Cuento de primavera

Estoy en una reunión supuestamente amistosa, con la ropa adecuada para pasar tanto frío como calor. La chaqueta perfecta de entretiempo, la ropa equidistante, sudor y viento fresco; es mejor que no añadas una capa, pero tampoco te la quites, cualquier decisión sólo empeoraría las cosas. Nunca he pasado tanto frío en invierno ni tanto calor en verano, y nunca me ha irritado tanto el tiempo indeciso. Sonrío a todo el mundo, creo que de forma convincente. Aún no sé quién es la chica de la tumbona, de perfil potencialmente problemático tanto para conservadores como para progresistas; tiene una cara bonita y un cuerpo “normativo”. Además sonríe (ella sí parece que de verdad) y parece cómoda en su piel, género y sexo (lo que indica que está al margen de la actualidad política nacional). La miras más de lo que crees, pero no te hace ni puto caso, seguramente porque está acostumbrada, y porque los moscones en realidad sólo actúan en determinadas circunstancias con las que sabe lidiar sin mayor problema. Como personificación del mercado sexual al alza, podría estar básicamente con quien quisiera, ya sea cuarenta años o una noche. De alguna forma ha encontrado la manera de no pasar frío en biquini aun estando a mediados de abril en la periferia de Periferia. Cierto es que lleva media hora al sol con gafas de sol y brillante por la crema solar. El resto comentamos la jugada, sudando o quejándonos del aire aún no completamente tibio.
La idea es que no pase nada. Al menos para las parejas ya añejas, que asisten a estas reuniones o bien por inercia o porque han logrado dejar al crío con familiares o una canguro, y están aliviados por unas horas de no tener que evitar pegarle un puñetazo. Luego estamos los solteros. Los solteros de cierta edad se supone que ya estaríamos buscando “algo serio”. Una pareja con la que ir de la mano y tener conversaciones profundas con un atardecer de fondo digno de un croma de Marvel. Nada de follar como conejos y luego no comprometerse. Eso no lo hacemos los adultos. Comemos ensalada, votamos al partido correcto y lo defendemos aunque empiece a montar campos de concentración para disidentes; nos quejamos de que estamos cansados, procuramos repetir consignas veinteañeras actuales para no parecer tan viejos, y si estamos especialmente comprometidos, llamamos facha a quien dude de alguna tendencia política de la izquierda.
Si la conversación vira al tema del cine o la televisión, sacamos pecho de lo muy avanzados que estamos ahora y lo muy garrula que era la gente antes, tan estúpida que no sabían ser más que hijos de su época. No como nosotros, que por fin podemos ver las cosas con perspectiva. Nunca discriminamos con ningún tema, estamos rodeados sólo de belleza física, y sin duda las cosas que no van bien en el mundo son el resultado de decisiones de gente muy mala que no quiere hacernos caso a los que sabemos lo que pasa y por qué.
Es fácil deducir que ahora las conversaciones tienden a la prudencia. Es fácil también llevar una cuenta personal pura y virtuosa de Twitter, pero el live action de la realidad te deja desnudo con tus pajas mentales. De repente quizá tengas que defender tus ideas maquilladas de activismo dando la cara. Esta tarde, reunión primaveral en la casa de Fulano; intenta llevar la ropa adecuada y todo el silencio que puedas reunir. En directo nunca eres tan gallito. Se te calienta rápido la boca mientras cagas con el móvil en la mano. Mientras te contestan (equivocadamente) el tuit, te estás limpiando el culo, una y otra vez, y no hay manera de que el papel salga limpio. Eres como tu propia metáfora, te pareces más a tu culo sucio que a tu supuesta cara de ángel, ya poco celebrada porque todos tus abuelos están muertos.
Cuando por fin tienes el ano parcialmente aseado, miras el móvil y ahí está, la extrema derecha otra vez atacando, alimentando bulos, teniendo el descaro de no darte la razón. No saben lo que es tener que convivir con tu culo. Los fascistas de verdad llevan años con el suyo partido de risa. Identitarismos, polarización, neopuritanismo, conversaciones increíblemente estúpidas sobre educación; y marcas, marcas por todas partes; cine de marca, política de marca, colectivos dentro de colectivos dentro de colectivos. Hace un tiempo que me han empezado a hacer gracia los chistes verdes, y antes me resbalaban. Dentro de cada persona que no ha comprado ningún pack ideológico al completo, está creciendo un individuo que, más o menos individualista, cada vez se ríe más cuando los demás dicen estar ofendidos. Una parte de ti quiere ver el mundo con el ojete como la bandera de Japón.
