La alegría del pirómano

¿No os encanta octubre? Empiezo a ver venir mis fechas favoritas del año. Las que tanta gente odia. Quizá por eso tengan sentido. Las temperaturas empiezan a estabilizarse, a bajar. La tarea se dificulta, pero también se vuelve más emocionante. Mi número de contacto sigue circulando en la base del iceberg. La deep web es más representativa, y es un alivio su carencia de superioridad moral. No hay nadie señalándote con el dedo.
No es que ya no tenga vocación, pero atreverse con el fuego más allá del condicionamiento moral te convierte en un imán de dinero. Hay bomberos por todas partes, pero dejadme vacilar: eso no tiene ningún mérito. Hasta van por la calle con una sirena, hasta los streapers se disfrazan de bombero (hasta los propios bomberos parecen streapers).
No existe tal cosa como el encanto del pirómano, pero “hacer el bien” es muy a menudo un reducto de cínicos y valientes de boquilla.
Es lo de siempre, no hay que fiarse de los buenos porque podrían ser malos en el fondo (si es que crees que el mundo es una división entre buenos y malos…), pero de todos modos la bondad ya era un terreno minado. No hay nada más envenenado que las buenas intenciones, y quizá nada más discutible y comprensible que las malas. Todos los que me han llamado eran buenos justo antes de marcar mi número. Porque no eran buenos, y quizá tampoco malos. Porque la bondad es una Idea, pero el ser humano lleva muchas otras dentro. Y está todo mezclado; el ser humano finge coherencia, madurez o inexperiencia, pero yo ya le robaba el mechero a mi padre a los ocho años para quemar insectos y hojas secas.
La vocación no es necesariamente ir a la universidad o mancharse en un taller, se puede manifestar de muchas formas, también contribuyendo a la tasa de mortalidad. Y esto no es limpio y lejano como el curro del francotirador. Quemar a la gente siempre es, necesaria y oficialmente, cercano, trágico y teatral. Puede que sea menos elegante, pero es más doloroso, y la mayoría de clientes no quieren que sus enemigos mueran, quieren que sufran. La muerte es una cuestión secundaria, porque es aburrida, porque siempre llega.
Por desgracia, la tarea no siempre es tan emocionante; a veces, la mayoría de veces, se trata de quemar cosas. Sobre todos casas. Cosas para cobrar seguros o engañar o estafar o joder al suegro o el cuñado de turno. Algo que me encanta de la Navidad es el protocolo familiar, el infinito número de capas de artificio que hay ahí. Por mi demonizada labor, sé de sobras que el ámbito familiar es uno de los más violentos y miserables que existen. Nunca me ha extrañado que las mafias estén todo el día con la palabra «familia» en la boca.
La doble moral ajena te molesta hasta que comienzas a celebrarla. Hasta que te haces rico con ella.
Hacerse rico es la mejor forma de riqueza: el cariño y la amistad están bien, pero están sujetos a “códigos” humanos de comportamiento, y no hay nada más inestable, no hay nada que corrompa más; hay unas cuarenta formas de amar que corrompen más que el dinero.
Te cuento algo terrible: hay maneras de quemar entera a una persona sin que muera. Los incendios controlados no sirven sólo para quemar rastrojos. Puedes pedirme lo que quieras, pero has de saber que te va a llegar la factura, y que quemar cosas o gente significa planificación y tiempo, y una nada desdeñable dosis de valentía (o de cobardía, o de maldad, elige tú la etiqueta…). Precisamente cuando haces algo con gusto, es cuando el trabajo se agrava.
Si no me pagas, te perseguiré con antorchas, y no será una metáfora.

La fantasía principal es quemarme algún día a lo bonzo. No soy estúpido, o sí, pero sé que es muy doloroso quemarse. Lo interesante sería hacer una lista de accidentes peores que quemarse. Nos llevaríamos sorpresas. Mucha gente elegiría quemarse antes que hablar en muchos casos. Quemarse parece un suicidio bíblico, pero lo prefiero a lo de quemarse en su acepción metafórica, lo de crecer, odiar tu trabajo, aburrirte de tu pareja y tener un hijo. Sé que ya es un cliché lo de odiar el núcleo familiar o heteropatriarcal, y no quisiera sonar como un activista digital, pero la mayoría de mis clientes suelen tener hijos, proceden de ese entorno. Hombres que quieren que su mujer arda, mujeres que quieren que sus hijos ardan, y también hijos que quieren quemar a sus padres. La gente suele tenerlo muy claro; sólo necesitan un impulso. La mayor parte de las veces se echan atrás, pero cuando no, me presento yo.
Primero creen que son buenos, y luego descubren que sólo son personas.

Nadie quiere que arda un bosque, pero todo el mundo mira con fascinación cuando lo hace, apaciblemente horrorizados, mientras la novedad les acuna. Lo aprendí a los seis años, con los dedos negros. Entonces me pareció un rasgo de hipocresía inaguantable (aunque no supiera articularlo); ahora creo que la ética que impera es la de la venganza y el espectáculo. Lo que hace la gente buena, si es que tal cosa existe a cierto nivel, es callar, apartarse, alejarse y morir. Tanto los villanos como los héroes están hechos de ese material que te encula si se te cae el jabón.
Sólo contaré una aventura, sin enseñanza alguna, sin moralina, sin extenderme ni enorgullecerme, pero sí con alegría. Y con sorpresa. Soy peor que tú, piénsalo si quieres, acuna esa idea, rézale a tu amada jerarquía, pero elige una iglesia que no arda.

