Gilipollas perdidos

Puedo decir algunas cosas sobre el problema de no encajar en el relato ideológico dominante. El que se ha de subrayar y nunca discutir para no parecer sospechoso. ¿Sospechoso de qué? De ignorancia, en el mejor de los casos. De no saber renovarse o ir con los tiempos. De estar demasiado recluido generacionalmente. Pero también de fascismo, sí. De racismo, misoginia, xenofobia… Todo el pack de lacras históricas. ESE relato dominate dice combatirlas todas; y partiendo de esa premisa, todas las teorías deberían comprársele; las supuestas certezas, todos los acientifismos y conclusiones parciales.

He cogido la manía de taparme la cabeza con un cojín. No siempre es cómodo; es como si necesitara atenuar parte del ruido, susurros electrónicos, pantallas de ahí afuera. Ya no puedo dormir sin cojín. Ladridos, roce de neúmáticos, paisanos que dan vueltas sin aparente rumbo. El exterior torpedea mi escaso equilibrio.
Soy cada vez más selectivo, con el sonido, con las imágenes, también con el texto impreso. No quiero versiones de la realidad, quiero verdad. Y eso sólo me lo puede dar la buena ficción.

Escuché esto en una terraza:
–Hay una cosa que os falla a las “buenas personas”. Tenéis empatía selectiva. Decís que os preocupáis, que sois abiertos, que sois empáticos. Es mentira. No lo sois más que aquellos a los que señaláis; a veces incluso sois mucho peores. Es una de las cosas que he descubierto.

La gente, cierto tipo de gente muy intransigente ahora, un nuevo tipo de gente intransigente, se podría decir, acepta que una pareja hetero se reparta las tareas, pero no que el reparto coincida nunca con el reparto tradicional, con las dinámicas del pasado. Aun en un entorno de libre elección, no quieren reproducción alguna de un modelo anterior, ninguna coincidencia, ningún chiste al respecto. No les importa tu raciocinio, y han dejado atrás el suyo en nombre del progreso (junto al sentido del humor): sólo les importan sus emociones.
Puede que dichas emociones sean inestables, de segunda mano, caprichosas, contradictorias, arbitrarias, hasta injustificables a veces. Pero es lo único que importa.

Yo no tengo ese problema.

Tengo un amigo escritor. Publica y hasta gana algo de pasta con ello. Nunca dice que es escritor. Mi idea de lo que es ser escritor tiene mucho que ver con mi impresión lectora. Quizá sobre el papel sólo sea escritor quien figura como tal en los papeles; pero yo creo que es escritor quien escribe lo suyo; quien está al margen no por premeditación, sino de forma natural. Es escritor quien escribe, no quien maquina y abraza tendencias.
Mi amigo escribe. A veces mejor y a veces peor, supongo, pero nunca lo de otros; nunca se sienta a coger un remo junto al resto para llevarnos a todos en la misma dirección.
Como dirían muchos, no se le puede sacar de casa. Y no es que no sepa lo que hay. Ambos crecimos en un ambiente de tendencia izquierdista. Nunca hubo fanatismo como tal, creo, pero en los últimos años, gente que no estaba crispada ni muy atenta a la política, se ha convertido. Creo que hay dos tipos de personas así: las que han llenado con ideas efectistas un vacío que antes llenaba la religión; y las que han encontrado respuestas simples –a veces presentadas de una forma complicada– a preguntas complejas, y han decidido que por fin el mundo es sencillo.
Cuando crees que algo está clarísimo como el agua cristalina, te puedes cabrear mucho si alguien te dice que quizá no sea así.
La creencia, la fe ciega, en la forma que sea, te reporta tanto alivio, que no quieres saber ni contrastar nada más.
Es una pirueta social interesante. Antes la gente se reía del viejecito que escuchaba el transitor en su aldea, siempre la misma emisora, y que por ende vivía manipulado por una sola línea editorial.
Lo más difícil, sin embargo, es no ser como ese viejecito. Mucha gente es así aun con acceso a internet. Ven el mundo a través de tres medios que dicen siempre lo mismo y apuntan siempre en la misma dirección. Es como seguir a un equipo de opinión sincronizada.
Así es como te vuelves gilipollas poco a poco. Gota a gota.
Es MUY difícil no ser gilipollas, y más ahora que la política está de moda.