Paradójicamente –o apropiadamente– el abuso llega en gran medida por parte de esa gente tan influyente ahora obsesionada con el sexo, el cual sólo aprobarían si te estás corriendo como un ente celestial que ya sólo folla si es sobre un arcoíris de entendimiento ideal. No existe el mal polvo, el gesto equivocado, el error humano, el calentón o la química mal llevada. Sólo la mala intención. Ser un animal es tan de los 80.
En términos ideológicos, la luz sigue sin pasar a través de mí. Sigo proyectando sombras y dudas, entorpeciendo el camino al paraíso. Se me está poniendo morcillona sólo de ver a la chica de la tumbona. Así no hay manera. Ya debería tener la vida completamente organizada, llevar como unos cinco años hablando de lo engañado que me ha tenido la sociedad, diciendo lo mucho que me estoy corrigiendo, cómo estoy aprendiendo como nunca, escuchando a la gente del color de piel, edad o genitales apropiados. La gozosa culpa retrospectiva. Décadas abominando de la religión, y ahora ves a tus contemporáneos fustigándose por los pecados identitarios del pasado.

La chica de la tumbona se vuelve, parece mirar un instante en esta dirección. No soy el único que se pregunta si acabará haciendo toples; no tanto por verle las tetas como por ver las caras. Estamos en un ambiente piadoso en el sentido más moderno. El cuerpo de la mujer siempre ha sido problemático para la gente con, digamos, “fuertes convicciones”. A veces porque lo enseña, otras veces porque no, y otras por lo que hace con él. El problema de base es, como siempre ahora, el hombre hetero. Aún hay mujeres que quieren resultar atractivas a los ojos del hombre hetero. Con lo cual vivirían bajo el yugo del deseo masculino. Todo sin darse cuenta de lo que hacen, claro, porque cualquier persona realmente despierta y correctamente ubicada en el espectro ideológico, sabe que los demás (los áun atrasados) tenemos muchas cosas interiorizadas, costumbres o deseos horribles, movidas de las que dichas avanzadas personas ya no estarían imbuidas. Por supuesto no hace falta ir a los toros o vestir a tu hija pequeña de rosa para despertar sospechas. Simplemente estaríamos faltos de educación o poco evolucionados. En un acto de conmiseración, no critican tanto a la gente mayor (siempre que no sean famosos), a quienes consideran vestigios incorregibles del pasado; pero si eres joven o rondas la mediana edad, te van a señalar como parte del problema, mientras ellos o ellas (o quienes sean) se consideran parte de la solución.
Eso les encanta.
Y como siempre dicen, aún hay mucho trabajo por hacer; lo repiten como un político que no quiere que deje de fluir el dinero público. Aún hay mucho trabajo por hacer. Como si en algún momento alguien fuese a decir: ya está, lo logramos.
Pero nunca sucede; los dudosos y los “tóxicos” no dejamos que la sociedad ideal impere por fin. Fíjate en el corrillo que formo ahora con tres amigos, todos fascinados por la chica de la tumbona, que supura seguridad y se deja encender el cigarrillo. El chaval que le ofrece fuego tiene la mano temblorosa y espera que nadie dude de que su masculinidad está en reformas. El deseo sexual hetero masculino es sinónimo de machismo de cualquier modo en que te atrevas a expresarlo. Si te quieres “deconstruir”, tienes que ser aparentemente asexual, hacer como si no estuvieras relleno de tripas y corazón. Tu cerebro se te respeta, pero sólo para sentir culpa.

Entre amigos aún anticuados y hechos de carne salida noventera, comentamos lo mucho que la chica de la tumbona se parece a Vanessa Carlton. Vanessa Carlton, el adorarla, es uno de nuestros vínculos; no entre todos los hombres y mujeres (aunque cueste creerlo), pero si en mi grupo de amigos. Todo empezó en 2002 con la aparición del single A Thousand Miles. Ella rondaba los veinte años, como nosotros, y no se parecía a ninguna de las cantantes pop rubias o teñidas que estaban de moda. Ellas estaban buenas, pero Vanessa era guapa del modo en que podría haberlo sido una chica de la universidad, tu vecina o una cajera con la que te sonrojas. Vanessa era (y es) pianista, compositora, cantante, productora discográfica y exbailarina de ballet profesional. La chica guapa, inteligente y triunfadora que supuestamente ahuyenta a los tíos, a los que nos daría miedo o cabrearía cualquier mujer que no parezca una muñeca hinchable orgullosa de no tener la ESO.
