80 ILEGIBLES (1 de 80) – Un céntimo

Durante un largo paseo más, acercándose el verano, bordeando las vías del tren, habiendo atravesado una zona residencial y un polígono industrial, vi una moneda en el suelo.
Procuraré contarlo todo, a veces se me ha acusado de parar cuando llega lo mejor (y en distintos ámbitos).
Era una moneda pequeña, cerca de los raíles, podía ser de un céntimo o de dos. En estos casos puedes llegar a dudar. ¿Me agacho? ¿Es ridículo hacerlo por uno o dos céntimos? Si no tienes mucha pasta, si tu familia no tiene mucha pasta, si tu cuna no fue de oro, sino un regalo generoso o una costosa compra, quizá sea mejor no dejar pasar la más mínima cantidad económica regalada. Que yo sepa la gente siempre espera el cambio, incluso cuando es calderilla miserable.
Cuando me di cuenta, me había detenido a mirar la moneda en el suelo. Era de un céntimo. La mínima expresión material. Siempre se bromea con no haber visto jamás un billete de quinientos, pero es probable que ciertos ricos herederos jamás en su vida vean un céntimo solitario.
Siempre me pregunto por el atrezo para la mafia en las películas. Esos maletines llenos de pasta. Se supone que eso debe impresionarte. En mi caso lo hace. ¿Esa pasta falsa se habrá intentado aprovechar alguna vez? Pensaba en cosas así mientras miraba la moneda, mientras algún obligado paseante que se calzaba una bolsa en la mano para recoger mierda del suelo me miraba mirar la moneda. Entre un perro y una moneda, lo tengo claro, pero hubiese agradecido un euro, o al menos cincuenta céntimos. Un tercio de un café. Un apoyo para sacar tabaco.
Normalmente, un céntimo es el único regalo sin coartada que puedes esperar del mundo. El resto de regalos suelen ser o bien protocolo o bien interés.
Un céntimo es representativo.
Un céntimo alberga poder metafórico.
La verdad es que un céntimo me pega mucho.
En cuestión de segundos (puede que minutos) establecí cierto vínculo con la moneda. Daba cierta ternura. Pixar podría dotarla de vida y hacer una película asombrosa con ella. Harían falta, eso sí, unos tres años y unos ciento cincuenta millones de dolares. Así de difícil, trabajoso y caro puede ser sacarle partido a un céntimo.

Me di cuenta de que alguien sin perro merodeaba cerca, cada vez más cerca. Parecía un mendigo, aunque quizá era de alguna nueva tribu urbana, lo siguiente a los hipsters. Quizá más calculadamente desasatrada, puede que más ideologizada, o con aún más dinero. El nuevo idealismo de salón.
Pero se acercó un poco más, y era un mendigo.
Yo miré la moneda y le miré a él. El perfil habitual del mendigo: hombre, unos cincuenta años, socialmente desechable. No da la suficiente pena, da el suficiente asco.
Miré nuevamente la moneda, me agaché y la cogí. Me la metí en el bolsillo trasero del pantalón. Miré al tipo. Tienes que entenderme –intenté decirle sin hablar–, me gusta esta moneda.
Sabes que no te va lo suficientemente mal cuando tus gustos aún pueden competir con tus necesidades.
El tío se dio la vuelta y se fue, no sin antes mirarme, diciendo en silencio: No eres NADA original.

Estaba acostumbrado a sentirse así. Yo también.

Al cabo de pocos minutos, algunos dirían que el karma intervino. Continué bordeando la vía, pensando que el céntimo sería mi moneda de la suerte. O al menos la moneda que ya siempre llevaría encima.
Algo cada vez más importante que perder. Cuanto más tiempo, más valor. A veces los sentimientos se pueden fabricar.
Decidí que comenzaría a trabajar en mi apego por los objetos, ya que las personas no se me dan muy bien, y los animales me interesan más o menos como tener hijos.
Una moneda está bien. Parece a salvo de frases hechas y gilipolleces. Nadie vendrá a decirte qué tienes que hacer con tu moneda. A nadie le importará. El concepto me parecía bonito, aunque sabía muy bien que en eso tampoco corría el riesgo de ser original.
La moneda que prácticamente le robé a un mendigo común. Rabiosamente actual. Puede que hasta cuqui. Me podría haber inventado algo para Twitter. Selfie para dos. “Él es Álvaro, vive en la calle, hemos estado charlando y le he dado un céntimo que me he encontrado”. El encriptado de: Queredme, por favor.
Haz una cosa, cuenta otra, denuncia a los teóricos malvados, señala, sospecha, abomina lo de antes y glorifica lo de ahora. Autocanonízate.
Di un traspiés. Es algo bastante habitual en mí. Era lo primero que me pasaba tras haber encontrado la moneda. A punto de pasar el tren de las tres y diez. Caí sobre la vía, claro. El tren hizo sonar su claxon. Me aparté a tiempo de poder pensar que había vuelto a nacer. No sabía si había tenido suerte o mala suerte. Cuando el tren se alejaba, unos de los vagones explotó. Pero eso es otra historia.

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