Escuché esto en una terraza:
–Empezáis queriendo ser iguales, hombres y mujeres, y poco a poco cambiáis silenciosamente de opinión y acabáis siendo como vuestros padres. No veo más que gente trayendo criaturas al mundo después de haber jurado no tener hijos nunca. Y la misma actitud afecta al trabajo, la crianza, las tareas del hogar… Puede que os disfracéis de Thor y Spider-Woman dos veces al año, pero para ciertas cosas volvéis corriendo al siglo XIX.

He vivido momentos de auténtica tensión. Reuniones de gilipollas. Antes te reías con todo, se asumía que lo sano es ver las cosas con cierta distancia. O no te reías con todo, pero no eras tan frágil como para ofenderte con chistes, películas, canciones, carteles, microgestos, roces, minucias, equívocos, sandeces…
Una persona se cabreaba o entristecía si su pareja le ponía los cuernos, si un familiar enfermaba o fallecía, si había un accidente grave, si corría la sangre, se iba el dinero o se avistaban de verdad peligros de ese calibre.
Y entonces llegaron las “nuevas sensibilidades”.
Imagínate a mi amigo el escritor, el azote de las terrazas, reunido con los nuevos devotos. Cuando hablo de él sin él presente, nunca digo que es él. No quiero que le odien más por algo que opine o haya dicho.
Yo he discutido a veces con él. Una vez hizo llorar a la nueva novia de un amigo común hablándole con pelos y señales sobre los inicios del feminismo, de León Richer como potencial auténtico creador del movimiento.
La chica había dicho que era feminista como quien dice que su color favorito es el azul.
Lo que mi colega olvida a veces, es que normalmente la gente no sabe de lo que habla, ni siquiera para equivocarse con cierta base. Sólo asumen las nuevas tendencias, el nuevo lacito, la nueva idea que les puede hacer encajar.
La gente quiere ser buena. O mejor dicho: la gente quiere parecer buena.
¿Qué podrías decir para parecer bueno, bienintencionado, ubicado en el “lado correcto de la historia”?

Escuché esto en una terraza:
–Ahora decir que eres feminista es la nueva forma de decir que no lees, no escuchas, no te informas y no piensas.

Quizá seas el nuevo viejecito del transistor. Aunque quizá a ti sí se te quieran follar cada dos por tres.
La gente joven parece haber cambiado la fantasía de la anarquía por un abrazo cálido del sistema.

En una reunión tensa, una cena relajada entre amigos, hacia el final se levantaron tres de las chicas –éramos unas diez personas, una multitud, casi todos gilipollas perdidos– y se fueron a la cocina. Era el piso de una de las parejas. Era verano, éramos teóricamante felices, oficialmente jóvenes, pero de golpe estábamos todos MUY concienciados. Habíamos abrazado la ideología de género, hablábamos orgullosos –henchidos de nuevos conocimientos– sobre cómo las chicas entraban gratis en las discotecas porque se las utilizaba como reclamo y se las cosificaba y movía como si fueran pescado en el puerto, etc. (Honestamente, ahora todo eso me parece irrelevante). Y cuando estas chicas se fueron a la cocina y empezaron a –en principio– fregar platos (pecado mortal de género), se desató el drama. Otra de las presentes nos señaló a los cuatro tíos asistentes. Utilizó el dedo índice, literalmente. Uno de nosotros formaba parte de la pareja que vivía en el piso. En conjunto, éramos varones blancos privilegiados que no estábamos fregando platos.
Ni siquiera sabíamos lo que pasaba, ni que nadie se hubiera levantado a fregar platos. ¿Quién estaba fregando platos ya? ¿No se suponía que era una cena relajada entre amigos?
–¿A mí que me cuentas? –susurró mi colega escritor.
La chica que había alertado sobre el panorama altamente machista que se había desatado, fue hasta la cocina y sacó a rastras a las tres chicas. Ni siquiera estaban fregando nada, estaban fumando. A nadie le importaba, no había ninguna crisis de género. Pero se decidió que , pasaba algo, algo muy grave, típico, inercia patriarcal: tíos rascándose los huevos –seguramente por haber estado fornicando previo pago el día anterior–, estaban sentados sin hacer nada mientras las mujeres lo hacían/construían/lavaban/criaban todo.
Una situación insostenible para los nuevos parámetros ideológicos.
Mi colega escritor se levantó y se desplazó cual Homer en el meme del arbusto. Una cosa hay que dejar clara: así como yo sí me dejé llevar por los cantos de sirena de la ideología de género al principio (quizá pensé que eso me ayudaría a conseguir sexo), mi colega nunca lo hizo. Leyó el partido rápidamente, caló a los equipos, habló con el árbitro, se paseó por los vestuarios, hizo sus quinielas y, como un ciclista fuerte mentalmente, durante un tiempo reservó fuerzas.
Aún había varios puertos por delante.
Cuando veía que algo se volvía irracional, se apartaba. No decía nada, no se despedía, no sonreía y, sobre todo, no discutía.
Cuando me quise dar cuenta, ya se había ido.
Un semidesconocido y yo acabamos fregando platos con gusto en la cocina. Una vez pasada la tormenta, nos sentíamos bien. Estábamos cumpliendo con el nuevo el orden, pidiendo perdón con actos. Deconstruyéndonos, en definitiva.
Todo tenía sentido.