La antaño chica prodigio de la MTV ahora ya es una mujer, y la mujer de la tumbona, aunque algo más joven (o eso creemos), nos recuerda tanto a ella que estamos empezando a dudar.
Obviamente Vanessa Carlton no pinta nada en Periferia, y si conociera a alguien de aquí lo sabríamos. O al menos eso comentamos en susurros, cada vez más nerviosos ante la perspectiva de darle conversación.
La posibilidad de quedar como un imbécil hablando con una mujer en este contexto, es francamente alta. Uno de nosotros asegura que no es ella, porque ella no tiene tanto pecho, aunque el parecido en su complexión y los rasgos de la cara es asombroso.
Dudamos sobre si intentar informarnos. Si preguntamos por ahí ya se sabrá que estamos interesados, y posiblemente nos imaginen buscándola en Instagram esta noche para hacernos la gran paja.
De modo que nos mantenemos prudentes. Esperamos que se quite las gafas de sol de un momento a otro. Una mujer atractiva y morena tumbada en biquini podría parecerse a muchas otras. La mirada suele destruir la ilusión. Hay muchos dobles de Jack Nicholson con gafas de sol, pero sin ellas algo en los ojos delata que no han hecho El Resplandor ni se han tirado a Angelica Houston.
Creo que empezamos a llamar la atención de tan discretos como queremos ser. ¿Qué pasa si es Vanessa? De no saber ella español (lo más probable), estaría también la barrera del idioma. Ninguno de nosotros habla inglés con fluidez; alguno lo estudió por temas curriculares (y tiene el cinturón negro o lo que demonios sea), pero apenas podría chapurrearlo en la vida real. Sí sabemos más inglés que hace veinte años, Dios sabe que hemos visto mucho porno, y también cine subtitulado. Un salido suele ser también un esnob, y viceversa. El conocimiento es como el agua, fluye por donde puede. Aunque no quieras, aprendes algo, lo cual a menudo es frustrante; la información no solo es poder, también aboca al pesimismo, la depresión, el suicidio. Hay mucha gente que prefiere mantenerse al margen de ella; de ese modo, siguen yendo a votar con ganas, teniendo esperanza y envejeciendo con el menor roce posible con la vida (que sigue siendo demasiado).
Así que todo el inglés que no aprendimos en el colegio con la profesora Caracaballo, lo aprendimos con el nacimiento de Internet y el acceso gratuito a ingentes cantitades de porno y cine independiente; todo ese material que a juzgar por el relato actual, convertirá a los niños de ahora en futuros violadores babeantes tipo “Mad Max: Furia en la bragueta”. Así de fácil se descifra y anticipa el mundo cuando eres creyente. O sea, un nivel de inglés claramente insuficiente para comunicarse decentemente con la pianista oriunda de Milford, Pensilvania. La mujer de la tumbona o quizá la mujer que ahora mismo debe hacer vida de primera clase a ocho mil kilómentros de aquí con su marido, su mascota y una criatura que echa de menos todo el tiempo a su madre artista. Como para no.
El tema de quién sea de verdad y cómo viva ahora Vanessa Carlton, es claramente incómodo para los que la admiramos y amamos. No querrías investigar, pero de vez en cuando tropiezas con un maromo recurrente y una niña pequeña sospechosa en su Instagram. Cualquiera que haya chiflado por una estrella del pop, sabe a qué me refiero. No es que te la fueses a ligar si estuviera soltera y de gira por tu país, pero ¿quién se cree que es ese fulano del montón para monopolizarla? ¿Y una hija? Venga, hombre. No hablamos de una persona normal, ¿cómo va a tener una vida normal? ¿Y quién quiere una vida normal? Y ahí está el problema: casi todo el mundo quiere una vida normal. Y no pienso intentar definir semejante cosa.
