Bendita violencia

Los vestuarios masculinos, ese espacio, ese olor. Enrique lo llama: el Pie. Cuando acaban las clases de gimnasia, todos de vuelta al Pie. Dentro del Pie te desnudas, te duchas, excepto los que Enrique llama: Sacos de boxeo, las víctimas habituales de bullying. Siempre hay uno o dos en cada clase, normalmente varones. La víctima de bullying –ahora una estrella mediática menor– se cambia de ropa y sale escopeteado a casa. Quizá vea un par de debates en la tele sobre su problemática. Adultos con el ceño fruncido que segregan moral pero no pueden hacer nada por él. Ahora hay pocas cosas más inútiles que una persona concienciada, un Saco de boxeo lo sabe. Una persona concienciada a voces y tuits, se sacude el sentimiento de culpa dándole vueltas al asunto, y eso en el mejor de los casos. La mayoría de veces no hay sentimiento de culpa, sólo un intento de proyectar una imagen virtuosa, construir una suerte de currículum activista. El activista de redes logra notoriedad a menudo, pero no suele ser una persona de acción. Repudia los conflictos y la violencia, y raramente se sabe lo que piensa realmente.
El activista no razona según cómo es el mundo, sino según cómo le gustaría que fuera (algo difícil de saber), ahora y en el futuro.
Enrique piensa que estos “activistas” aman la violencia. El Saco de boxeo sabe que el activista de pose funciona por modas. Ahora está centrado en la nueva sensación de las pasarelas y los photocalls: La mujer maltratada. El sufrimiento potencial o evidente de la mujer, ahora hace que un activista digital se ponga alerta como las ardillas de Pixar. No cabe en sí de gozo activista cuando surge una noticia de maltrato o asesinato. Las palabras favoritas del activista para escuchar y pronunciar, son: Violencia Machista.
Se les desencaja la mandíbula de placer.
Una auténtica mamada verbal.
Surge la noticia, se pronuncian las palabras. El activista se aferra a su móvil, tembloroso de dicha activista, y se dispone a difundir la buena nueva: “Activistas del mundo, teníamos razón, un nuevo caso lo confirma; esto es sistémico, representativo, y está completamente aceptado en nuestra cultura. Nuestra cultura lo promueve y aplaude, y está dispuesta a defender al agresor y culpar a la víctima”.
Entonces comienzan a bailar los números, la deliciosa danza de la aceptación. La química del activista comienza a actuar. Un colocón de dopamina le hace imposible despegarse del móvil. Cada comentario a favor o en contra le reafirma. Alguien famoso comparte su publicación. El activista comienza a mojar la ropa interior. Imagina cuánta gente querría conocerle, es tan sensible e interesante, y sus pensamientos son profundos, no se limitan a hablar de investigación o diálogo; utiliza palabras de calado: Patriarcado, Greta Thunberg, inclusión, violencia estructural.

Enrique ha oído hablar ya a algunos de estos activistas en el colegio. De repente no hay clase de mates (por ese lado, bien); en lugar de eso se presenta una chica y se dispone a hablar de su estrella pop favorita: La víctima de violencia de género.
Un nuevo perfil, piensa Enrique: adolescente treintañera colocada de superioridad moral y lecturas parciales (una evolución extraña de la fan llorosa de New Kids on the Block). Pero nadie le dirá que es, razonando, lo más parecido a un skinhead que ha surgido desde 1995.
La mitad del profesorado bufa, la otra mitad está encantada. La experta en contar mujeres muertas se ve como una avanzada a su tiempo. La directora del centro desaparece del salón de actos la tercera vez que oye decir «niñes».

A Enrique le gusta en parte todo esto, no lo puede negar. Está dentro y está fuera. Ha sido un poco maltratado y un poco maltratador. Su ámbito es el bullying masculino; las niñas no le interesan en ese sentido. Tiene quince años, se sabe completamente salido, mira a su alrededor, estudia el entorno. El entorno es lo único que estudia. Ha oído decir que hace mucho tiempo que no es tan fácil como ahora provocar a la gente. Cuando cierta clase de puritanismo se vuelve a poner de moda, muchas personas tienden a pasarse tres pueblos abrazando de nuevo la “fe”. Se vuelven monjas sin darse cuenta. Luego, cuando alguien se lo dice, ya se han subido a tantos burros morales que no se van a retractar fácilmente.
Es sencillo recoger cable al poco de cagarla, cuando aún resulta anecdótico. Cuando es señal de un error de juicio de largo recorrido, la cosa cambia.

