Volveré enseguida, cariño, dijo la mamá, solo voy a quince minutos en coche de aquí. El techo se preñaba de sombras móviles; no siempre parecían las luces de los coches empujándolas desde la calle. Un segundo piso da para un buen baile de luces y sombras. Enseguida, cariño, le había dicho al pequeño; porque la mamá había conseguido su custodia, pero también había comenzado a tener citas. Era pronto, quizá, pero el pequeño no tenía criterio aún para valorar tejemanejes adultos.
Algunas sombras parecían tomar forma de caras pasajeras. Una chaqueta colgada comenzaba a parecer un hombre de pie. El niño, o quizá el cerebro del niño, llenaba los huecos en blanco: la cabeza, las piernas, unas garras salientes de las mangas, aunque estas cayeran muertas sobre la puerta. Cariño, tienes que acostumbrarte a dormir con las luces apagadas, hay una cosa que se llama factura, y ahora mamá tiene muchos gastos. Demasiados gastos. Era como un hombre de cara a la puerta, demasiado de otro mundo para ser menos estático; la mente del niño se encargaba de dotarle de economía de gestos: el señor no se iba a mover hasta que decidiera acordarse de su alergia a los niños vivos. Ya eres un chico mayor para tener una canguro, ¿a que sí? Un coche pasaba y en el techo se formaba algo parecido a una cara estirada de cuernos salientes por la frente y las mejillas, sin boca y con ojos demasiado redondos y pequeños. La sábana y las mantas para taparse hasta los ojos, el sueño totalmente olvidado, secuestrado; la medianoche a punto de llegar. Se palpaba en el ambiente que el señor de cara a la puerta estaba comenzando a pensar en lo muy jugosa que es la carne de los hijos de padres divorciados. Si necesitas algo, cariño, llama a Pilar, la vecina, que vive sola, llama al timbre, ella ya está atenta. El hombre aún no se mueve, las sombras del techo no cesan. No mirar al techo cada vez que circule un coche por la calle. No mirar. Algo pasa en el piso de al lado; gemidos que han de ser de la vecina atenta que el muchacho toma por una señal de que algo terrible está pasando, de que muy pronto el señor va a darse la vuelta, quizá elegirá una de las caras del techo para tener una por fin, y se concentrará mucho en todo el odio que siente por el niñito que más cerca tenga. No protestes, cariño, solo va a ser un ratito, duérmete y los fantasmas se irán, no les gustan los niños perezosos. Encogido, como un bulto bajo las mantas, cree haber oído cómo una de las garras del señor rascaba la puerta. Puede que las dos. Los gemidos en el piso de al lado se acrecientan. El pequeño se tapa la boca para que el señor no pueda oírle respirar o emitir ruido alguno. Cuando decide mirar otra vez, ve borrosa la escena por las ya emergentes lágrimas. Llega un golpeteo del piso de al lado. Ahora también se oye murmurar a un hombre. El señor parece rascar cada vez con más fuerza la madera de la puerta. El niño decide hacer un barrido por la habitación, mira hacia la puerta, la figura inmóvil, pero también a los pies de la cama, pegada a la pared en su lado izquierdo. Sabe que el señor sabe que cuando decida caminar hacia él, el crío estará acorralado. Los ruidos y los gemidos vecinos no cesan. Ya apenas pasan coches por la calle. Quizá, piensa la criatura, el señor está esperando a que el resto de acciones cesen; cuando el ruido de los vecinos pare, cuando ya no pasen más coches por la calle… Cuando el silencio sea absoluto y la única que salga ganando sea la factura de la luz… «Puta», se oye decir del piso vecino, «eres una puta». Se oye caer serrín de la puerta de tan afiladas como están las garras. «Soy tu puta». Dos coches pasan casi seguidos por la calle. En el techo, dos caras, como máscaras tristes de Venecia. «Me estás haciendo daño», grita la voz femenina. «Calla, puta». La figura de la puerta se mueve, parece darse la vuelta poco a poco. El niño grita:
–¡¡Mamá!!, ¡¡¡Mamá!!! …
«Puta de mierda.»