Nos bebemos a morro su carrera musical, por otro lado, que nunca murió, pese a que ciertos medios dejaran de mirar en esa dirección –en la que estaba ella y muchos otros– como lo hacían a finales del siglo XX. El circuito musical especializado siempre la ha tenido en cuenta, pero los cauces masivos se quedaron con la imagen de la chica con encanto que abarcó el planeta con su primer single, y que (¡qué descarada!) no quería ser Britney Spears, sino más bien Regina Spektor. Así que mientras otras se teñían de rubio y se iban de cabeza a por la casa con piscina con forma de riñón, Vanessa se puso a escribir las letras para su segundo album, Harmonium. En la portada del disco mantiene su melena azabache, posa sentada en un taburete y apoyada de espaldas en las teclas del piano; vestido negro de tirantes (como un corsé de corte antiguo) y una suerte de zapatillas de aspecto sucio y sin talón. En lo artístico, tras el éxito desorbitado de su primer disco, Be Not Nobody, ella misma reconoce influencias de Jeff Buckley y PJ Harvey. En lo comercial, inevitablemente las ventas bajan, pero ella ya nunca abandonará ese camino de crecimiento conceptual. A día de hoy sigue llenando sus conciertos, y su música sigue evolucionando. Podría haber fingido seguir siendo la chica letrista y pianista posteenager de su primer disco, pero en realidad nunca abandonó del todo a esa chica: simplemente la dejó crecer.
Fíjate si le podría decir cosas a Vanessa; bastaría con aprender inglés durante un par de años o diez, localizarla, declararle mi amor y hablarle sobre la carencia de dignidad de la música prefabricadamente comercial. Para cuando ella llamara a la policía, yo ya habría cumplido un sueño. Que podría ser, qué sé yo, saber a qué huele Vanessa Carlton.

Sigue haciendo un frío y un calor espantosos. Bienvenidos el jersey y el bañador. No es sorprendente que los mirones seamos los solteros, aunque todo el mundo mire. Uno de nosotros dice que a Vanessa no le pegaría quedarse en biquini aquí, entre fulanos en baja forma y sus parejas más o menos acomplejadas físicamente tras un parto o dos. Vanessa deambularía entre los presentes de forma discreta, esperando no ser demasiado reconocida, bebiendo con moderación, conversando como lo haría alguien que no ha vendido millones de discos cuando ya no se vendían discos.
El tema se va enfriando, y cada vez está más claro que ninguno de nosotros se atreverá a hablar con ella. Por suerte o por desgracia no somos esa de clase de soltero conversador y picaflor; más bien somos la clase de tíos que tienen las relaciones contadas, y cuya forma de hablar con las mujeres desconocidas atractivas se parece más al proceso de desactivación de una bomba. Quizá sea así la abrumadora mayoría. Poco a poco vamos desconectando del factor Vanessa, o lo intentamos, o más bien no.

La tarde va cayendo, algunos añaden una capa a su indumentaria, la propia “Vanessa” se pone una ancha camisa blanca. Ya casi no hay sol que tomar, habla –aunque no podemos oírla– con dos amigas que no conocemos. Cuando se quita las gafas sigue siendo “ella”. No hay manera.
Hemos acabado aquí porque era el cumpleaños de alguien. Al parecer ese alguien conocía a alguien aficionado a los seis grados de separación. Nos ha llegado el rumor de que el cumpleañero no tiene demasiados amigos en Periferia, aunque sí mucho dinero de sus padres y un par de casas enormes con amplios jardines y piscinas. Estamos aquí de rebote, ni siquiera hemos felicitado al cumpleañero. Me embarga una conocida sensación de desubicación, lo que me hace recordar la juventud, la época de discotecas y sentirte al borde del coma existencial. A veces el vínculo con las personas se caracteriza por una carencia total de vínculo. Te conviertes en figuración.
Alguien saca el tema de no ser nadie, de no haber llegado a nada. Se parte de risa mientras lo dice. El resto del grupito nos sentimos igual. Es entonces cuando empezamos a beber en serio. Lubricante terapeutico. Siempre que haya gente, el semáforo de beber está en verde. No es que nosotros bebamos para buscar amigos o pelea, pero a veces las cosas vienen solas. Basta con que hagas acto de presencia y mantengas la bocaza bien abierta. No todas las borracheras son iguales, pero la tendencia es hablar más y más alto de la cuenta, a menudo pasándole factura al mundo. Alguno de nosotros se pone a dar voces diciendo que el Doctor Manhattan tenía razón. Al mundo lo que le sobra es la gente. El superhombre se va a Marte para escapar de los periodistas y los centros comerciales, y construye su propio castillo de vidrio. Espectacular y frío como una modelo de lo 90 (él y el castillo). No necesariamente bello, pero imponente (ambos también). Esto da pie a una retahíla de críticas chillonas al culto a la delgadez, y a eso le sigue un cúmulo de insultos a los tuiteros que no paran de hablar de gordofobia. Gluc, gluc, gluc.