Escuché esto en una terraza:
–No es lo que haces, sino cómo son tus genitales. Y no es lo que eres, sino lo que sientes que eres. ¿No? ¿Qué hora es?
–¿Qué importa eso? –murmuro.
Esto pasó hace un año. Aunque parece que haya pasado un mundo.
–Quiero ir a ese sitio del atún.
Quería probar no sé qué delicias de atún en un restaurante de reciente apertura.
–No sé por qué siempre hablas como si tuviéramos dinero.
Tenemos dinero.
–¿Para cenar fuera cuatro veces por semana?
Somos la pareja de tíos hetero más gay que existe. Lo pienso, aunque nunca lo verbalizo. Estoy bastante seguro, además, de que él ha tenido sexo alguna vez con otro tío. Aunque sólo sea para probarlo. Y prefiero no oír nada al respecto. No es que me dé asco, no contengo trazas de homofobia (los gays me dan igual, y los heteros, también), es que no quiero tener que reaccionar a ese monólogo sobre lo curioso que sea zarandear un pene en erección o algo por el estilo.
–¿Entonces no quieres ir?
Vivimos juntos. Que conste que antes éramos tres. Yo prefiero compartir piso con dos que con uno, sinceramente. Quisiera reservar el nidito de pareja para cuando vuelva a tener… eso, pareja.
El tercero se largó a otro piso a vivir precisamente con eso, una pareja, y nos dejó con un alquiler excesivo, un gato que era suyo (su novia es alérgica), y un vacío existencial, a la postre, nauseabundamente hetero.
–Vale. Vamos al puto sitio del atún.
–No te preocupes, yo invito.
–Por lo menos no hagas bromas, por favor.
Haces lo que quieres y eso es un problema. Las cosas se estabilizan en este mundo cuando te cortas, cuando coartas tu libertad, cuando te sacrificas y actúas como si no fueras a morir. Cuando limas tu nihilismo o alegría. De otro modo, puedes acabar pagando treinta y siete euros por cabeza por un par de platos teóricamente exquisitos que, o bien no sabes valorar o sencillamente no eran para tanto. Nadie invita, nadie te sonríe, te atienden con diligencia, engrasas el capitalismo. Puede que incluso hayas defendido el capitalismo un par de veces desde que cumpliste treinta y cinco. Empiezas a valorar a tu secuestrador. En el fondo no es tan malo; sí que te tiene encerrado, pero ahí afuera hay indígenas con machetes que lo quieren cortar todo en trocitos iguales y minúsculos. Incluida tu vida.
Fue esa noche cuando mi colega escritor, compañero de piso que da la chapa en las terrazas, ahuyenta a las chicas y probablemente sea una pésima influencia, me empezó a hablar de su nuevo libro. Una potencial vía hacia la muerte cultural, una bomba de racimo de pequeña tirada. Decisiones creativas por las que tendrás que dar un montón explicaciones a quienes las exigen y a la vez no las quieren. Sólo querrán tu muerte civil, tu cadáver colgado boca abajo en nombre de lo correcto, lo pedagógico y lo virtuoso.