«Para, para, por favor, por favor, por…»
El señor parece haber cambiado de forma, o quizá ya era así antes. Se hace presente la silueta de una guadaña. Un coche pasa por la calle, y el crío puede observar la calavera bajo la capucha. Una mano esquelética le acaricia casi sin fuerza la cabeza. El pequeño grita con todo lo que da su garganta.
Cuando se atreve a mirar, la habitación está vacía.
Han cesado todos los ruidos, nadie rasca la puerta, que está intacta, nadie gime en el piso de al lado. En determinado momento vuelve a pasar un coche por la calle, y arrastra las luces y sombras acostumbradas; ninguna cara, ningún señor, ninguna actividad aparente en el piso vecino.
El niño se arma de valor, la carita roja y mojada de lágrimas. Se levanta de la cama y corre hacia la puerta.
La abre desde dentro con la llave de la mesita del recibidor, como le enseñó la mamá. Corre hacia la puerta de la vecina y llama, una, dos, tres veces…
Pasan tres minutos y se oye a la mujer trastear con las llaves.
Al fin, abre la puerta, claramente soñolienta, en bata, despeinada.
–Ay, lo siento, cariño… Me he dormido. ¿Qué te pasa, qué necesitas…?
Justo en ese instante, el teléfono fijo de la mujer comienza a sonar.
–Entra, cariño. Voy a ver quién es. No sé quién llama a esta horas…
Pilar descuelga.
–¿Diga?
–¿Es usted Pilar Díaz, vecina de Isabel Martín?
–Yo misma…
–Llamo desde el hospital. ¿Puede encargarse usted del niño, del hijo de Isabel Martín? Este es el teléfono de contacto que primero nos salía en su agenda.
–Claro que sí, está aquí conmigo…
–Bien.
–¿Qué ha pasado…?
–Rogamos que sea usted discreta, ya que se trata de un asunto grave. Isabel Martín ha sido violada, ha recibido una paliza y está en estado muy grave… ¿Me oye?
El techo se preñaba de sombras móviles; no siempre parecían las luces…
Me gusta eso.
A la luz de las tinieblas cualquier acontecimiento es posible y el diezmo a pagar por sus sacrilegios es tener una legión de funcionarios sacerdotales que sin oposición alguna entran en el reino de nuestros públicos cielos. Estos, capaces de argumentar cualquier sentencia sobre el amor llegan siempre antes a la conclusión errónea de la sumisión que del desprecio. Confiados en sus trece y llenos de una gracia plena que con más seriedad que broma exponen y antojan tanto del amor como si lo hubieran vivido en carne ajena. Y es que el derecho de pernada es cosa imaginaria en sus mentes que barruntando antes sobre las mujeres desconfían tanto de ellas que en su ejemplar vida amorosa se arrojan a hablar tanto como el más profano casanova.
A la luz de las tinieblas, sobre el lecho, desde debajo de la cama se proyectan los miedos y costumbres que del hombre en potencia es el niño en hecho acumulando congojas de lo que oyen sus oídos atentos.
En la cámara real está solo el rey de la casa y en su cámara oscura se revelan todos los fotogramas de la vida nocturna complicándolo todo la muy moderna de los autos locos de faros halógenos o de led proyectores. Ya sólo la vista agotada y el cansancio insoportable corre la cortina de los ojos y para durante la madrugada que tanto le ha costado.