Hacía unos quince años que no vomitaba, y de repente me veo dando vueltas por dentro de la casa del ricachón, que ahora me parece el puñetero hotel Overlook. Hay tantos lavabos que no doy con ninguno. Cuando en mi piso me estoy cagando, en cuatro pasos y dos silbidos tengo la taza delante.
Cuando por fin encuentro donde poder sufrir civilizadamente, el ritual tiene miga. Vomitar de crío es como abrir el grifo de la manguera del jardín; a los veinte años haces algunos aspavientos, pero enseguida lo pones todo perdido como un activista climático en un museo. A los cuarenta, la cosa se convierte en una performance asquerosa e interminable que repugnaría a Marina Abramovic. Al cabo de unos veinticinco minutos que han durado como veinticinco minutos en la infancia, salgo del servicio con cara de video sin filtro y me tambaleo apoyándome en las paredes. He logrado no vomitarme encima y limpiar el estropicio de forma eficaz. Hasta he encontrado un ambientador y me he pasado tres pueblos; el lavabo apestará a “pasión floral” durante meses.
Cuando logro llegar a donde están mis amigos, uno de ellos cabecea en dirección a la tumbona. Vanessa ha hecho acto de desaparición. Se me informa de que probablemente está en algún lugar dentro de la casa. Vocear, brindar. Algunos están compitiendo a beber chupitos sin decir lo que piensan. Beben y se hacen preguntas sobre cuestiones políticas o sociales. Después del quinto trago has cerrado las fronteras del país y apuntado tu hijo a un colegio privado. Decidimos meternos también en la casa. Parece haber más gente que antes, como si hubiera llegado el turno de noche. No descartamos que nos echen por no haber superado el tiempo de prueba. El amigo común que nos ha animado a venir “por ser viernes y no ser aún unos viejos”, nos dice que pasemos a la sala del piano. Se nos acelera el corazón. ¿Hay un piano? En realidad hay un piano en muchos de estos casopolones hijos del capitalismo despiadado (¡ricos malos!). No hace falta que nadie que viva en la casa lo toque. Es como un árbol de Navidad para todo el año, y mucho más bonito. Y si montas reuniones al estilo Gatsby, quién sabe si alguien podría animar la velada. Es como la guitarra de campamento de los pijos. En invierno tocas villancicos y en verano te tiras a la sirvienta encima.

Volvemos a hacer contacto visual con la doble de riesgo de Vanessa. En realidad los dobles de riesgo no se parecen un carajo a los actores, y en este caso tampoco sabría tocar el piano. Sería como una broma macabra que encima se sentara a tocar preludios de Bach. Cada vez más Vanessa, sin que nadie aclare nada, sin que ningún idiota le pida tocar A Thousand Miles sólo para ver su cara. Sacamos el móvil y empezamos a googlear. Otra vez intoxicados de estrella pop. Vanessa Carlton imágenes. Como si no supiéramos exactamente la pinta que tiene en la actualidad. La carátula de Be Not Nobody por todos lados; también la de Harmonium. La mirada oscura de Vanessa aquí y allá, más seria y desafiante de jovencita, más segura y relajada en los últimos años. Fotos, videos, gifs, memes, fechas de concierto con las entradas agotadas, y un Instagram activo que no da pistas y es menos variado de lo que uno querría. Miramos el móvil y la miramos a ella. Habla con una pelirroja sobre algo que parece importante. Es entonces cuando un chaval que podría ser el hijo de alguien de aquí concebido en el lavabo de una discoteca, decide vomitar encima de uno de los sillones monoplaza que hay como sacados de Barry Lyndon