A decir verdad, Enrique Manrique (Quique Tabique para sus amigos) no encaja en el perfil de adolescente sociópata o futuro psicópata. Nunca le ha atraído la idea de matar a un gato o torturar al escandaloso perro de cierta vecina (algo con lo que ha bromeado todo su barrio).
Quique Tabique tiene una extraña mirada. Asusta un poco a los compañeros, pero a atrae a parte de las compañeras.
Un violento episodio quizá ayude a entender esto.
Cuando un activista se presenta en el colegio a decir «niñes», Quique Tabique tiene un truco que siempre funciona. A la cuarta o quinta mención de la violencia que sufren las mujeres, él murmura:
–Bendita violencia.
A lo que algún adulto presente reacciona y lo saca inmediatamente del salón de actos. Todos conocen su modus operandi. A menudo el “ponente” se aferra a ese momento para advertir de la “masculinidad tóxica” ya presente en el joven Quique Tabique. El resto de alumnos permanece a la expectativa o intenta aguantar la risa.
Uno de estos días, quizá llevado por la acumulación de adrenalina, cometió su único y brutal acto de violencia física hasta la fecha. Hacía tiempo que dos compañeros habían tomado la decisión de empujarle con fuerza cada vez que se cruzaban con él por los pasillos. Todo al grito de:
–¡Cuidado con el tabique!
Cuanto más se cabreara Enrique, más gracia se suponía que tenía.
Hacía casi dos meses que esto se venía dando. Esto pasaba cada día.
Una hora después de una de las charlas activistas, saliendo todos los alumnos de la clase, los dos graciosos se acercaron por la espalda y empujaron a Enrique. Mientras se desgañitaban de risa, Enrique se levantó y les pegó en la cara con el puño cerrado, varias veces, todo lo rápido y fuerte que pudo.
Cinco minutos después había una mujer de la limpieza fregando sangre del suelo.
Nadie volvió nunca a tocar o provocar a Enrique.

Nada como un acto público de violencia, con su contexto y todo, para labrarse una cierta reputación. Y no fue la de chaval violento, sino la de chico al que nadie debía tocar las narices nunca más. El problema de la violencia es que no es un asunto sencillo, aunque la queramos simplificar en pos de eliminarla.
En el mundo de la teoría todo parece factible, todo tiene sentido, cuadra; es como si no arregláramos las cosas porque no queremos. Luego la realidad te presenta un sinfín de variables, y te enfrenta con tu yo animal. Cuanto más civilizado sea tu entorno, más bueno parecerás. La bondad es más una cuestión coyuntural que una decisión. Eres bueno porque puedes, eres fiel por carencia de tentaciones.
Controlas tu vida como controlas la distancia de frenada de tu coche. Da igual que no quieras chocar; si se han dado las circunstancias, quizá no te quede más remedio.
Violencia a tu alrededor y dentro de ti; es uno de tus potenciales quieras o no.
La violencia de repente tiene mil apellidos. Tantos como formas hay de referirse a Dios. Todo eso siembra la mente calenturienta de Enrique. El varón aún por hacer crece ante un discurso unívoco y cerrado.
Antes la violencia era solo una y había que evitarla; pero ahora hay una escala de violencias. Todo depende de quién la ejecute y quién la reciba. No importa el resultado, importan las identidades, ideas concretas, una visión reducida del mundo para poder vender que puedes reducir la violencia a cero. El mundo de la teoría y la ingeniería social, política infantil, el arrinconamiento de la ciencia. Libros color pastel, maravillosa ideología.

Enrique hace una amiga.
Es de otra clase y parece saber valorar ciertas explosiones de violencia. Marta Gunea. Una reaccionaria del presente. Se percibe antes como persona que como chica. No se relaciona con el miedo al modo ideológico, de modo que no se siente constantemente amenazada. Bufa durante las charlas activistas y una vez fue también víctima de bullying.
Cuando tenía trece años, dos niñas de su clase la martirizaban con todo tipo de perrerías. Robo de ropa en los vestuarios, pegamento en el pelo, destrozo de portátil, pintadas de “Gunea gonorrea” y, con el tiempo, patadas, puñetazos y otras lindezas cuando la pillaban a solas en clase o por los pasillos.
Entonces un día Marta se hizo con un pesticida.
Si quieres cocinar un matarratas eficaz, tienes que mezclar azúcar y chocolate con bicarbonato de sodio. Con dos adolescentes que te pegan con bolsas de manzanas para no dejar marcas, el bicarbonato no funciona. Es mejor aplicar un poco de polvito blanco insecticida en los extremos de sus bocadillos (el primer bocado). Un poquito cada día. Búscalo en Google.
Un par de días de sabor amargo y vómitos provocados, bastaron. Todo quedó entre ellas. Vosotras no me hacéis nada y yo no busco el modo de provocaros un cáncer de caballo o reventaros el sistema inmunológico.
–Tengo el bote en la mochila.