Eran cinco capítulos, algo así, cinco pedazos de algo que, bueno o malo, era terrible. Sin correlación narrativa, sólo conceptual. Hechos sueltos con un mínimo contexto. Pescado crudo sin tratar para el que en teoría no había comensales.
Eso es lo que lo complicó todo: hubo comensales de sobras. A menudo peces grandes hambrientos de peces pequeños.
También lectores de todas las clases: casuales atraídos por el ruido; leyentes con una honesta curiosidad literaria; simples morbosos; hambrientos de linchamientos; hombres deconstruidos; mujeres recientemente temerosas de todo; adolescentes atribulados; chicas de todas las clases: escépticas, feministas autoproclamadas, antifeministas (tanto ruidosas como silenciosas)… E incluso algunas cabezas visibles del ahora llamado colectivo LGTBIQ+.
No es óbice mencionar a un editor perplejo que probablemente dudaba entre si prefería un lucrativo asesinato del autor, o presionarle para que escribiera enseguida, por favor, la siguiente novela, pedrada, cuartilla o diaro de a bordo.

Era un éxito. Uno de los que viene con amenazas de muerte, pintadas en la fachada de tu casa (“estás muerto”, “violador”…) y miles de personas deseosas de encontrarte cadáveres en el armario. Era una explosión de fama atiborrada de gases lacrimógenos.
Mi amigo estaba pletórico.

En la tercera edición el editor quería poner la foto del autor en la solapa. Permiso concedido. Quería que la gente viera esa expresión, que la juzgaran plenamente condicionados. Esa mirada turbia, el gesto mohíno, el pelo desordenado, quizá un cierto aire de pederasta. Todo eso le encantaba al editor. El tío había renovado su armario y estaba haciendo planes para jubilar el coche y comprarse una máquina de nuevo rico con la que fardar por el centro de Periferia.
No hablo por hablar, le llegué a conocer, con su rollo a lo Glengarry Glen Ross, su pelo aún abundante de cincuentón y su risa de quien habla confiado sobre criptomonedas o empieza a ver los impuestos de otra manera.
Su pequeña editorial se había convertido en una empresa a tener en cuenta.
Cuando la gente deja de reírse al verte, es que las cosas te están empezando a ir bien. Eso fue lo que pensé.

Escuché esto en una terraza:
–No puedo hacer nada. Ahora es cosa del libro y los lectores. Ni siquiera es muy complicado. Es un texto sobre la ficción y la libertad de expresión. Algo satírico, si quieres. No lo he pensado tanto; si piensas mucho acabas escribiendo basura cagada de miedo.
»Era necesario echarse al mar con cubos de sangre para atraer a los tiburones. El lector que se ofende con la ficción es un individuo discapacitado para la lectura. Yo cuando algo no me gusta, no me ofendo, me echo a dormir.

¿A qué venía tanto ruido?
En cada capítulo se narraba una violación. Era más variado de lo que parece. Dos se narraban en primera persona, otros en tercera, y uno en segunda.
Todo eran violaciones de hombres a mujeres. A veces parece real, otras veces un sueño; algunos relatos son más secos, otros más floridos. Pero esos detalles no importaron a nadie.
Esto, por lo que sea, era lo importante:
La primera violación era de un hombre blanco adulto a una mujer blanca adulta rica, esposa de multimillonario, con servicio en casa y tres hijos al cuidado de Lupita, una cariñosa ecuatoriana.
La segunda era otra vez un hombre blanco. La víctima, una universitaria blanca enmarcada en la distorsionada estética de Lolita de los noventa (la de Adrian Lyne).
La tercera violación era nuevamente a manos de un hombre blanco. Esta vez la víctima era una chica latina a la que el bastardo arrincona y veja en una tienda de comestibles en la que ella es la dependienta.
La cuarta violación, muy violenta en términos físicos y descriptivos, la comete un chico latino sobre una mujer guineana a la que aborda en un callejón un sábado de madrugada. La acción se inicia allí y acaba en un cuartucho digno de las secuencias más sórdidas de Gaspar Noé.
La quinta violación, quizá la más comentada, la cometen cinco chicos jóvenes magrebíes (aquí se destaca no su color de piel, sino su origen) sobre una niña blanca de catorce años, casualmente el día de su cumpleaños (cumple quince). La abordan cuando va de camino a casa desde el colegio. La meten en un callejón. Desde lejos no parece pasar nada extraño, sólo algo de alboroto, quizá jóvenes pasándose un porro. Entre dos containers está ella. Al principio se van turnando, pero luego la cosa se pone aún peor.