Le contaré algo:
Hace algunos lustros, cuando dedicaba el tiempo al fotografiado topográfico de cuevas y cavernas decidí un día pasar tres con sus correspondientes noches en el interior de una de ellas a setenta y tres metros de profundidad. Ayudado por otro amigo trasladé todo el equipo para esas horas hasta un lugar conocido como la huella del oso y allí en silencio montamos mi campamento que, además de la tienda, conllevaba unos grandes plásticos para frenar en cierta manera la humedad de la cueva. Ya aposentado acompañé a la salida al compañero explorador y regresé a mi interior después de eternas galerías de humedad, concreciones y arduo recorrido solo. La primera noche dormí a la primera, tal vez por el cansancio y el trabajo realizado, entre fotos, soportes y acarreo de materiales. La segunda concedí tiempo al sueño y entre las llamas de mis ojos y las sombras de mi lámpara de carburo fueron jugando chinescas hasta hacerme polvo la mente. Cuánto menos miraba más se regocijaban ellas creando nuevas y abundantes en el cielo de las bóvedas y en los pendants de los lados. Sostuve la cordura todo lo que pude y finalmente sometido al irracional juego infantil solté un alarido por soplido fuerte que del suspiro último dio el acetileno de la lámpara agotada. Contuve la respiración un rato y sin audiencia alguna ni murmullo que percibí agoté al oír las últimas notas golpeando en el interior de mi frente se me fue apagando el hilo al filo de la noche ya de madrugada. Hubo instantes de terror que me envolvieron, que me rozaron y aún en la cordura estuve a punto de sucumbir a la más parva luz del techo.
La mañana, en completa ausencia, desayuné y almorcé todo junto y sin perder la calma me recompuse del pasado reciente y dediqué las horas la topofotografiado. Así hasta la llegada de mi gran amigo al tercer día.
Tres noches sin sonidos, tres noches de ausencias en un fortín de tierra que aislado del mundo ya hubiera podido caer una de hidrógeno que tal vez hubiera podido sobrevivir a esto aunque no así a mis propios fantasmas. Luego, tomando un respiro de palabra y diálogo, recogiendo bártulos y levantado el campamento a medida que avanzábamos a la salida y tras unas horas de recorrido fui dejando atrás el dolor de las tinieblas que sólo habitaban en mi cerebro y que mis ojos proyectaron.
Fue la tercera vez que me sometí a recapacitar ante eso. La primera fue con catorce años por los pasillos oscuros, largos y ausentes de un seminario que a las tres de la madrugada desvaneció cualquier atisbo de miedo. La segunda fue en una de esas largas andadas en las que tuve que hacer noche por sorprenderme la lluvia atronadora cuando hice de un nicho sepulcral mi mejor lecho seco y dormir a pierna suelta con esa musiquilla de fondo de rayos y centellas que me fueron meciendo para acogerme en el seno de morfeo; como quien viaja en tren litera y se compromete con las traviesas contándolas hasta perder la consciencia sin salirse de la vía, de la vida.
Un relato fantástico, tan bien contado que me ha hecho empatizar con el protagonista en cada instante. En esos momentos que sin haber bajado la persiana o entre sus lamas se filtraban las malditas luces de sus faros delatando la presencia de esos seres míticos que pueblan nuestras primitivas mentes y le dan alas a las Iglesias para seguir creando a sus dioses y monstruos y someter a la razón a los designios (de los) *inescrotables
Agradezcamos a la ciencia su gran ayuda por descubrirnos el truco.
Saludos enormes, meu.
[*De escroto, por (sus) cojones]
Me gusta mucho….Las descripciones son extraordinarias, te recreas en ellas y eso recrea al lector que consigue ver esas sombras en el techo…..Eres un buen escritor Jordi, me apetece mucho leer tu libro.
Un abrazo.
¿Quién no recuerda algún momento de su infancia en el que sintió temor de estar solo en alguna habitación a oscuras?… Esas distorsiones visuales son fantasmas que te ahogan. Ahora bien, al continuar leyendo es como si el niño intuyera lo que estaba pasando… Reconozco que durante mucho tiempo no podía dormir sin mirar antes debajo de la cama 🙂
Muy interesante la historia de d:D, los comentarios en ocasiones, completan y engrandecen los escritos que dejamos en nuestros blogs.
A ver si hay suerte, últimamente mis letras se pierden en la tela de araña