Se produce un pequeño griterío y algún derribo de muebles. No hay tantas cosas que den más asco que ver vomitar a un veinteañero. No queda más remedio que pasar a otra sala, en la que además hay otro piano. O bien el niño rico realmente les saca provecho o se trata de algún tipo de fetiche o carga familiar. Alguien grita como para sí mismo: ¡ánimo, que es primavera! Nadie sabe a cuento de qué. Uno de nosotros (yo no, desde luego) decice que va a hablar con esa mujer. La doble, la real o la que sea. Somos unos críos, dice, ¿por qué simplemente no vamos y le preguntamos? Yo podría contestar a eso: por una suerte de vértigo insondable. Uno no está seguro de querer que ciertos personajes atraviesen la pantalla o salgan de tus cascos. ¿Qué pasa si te miran con desinterés o incluso desprecio? Creo que las personas que etiquetan de antipáticas a las celebridades a las que abordan en los aeropuertos, en realidad se sienten estúpidas consigo mismas. Ningún artista relevante puede estar a la altura de la belleza que genera. Su obra cava túneles en tu cabeza y resuena en tu pecho de tal forma, que para ti la obra y el artista son lo mismo. No hay traducción posible a carne y hueso. Tratar con la fuente de la obra, conocerla, hablar con ella como hablarías con cualquiera, puede ser una idea pésima: una de las peores concebibles. Sería distinto en un contexto sólido, si por ejemplo fueras periodista y tuvieras que entrevistarla. No es que eso te asegure una experiencia aceptable de contacto con la fuente, pero al menos hay un acuerdo, una cita profesional.
Aunque por otro lado uno se pregunta si no podría simplemente iniciar una pequeña charla, intentar sacarle un sonrisa, aunque sólo fuera un gesto amable. Uno podría llevarse eso, recordarlo, una tontería, un detalle, un encuentro inocente y creíble que podrías contar en el futuro.
Mi amigo el valiente, en lugar de cruzar la sala y hacer contacto social con “Vanessa”, se ha ido al lavabo a vomitar. No estamos seguros de que no haya fingido la indisposición. Cualquiera diría que somos estúpidos, que la cosa no es para tanto, y tendrían parte de razón. En realidad hace tres horas que estamos aquí, y al menos llevamos hora y media como una cuba. Todos tardamos mucho más en armarnos de valor en el pasado para hablar con ciertas chicas. Días o hasta semanas de nervios e incertidumbre. Como ya he dicho, no somos el perfil de machote picaflor. Quizá pequemos de soñadores o idealistas, como si las mujeres no mearan ni cagaran. Da igual que ya nos conozcamos sus fluidos, y tanto los buenos olores como los no tan buenos. Youtube no huele, ni tampoco Spotify.
Más de uno de nosotros tiene un interés romántico en la vida real. Lo malo de rondar los cuarenta es que a menudo la mujer que te interesa ya ha formado una familia; niños, animales, un marido aburrido pero responsable… puedes ver las fotos de boda en la red. Nada te hace pensar que le vaya mal, aunque quizá esté hasta el coño de los críos y su maromo de por vida ya no le encienda el corazón como antes. Pero se levantan ciertas barreras de compromiso, y normalmente ya no tienes nada que hacer. Si eres honesto, tampoco tienes claro que quisieras meterte en ese tipo de jardín, con una mujer separada, críos confusos y un perro encantador que te ladra cada vez que te ve.
El perro de Vanessa Carlton se llama Sinatra. Imagina que algún actor, músico o miembro de cierta élite lograra atravesar esas barreras con ella. Sinatra no entendería nada. Las cosas se asientan por algo. El amor puede ser algo muy inconveniente, muy caprichoso, un cáncer de la edad adulta. Se supone que uno supera esos impulsos de joven. Pero no tiene por qué. Y no tiene nada que ver con lo que supuestamente hayas madurado o logrado en la vida. Alguien se te mete en la cabeza, fin. Por eso es tan difícil que esa mujer sea ella. No porque no pueda ir a una fiesta lejos de su familia, sino porque cuesta creer que prefiera estar aquí.
No hemos encontrado nada relacionado con una gira que la haya traído. No tiene explicación que esté en el mismo lugar que nosotros. Tal y como lo vemos, la única respuesta sería la bilocación. Podría estar aquí y en Nueva York (donde ahora vive) al mismo tiempo.