Personalmente, prefiero buscar el material adecuado, el punto débil. Y nunca es tan fácil como con la Estrella de la Muerte. No uso latas de gasolina, nada de ayudas líquidas; no quiero pasearme con complementos. Mechero o cerillas, sin más. Soy sigiloso, procuro no vagar despreocupadamente de noche como la célebre figura de la ama de casa pirómana; la señora mayor que se harta de la tele y piensa que nunca la culparán precisamente a ella. Hace lo que tiene que hacer, y luego espera el boletín informativo. Entiendo ese sentimiento de hastío, pero el problema de actuar sólo desde las emociones, es que no suele surtir efecto. No puede ser sólo una cuestión de matar el aburrimiento, por muy abrumador o de clase obrera que sea.
Te pillan.
No te queda más remedio que estudiar. El entorno, los horarios, los tránsitos, qué luces se apagan y cuándo, la posibilidad de cámaras de seguridad, quién tiene la manía de mirar más por la ventana… Son varios días de un trabajo inusual, solitario.
Es tan complejo como elegir exactamente el momento adecuado, y hacer que prenda. Nadie te va a pagar por quemar un parque natural. No es que en ese ámbito no haya términos legales o dinero, pero lo que le interesa a la gente se suele encontrar en el núcleo urbano.
Una chica me contactó. Su correo era corto y explícito. Se trataba de su novia, de la casa de su novia, con ella dentro. No siempre es fácil saber cuándo la vivienda está habitada, aunque hay que reconocer que la noche ayuda. El horario de máxima audiencia. La relajación después de la cena. El reality de mierda. El placer culpable se ha cobrado muchas víctimas.
La contratante me dijo que ella tenía coartada, iba a estar fuera por trabajo, atenta a las noticias.
Estudié durante tres días la zona. La casa era bonita. Pequeña, supongo que moderna. La víctima era periodista digital, sus artículos tenían ese tono de guerra de trincheras, impostado, agresivo, directo, verdad absoluta tras verdad absoluta, todo forzado y trufado de ideología. Subjetividad complaciente para un lector que busca que le vuelvan a dar la razón otra vez. Periodismo de target.
¿De qué se trataba? No necesariamente de matarla. Si la casa quedaba achicharrada, yo había cumplido. La contratante no fue precisa con eso, supongo que no sabía hasta qué punto hay supervivientes en un incendio. Sólo tenía una especificación.
Espera a que se duerma.
Tenía horario de niña buena, con lo cual bastaba con esperar a las dos de la madrugada. No antes, pero tampoco mucho después. Se trata de no pillar a nadie escuchando la radio, o pegando la meada de madrugada. Es un cálculo a ojo, pero es un buen cálculo.
Aquello tenía madera suficiente para una barbacoa de gigantes. Nada de imitación, todo la mar de mono. Sospechaba que los papis habían echado una mano.
Todo estaba en calma. El viento a favor, literal y figuradamente.
Y vaya, con jardincito.
Primero de Piromanía.
El fuego habló alto y claro, con voz de tenor. Fuego de octubre. No pasaba nadie por delante, no miraba nadie, no había ningún héroe, sólo proliferan los que tienen capa. Me quedé más tiempo del habitual. Me escondí entre las sombras, un callejón frente a la casa. Ya había dejado una cámara grabando. La gente no se conforma con el telediario. Conozco al menos cincuenta formas de esconder una cámara. Nunca desconfíes de la pasividad de la policía.
Y entonces…
El avión.
Desde crío había fantaseado con ello. Con ver un accidente aéreo. No en una exhibición, nada de suicidas deportivos. Un accidente aéreo de verdad, un avión comercial repleto, ardiendo camino al suelo. Venía hacia mí, pero no venía hacia mí. Comencé a correr, a alejarme de la casa, llevando la contra al avión. No estaba seguro de estar haciéndolo bien, el ruido era cada vez más atronador. Era la dirección adecuada, exacta. Un aparato de semejante envergadura no tenía que apuntar mucho. Se iba a llevar medio barrio por delante. Vi cómo ese monstruo de metal pasaba a unos cincuenta metros por encima de mí, torcido, planeando sin control. El fuego de los dos motores incendiados me abrió los poros. El morro se estrelló justo contra mi casa, ya parcialmente quemada, con la víctima inconsciente por el humo (eso sigo pensando). No me preocupaban las inconsistencias en una futura investigación, los investigadores con capa tampoco proliferan. Esto sigue sin ser una serie de la tele. La explosión, no sé bien cómo a esa distancia, me tiñó la ropa de negro. Esperé un momento: un paisaje de guerra ante mis ojos. Corrí en dirección al desastre, como había hecho toda mi vida. Necesitaba la cámara para tener la prueba del trabajo hecho. Estaba todo arrasado y calcinado, la cola del avión troceado a unos cien metros. La casa convertida en una fotocopia negra en el suelo, o como la superficie de la luna salida de una impresora en 3D.
Lloré. Y no fue por la tragedia, sino por el espectáculo. Era insuperable, y me sentí pequeño, y por primera vez inofensivo. Y emocionado por ello. La cámara estaba semienterrada, como la dejé, aún funcional. Corrí con ella hasta llegar a una zona propicia para los taxis. Al final llamé por teléfono a uno. Tarde lo que el taxista tardó en mirarme en descubrir que tenía media cara quemada.
–Tío, ¿te llevo al hospital? –me dijo.
Esto va de cómo a mí se me provoca un ataque de risa, pero no era fácil llegar hasta aquí. Lo que vi era lo que yo buscaba, y yo era incapaz de crear algo así, y me sentí afortunado, me sentí en El Centro. Esto va de la mirada que me echó el taxista. No comprendía. No podía hablarle de la belleza ineluctable del desastre, del egoísmo natural del espectador, de la alegría del pirómano.

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