La gente se volvió loca. Aunque la verdad es que la única forma de hacerse una idea de lo que es el libro, es leerlo. Es como si la mayor parte, aun variando las formas, fuera mera descripción neutra, desapasionada. Y es evidente que la cuestión identitaria es importante, pero casi a modo de catálogo. Una buena muestra del abanico de posibilidades; pero con un detalle condescendiente: todos los violadores son hombres y las violadas mujeres. Todo sucede en un ámbito hetero. Creo que esto ha sido una de las cosas que ha cabreado más, paradójicamente, a quienes sólo se centran en la miseria hetero.
¿Puede haber una cuota de morbo malsano al leerlo? Dado que es un texto ficticio, y aunque habla de una realidad muy perversa y diversa (pese a los intentos mediáticos por describirla siempre como un único infierno hetero y blanco), es posible que incluso en los perfiles más activistas, buenistas y llorosos, haya surgido en algún momento una sonrisa torcida leyendo.
Todos hemos visto cómo incluso en casos reales parece haber una pátina de celebración activista en sus condenas de estos actos deleznables, algo que personalmente siempre me ha chocado.

Por fin, un día, el fenómeno derivó en una situación desagradable.
Digo “por fin” porque parecía claro que habría al menos un episodio así. Cuanto antes pasara y menos aparatoso fuera, mejor.
Un día mi colega se empeña en invitarme a cenar. Ahora puede de sobras. Ahora él tiene una “carrera laboral”, artística, y yo simplemente curros.
Cuando le digo si se va a ir a otro sitio a vivir, no quiere saber nada del tema.
–¿Para qué? –dice siempre mirando hacia otro lado.
Estamos cenando en un mejicano, se acaba la primavera. Una amplia terraza emperifollada como si fuéramos coches de segunda mano con el precio en el parabrisas. Hay mucha gente, sobre todo grupitos, es sábado: las cosas tienen más sentido y hay más ganas de reír o pelear. La euforia se puede traducir en cualquier acto, por bondadoso o malvado que sea. Proposiciones de boda, fiestas hasta el vómito, asesinatos, violaciones, o aún peor, grupúsculos de personas planeando proyectos que se ramificarán en mil direcciones causando caos y miseria, a no ser que más tarde las ideas se vayan también por el váter.
Tarde o temprano tenía que pasar. Alguien reconoció a mi colega. Un grupo mixto, tres chicas y tres chicos. Creo que sin vínculos heteros entre ellos. Algo me hizo pensarlo. Las formas, digamos, la ropa, los gestos. Había una clara tendencia posmoderna. Te los imaginabas marcando en varios calendarios la fecha del próximo festival de Eurovisión. Rondaban los treinta años físicos; mentalmente la cosa resultaba más ambígua. Era de preveer que, si notaban el más mínimo incordio o molestia, lo grabarían con el móvil y lo subirían de inmediato a sus redes sociales. Otra forma de opresión registrada. Otra prueba.
Pero lo cierto es que no nos dimos cuenta de su existencia hasta que uno de los chavales, con unos tejanos verdes rotos ajustados y una camiseta morada mínima por encima del hombligo, se acercó a nuestra mesa. Enseguida atisbé a una de las chicas grabándolo todo. Íbamos a ser los protagonistas de la representación. Ahora nunca sabes cuándo tienes que interpretar un papel. Siempre el de opresor, claro; la supuesta víctima siempre sabe antes que tú que se va a realizar la obra.
Opresores cenantes ocupando un valioso espacio.
¿Nuestro pecado? Mi colega había escrito esa novela inmunda, y yo iba por ahí con él como si nada.
–¿Tu eres escritor, no?
La preguntas tiene dos eses, pero parecieron doce.
–¿Cómo?
Yo me llevé las manos a la cara. He aquí al amigo del narrador de violaciones, apoyándole, deseando desaparecer. Encima la novela me había gustado, me había interesado, o algo así; es difícil saberlo seguro cuando la ha escrito tu compañero de piso.
–Que si tú eres el escritor, pregunto.
–Eh… he publicado algunas novelas, sí.
–¿Has publicado Hombres y mujeres?
Así de básico era el título. La cosa no necesitaba salsa, no hacía falta pintarle los costados al libro. Quizá en el décimo aniversario.
–Sí. He escrito Hombres y mujeres, pero me lo publicó la editorial. Pido perdón por ello.
Nuestro viejo amigo el sarcasmo.
–¿Y no te da vergüenza hacer apología de la violación?
Ahí estaba, la hoja de reclamaciones, la exigencia de responsabilidades.
–¿Te puedo hacer una pregunta?
–No.
–¿Has leído el libro?
–No me hace falta leerlo. Eres un heterobásico blanquito, se ve a la legüa.
–Ajá…
–¿Te gusta violar a las mujeres?
–Sólo los martes y los jueves.
–¿¿Qué??
–Que me gusta. Pero sólo los martes y los jueves, porque tengo muchísima faena, cariño, y violar es una tarea a jornada completa. Elegir una víctima, estudiar sus tránsitos, seguirla…
De repente hablaba amanerado como RuPaul.
–Y ahora –continuó–, ¿nos puedes dejar en paz? Porque hoy sólo quería cenar tranquilo con mi novio, si no te importa. ¿Puedo?
Me había cogido de la mano. La chica que estaba grabándolo todo, de pie, frente a mí, justo en ese momento dejó de hacerlo.
No siempre funciona la carta identitaria, pero algo se cortocircuitó en la mente de nuestro denunciante. Se quedó callado. Me di cuenta de que todos nos estaban mirando. Sólo éramos dos miembros más del colectivo. ¿De verdad teníamos que aguantar esto?