Enrique y Marta se conocieron durante un goloso acto de violencia. La violencia que atrapa al mirón. Dos chicos de un curso inferior se pelearon en el patio. Martes, imagínate. Dos chavales rojos de rabia como tomates haciendo trizas la rutina. Se peleaban por una chica mayor.
Era emocionante, gracioso y un chismorreo a la vez. La chica formaba parte del grupo que les veía darse de hostias. Jamás había dado cancha a ninguno de los dos. Corrió un rumor falso de mamada. Una chica de diecisiete chupándosela a un Chicho Terremoto cualquiera. No parecía factible en este caso en particular. Ninguno de los dos muchachos daba el perfil de adolescente que se da largos morreos con nadie, menos aún con una chica mayor. Un pelirrojo huesudo que caía mal incluso a los profesores y una bola de grasa. Se empezaba a hablar de la “gordofobia” por aquel entonces; pero si eras un zanahorio de la vida, te podían dar mucho por saco. Eso no ha cambiado. Los pelirrojos son el precio a pagar por tener pelirrojas, ¿no?
Enrique y Marta estuvieron un buen rato intercambiando chistes de gordos y pelirrojos. El humor de mal gusto compartido estrecha lazos mejor que cualquier exhibición de virtud.
El pelirrojo sangró como sólo se podía esperar de semejante pesado porculero. El gordo, por algún motivo, acabó vomitándose encima mientras dos profesoras le sujetaban. Cuando todo acabó, los mandaron al Pie a ducharse. Nadie sentía pena o arrebatos morales. Más bien predominaba una sensación de asco.
Las manchas de sangre pelirroja no salieron fácilmente; aguantaron durante semanas manteniendo vivo el recuerdo.
El comienzo de una bonita amistad.

Quique Tabique y Marta Gunea no tardaron mucho en desvirgarse mutuamente. Lo hicieron en el Pie una tarde media hora después de la clase gimnasia. Les podían haber pillado; entrenaba el equipo de baloncesto del centro y siempre había curas merodeando. En un colegio de curas nunca estás a salvo. De repente se presenta Don Gervasio y te pilla haciendo bullying al empollón de la clase, o meando en la pista de frontón porque te daba pereza llegarte hasta el lavabo. Tienes que dar un montón de explicaciones.
El Pie es un lugar tradicional al que ir para follar. El Muro de las Lamentaciones del adolescente salido. No pocas parejas ajenas al centro han acudido al Pie para quitarse picores. Por la tarde el colegio no cierra las puertas hasta tres horas después de terminadas las clases.
Enrique y Marta se quedan rondando a veces por el patio; en parte para follar una vez despejado el Pie, pero también porque no saben muy bien dónde ir juntos. Durante un tiempo su relación pareciera forzada fuera de los límites del centro.
Pronto comienzan a fantasear con algún acto de violencia.

La violencia en un colegio o instituto es un punto de inflexión. Rompe la monotonía y da que hablar durante no poco tiempo. Hiperbolizando para que quede bien claro: Los alumnos violentos son demonizados en voz alta y glorificados en secreto.
Nadie quiere que pase nada malo, pero si pasa quieren saberlo todo. No se mantendrán al margen. Unos con la excusa de poner orden, otros para “mediar”, otros para participar. Es una historia en marcha, y adoramos las historias.
Y quien no amas las historias, es un yonqui de la política. Quique Tabique dixit.
No por nada los activistas de nuevo cuño aman la violencia; concretamente la que despierte más emociones según el momento. Les ofrece la oportunidad de posicionarse (como si el hecho de no hacerlo explícitamente te colocara en el bando de los agresores), de dejar claro su discurso, una vez, y otra vez, y otra vez. Y como saben (en el fondo) que la violencia nunca cesará, saben que siempre habrá quien les escuche. El activista más tonto querrá solucionar las cosas, eliminar la “maldad”; el más listo aprovechará para sacar partido, y ya hay muchos políticos y políticas de los que aprender sobre eso.

–También es una suerte que no todos los alumnos del mundo puedan hacerse con un AK-47. ¿Qué gracia tiene eso? Es como si un karateca participara en las olimpiadas con una pistola.
–¿Nunca usarías un arma de fuego? –pregunta Marta.
–Ni siquiera usaría un arma blanca. A mí me gustan las historias, no la política. Si te gustan las historias, entiendes la violencia. Entiendes que es imposible que no haya violencia. Convivimos con ella. Alguien que ama las historias no usa armas; las armas son para los amantes de la política; ellos siempre intentan acabar con la violencia a tiros.

Algo le dice a Enrique que hay que mantenerse alejado de la gente muy politizada. Son la máxima y peor expresión de la violencia, siempre lo han sido.
Partimos de la base de que somos violentos. Una vez entiendes esto, es más probable que sepas evitar el peor tipo de violencia. Alguien que cree que puede eliminar la violencia, un día se extralimita y comienza a tirar bombas. La historia de la humanidad está plagada de ejemplos.
Lo que no reconoceremos jamás, es que la violencia puede ser útil. En casos específicos, un pequeño acto de violencia corta una situación que provocaría mil veces más violencia de seguir su curso. Un pacifista convencido es el peor gestor posible de problemáticas que impliquen al ser humano.
Cualquier víctima de bullying sabe todo esto, aunque no sepa articularlo. También una mujer maltratada, o un soldado.

