soy una puta. Ya está. ¿Contenta?
–Pues mira. No.
Entonces Lily atajó. Sin añadir nada más, lanzó con sorprendente agilidad su pierna derecha y pateó la entrepierna de Inés.
Una pareja de universitarios se acercó enseguida, uno atendiendo a Inés y el otro encarándose con el fulano fitness.
–¿A ti qué te pasa, eh? Voy a llamar a la policía.
–Colega, que yo no he hecho nada.
–¿Qué tú no has hecho nada? ¿Entonces quién lo ha hecho?
Imagínate a Musculitos intentando entender la coyuntura. El perfil de tío que sólo busca unas buenas tetas y un coche suave como el culo de una quinceañera cuando lo pones a doscientos cincuenta (el coche, no el culo).
Inés se incorporó y aclaró el asunto. Costó un poco convencer a los universitarios. A esas alturas Maromo fitness ya era para ellos el esclavista de dos chicas indefensas y evidentemente alienadas.

Ahí fue cuando Inés lanzó el puño derecho y le rompió la linda naricita a Lily.

–Naricita respingona y tetas grandes. Fue como reventar la guinda del pastel.
–Joder, Inés.
–Tranquila, no fue para tanto.
Inés acompañó a Lily al hospital.
–Un paquete de kleenex echado a perder en una pechugona insensible.
–¿En serio la acompañaste al hospital?
–Le tendí una celada.

La planta de rehabilitación. Lily tapándose la cara con un montón de pañuelos, y de repente tiene delante a Dani, ayudado por dos enfermeros a sentarse en su silla de ruedas.

–Rompió a llorar como una estúpida, como una villana de instituto americano.
–¿Le dijo algo a Dani?
–Le soltó el abc de la reina de los culebrones. Que si no podía soportar verle así, que si lo sentía mucho pero tenía que seguir con su vida (refiriéndose a ella misma).
–¿Y Musculitos?
–Ese estaba ya de vuelta en el gimnasio, supongo, o metiéndola en algún tubo de escape.
–¿Y la naricilla?
–Dijeron que le quedará perfecta, aunque noté ciertas reservas. De todas forma nadie le mira la nariz, ¿no?

Dani bromea a menudo, demasiado quizá, con suicidarse. Ve a un psicólogo dos veces por semana. Inés va a verle y hablan de absolutamente todo.
–La polla se me pone dura. Sólo quiero que lo sepas.
–La verdad es que no había pensado en tu polla, aunque no te lo creas.
–Es verdad, no me lo creo.
–Pero es bueno saber que aún podrás lucir la bandera que sea.
–Soy poco de banderas.
–Da igual. Ya encontraremos a alguna prostituta que se dedique a los lisiados.
–A veces no sé si estás de broma o no.
–Últimamente más que antes.
–¿Y eso?
–Paradójicamente, cuanto más seria se ha puesto la vida, menos en serio me la estoy tomando. O más bien, menos en serio me tomo a mí misma.
Dani bebe un buen trago de un zumo de naranja exprimido por mamá.
Cuando no puede más, mentalmente, suele romper a llorar. Es entonces cuando Inés intenta calmarle (imposible aún), y cuando él finge estar mejor, ella aprovecha el impasse para irse. Todos tenemos un poco de Lily, piensa.

Un café sola en una terraza. Una nueva costumbre. El tiempo cada vez pasa más rápido. Antes los días eran aventuras, ahora son viñetas. Inés se pregunta si es por su nuevo estado de sobriedad. Sospecha que no.
Se imagina el posible futuro, la foto: ella de pie, sonriente; Dani relajando los músculos de la cara, en su silla de ruedas.
No lo tiene claro. Para la Inés de hace dos años habría sido cristalino. Una mezcla de pena infinita e ideología hubiesen tomado la decisión por ella.
Ahora, por más que le pese, se está amoldando a un mundo que también es material. Debilidades, contradicciones. Egoísmo. Lo tiene Lily, lo tiene Inés; siempre lo tuvo. Lo tiene cualquier chico que haya conocido, y sobre todo cualquier adulto cuya experiencia como estudiante quede ya lejos.
Sólo que no siempre es egoísmo. A veces no lo es en absoluto. Son supervivientes. Una persona honesta se parece más a un superviviente que a un activista.

Apura el café. Un vistazo a las uñas. Se siente por primera vez persona antes que mujer. Se percata de ello. Esto caerá como una bomba, se dice.
–Yo es que no puedo con mi vida –murmura.

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