No pasó mucho tiempo hasta que mi colega se fue del piso. Su lugar lo ha ocupado una chica interesante, guapa, con sentido del humor, aficionada al cine, a la lectura, y hasta me está iniciando en los juegos de mesa. Es lesbiana.
Ahora voy bastante a Sonora. Un golpe de tren. Me gusta caminar cerca del mar. De vez en cuando hablo por teléfono con el escritor de éxito. Ha iniciado una relación con una mujer diez años menor que él. Los rumores de su homosexualidad fueron fugaces. Vuelve a ser el demonio hetero que todos amamos y odiamos. Le va fenomenal, y eso cabrea a muchos. El éxito ajeno es quizá la principal infamia del capitalismo.
Merodeando cerca del hotel más lujoso de la zona, veo a un tipo que me es familiar, parece despistado o drogado. Cuando me acerco, me doy cuenta de que es el director de cine Gaspar Noé. Me resulta curioso, es uno de los nombres más asociados a Hombres y mujeres.
Le digo:
–¿Gaspar?
Me dice:
–¿Eh?
Nunca he hecho algo así, pero decido preguntarle si nos podemos hacer un selfie juntos. Será una buena entrada para Instagram. Él accede con mecánica amabilidad.
Subo la foto y la acompaño del siguiente texto: Me he encontrado con Gaspar Noé. Hemos estado charlando, sobre la vida, sobre el cine, la literatura, hasta sobre las tortugas de río (¡le encantan!). Le he preguntado para cuándo su siguiente peli. Me ha dicho que está escribiendo el guión. Es sobre dos científicos que descubren la fórmula para erradicar la gripe; cualquier tipo de gripe. Ni siquiera sé si eso tiene sentido.
¿Y el cáncer no? –le he dicho yo.
Estoy haciendo una película, pibe, el cáncer es estéticamente soporífero.
Gaspar, eres un tío de puta madre. Me encanta Irreversible.
Nos hemos dado un abrazo y hemos quedado para el sábado en el Copacabana.

Es un juego, un cuentito. Podría haber contado la verdad, pero es estéticamente soporífera.

hetero

4 comentarios en “Gilipollas perdidos

  1. La verdad es siempre soporífera, sólo leo ficción, sólo vivo la vida que creo vivir…

    A mi me ha pasado, ya que hablamos de los simpson, como al abuelo: un día estos tiempos dejaron de ser mis tiempos… y tampoco me importo, me movieron la silla debajo del culo y todo lo que antes era aceptable paso a ser machista, racista o alguno de esos istas…

    Ya es tarde para comprarme el manual de los nuevos tiempos, creo que no merece le pena tampoco, acabarán ahogándose en sus lágrimas de buenas intenciones.

    Saludos

  2. Qué pedazo de blogazo me vine a encontrar, qué lectura tan disfrutable carajo, *beso de chef* tengo que pasar más seguido por aquí.

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