Enrique y Marta comienzan a localizar a las más flagrantes víctimas de bullying.
Se lo explican.
Esto es lo que vas a hacer:
Mañana, cuando te topes otra vez con tu agresor o agresores (los bullies suelen ir de dos en dos como mínimo), vas a provocar un acto de violencia. Lo más recomendable es ir a por la nariz. Puño cerrado y pegar lo más fuerte posible. Deja que se te acerquen; nosotros estaremos cerca por si se te abalanzan y la cosa se pone fea.
Sabemos que suena poco apetecible, pero puedes hacer esto o puede seguir todo igual que hasta ahora. Si haces esto, lo más probable es que el acoso y las agresiones que sufres cada día, se detengan. Puede que también te abronquen y te disciplinen, quizá te caiga algún castigo menor. Pero en el fondo todos entenderán lo que ha pasado, algunos incluso lo aplaudirán. Cuando lleguen a casa pensarán: Bien hecho, que se jodan.

Pequeños focos de violencia se comienzan a suceder en el centro. Durante un par de meses, parece que el mundo se va a acabar. No pocos adultos están desconcertados. ¿A qué se debe esta rebelión de los perdedores? De los pelirrojos, los gordos, los flacos, los empollones… El perdedor, el tontín oficial, carga el brazo derecho y le rompe la nariz al bullie. El patio cada vez tiene más restos de sangre. La generación más frágil y educada en poner la otra mejilla. La generación de las crisis reales y las inventadas, en que la identidad superficial es mucho más problemática que hace veinte años. La raza, los genitales, la clase social. La generación de cristal volviéndose resistente, respondona, conflictiva. Humana.
Los adultos le dan vueltas. ¿Qué ha sido del progreso?
–Tienen una idea imposible del progreso –dice Enrique–, eso ha sido.

Pronto, un nuevo amanecer.
De repente la violencia cesa en el colegio. A veces la violencia sí se puede reducir a cero.
–Aunque es temporal.
Enrique y Marta observan su obra. Se sientan en una esquina del patio y ven cómo el sol cae sobre estudiantes de todas las condiciones. Ahora todos tienen la oportunidad de divertirse, de tener amigos, de no esconderse. Todos tienen su historial de violencia, activa o pasiva, sus cicatrices. Todos tienen una identidad personal, totalmente ajena al identitarismo ideológico. Una identidad personal que no se refiere al color de piel, los genitales, la clase social o el cansino “auge de la ultraderecha”.
Nadie piensa en ello. Todos lo notan.
Los adultos siguen a lo suyo. Piensan que las charlas activistas han calado. La percepción social y mediática sigue a tomar por culo de la realidad.
Nadie se atreve a hacer bullying. Por el momento. Perciben la robustez de los compañeros. Todos han tomado nota.
–Pero cuando comience el curso nuevo, vendrá gente nueva.
Seguramente aparezcan nuevos focos de violencia. Es cíclico, es imposible mantener siempre la burbuja.
–Pero es mejor tener cicatrices que acabar suicidado o traumatizado, ¿no? –murmura Marta.
Enrique sonríe:
–Bendita violencia.

Buddha Head in Roots of Banyan Tree
January 2007, Tree — Image by © Jose Fuste Raga/Corbis

3 comentarios en “Bendita violencia

  1. Una de las fases de madurez por las que pasamos todas consiste en comprender que, a veces, la violencia, la bendita violencia, es el camino. Y mira que me jode poner eso por escrito 🙂

    Poner la otra mejilla, las palabras, los actos de conciliación no sirven de nada cuando la otra parte quiere aniquilarte, ni tan siquiera te reconoce como a un igual.

    Cuando eso ocurre o aceptas tu condición de víctima o intentas devolver el golpe. Eso sí, si devuelves el golpe no te quedes a medio, golpea con todo lo que tengas, intenta arrasarlo todo para que no quede ninguna duda.

    Es de esas cosas que hubiese no querido aprender nunca…

    1. El tema de la violencia es un asunto muy delicado (obviamente). Nunca escribo en términos literales (si no de hipérbole), ni mucho menos de mensaje cerrado, aunque está claro que para ciertas cosas hay un ámbito teórico buenista y otro real…
      Gracias por la lectura!

      1. Estoy de acuerdo, claro, es como en estos días que muchos hablan de ir a la guerra con toda la ligereza de quiénes nunca pisarán un campo de batalla. La violencia requiere algo que no todos somos capaces de invocar (y mejor que sea así)

Deja un comentario