Justo cuando mencionamos eso entre risitas estúpidas, podemos oír cómo ella levanta la voz. Está hablando en inglés…

Miro hacia arriba intentando digerirlo, no sé por qué. Mala idea; es como si de golpe tuviera un ataque de acrofobia, el mismo miedo a los techos altos que tenía Poe. Muy bien; nos miramos entre nosotros, la miramos a ella con escaso disimulo. Es como si se reiniciara una partida que nunca comenzó. Hace pensar en esa gente que llena su vida de proyectos; sólo de proyectos. Volvemos a sacar el tema de nuestro nivel de inglés. ¿Que haría Caracaballo en nuestro lugar? Ahora que la hemos oído ya no dejamos de oírla. Sencillamente hemos caído en un lugar más cercano a su grupo, que no deja de mutar; habrá hablado más o menos largo y tendido con unas veinte personas. Es como si ahora todas las piezas encajaran. Mientras estaba en la tumbona casi nadie la molestaba, pero al levantarse fue como integrarse. Esto es absurdo, dice uno de nosotros. Dice que estamos sufriendo algún tipo de alucinación en grupo, producto de la crisis de los cuarenta. Puede que tenga parte de razón, ¿pero la gente que sufre de eso no se aficiona a los coches deportivos y las veinteañeras? Interrumpo y digo que sólo es un caso agudo de mitomanía, y que además estamos cocidos. Como sea, todo el mundo habla de forma fluida, todos se ríen y se codean sin problemas con ella. Cada media frase que nos llega es en un perfecto y relajado inglés, sea de ella o de su interlocutor.
Estamos fuera de lugar, nos damos cuenta por fin. Casi nos podrían estar gastando una broma colectiva. Como si hubiesen invitado a cuatro paletos a la cena de gala del Emperador. Una distracción para las clases pudientes. Creíamos que nosotros eramos los observadores, los mirones, pero en realidad lo han sido ellos con nosotros. Entramos en una fase de paranoia. Cuando alguien vuelve de uno de los lavabos de la planta baja, es raro que no esté sorbiendo y restregándose la nariz. Esto no encaja, dice alguien. No le pega a Vanessa estar aquí. Aún nos pega menos a nosotros. Esto es un antro de ricos raritos, donde se reúnen los cínicos de alta gama y los depredadores. Quizá tendríamos que hacerle entender a Vanessa que tiene que acompañarnos; la sacaremos de aquí, la pondremos a salvo. La montaremos en el primer avión que salga con destino al aeropuerto JFK. Nos lo agradecerá el resto de su vida, se lo contará a Jimmy Kimmel en directo, también a Fallon, y entre risas de alivio a Drew Barrymore en The Drew Barrymore Show.
Rescatar a la chica, la fantasía popular estrella. Despreciada si la llevan a cabo otros y noble activismo si lo hace uno mismo.
Intentamos tomar asiento, sólo uno de nosotros logra hacerse con un sillón, el resto toma posiciones en el suelo. El piano sigue por un lado y Vanessa Carlton por otro, si es que es ella, aunque hermana gemela no tiene, su hemana Gwen evidentemente no lo es. O sea que es ella, ¿quién si no? La situación es completamente ridícula. Acabemos con esto. Me levanto, arturdido, intento despejarme bebiendo del refresco de alguien. Me empujan a modo de protesta y me gritan: ¡capullo! Me encaro con el tío y pregunto: ¿quién es un capullo? Vuelvo a tener trece años y estoy jugando al fútbol en el barrio. De verdad que no hay adulto más inofensivo que yo; de hecho eso se ha convertido en un problema. El tío me mira y no aparto la mirada, nuestras narices se llegan a tocar. Se hace el silencio de forma gradual. En algún momento antes de la mayoría de edad, dejé de pelearme, pero nunca pierdes el toque. Se trata de convertirte en el imbécil adecuado. La mayoría de gente no sabe que fui un niño tirando a peligroso. Nunca empecé una pelea, pero nunca perdí una. Nunca le cuento todo esto a nadie. De hecho es –que yo recuerde– la primera vez que soy el que provoca la confrontación. Quizá sí sea la crisis de los cuarenta, o puede que haya estado acumulando algún tipo de rabia durante veinticinco años. Nadie me enseñó a contar hasta diez antes de hacer una estupidez, pero aun así lo hago. Respiro hondo. Probablemente a la mujer Vanessa ya le parezco un troglodita. Dejo de mirar al fulano y miro en torno. Ella ya no está.
Mis amigos me observan entre divertidos y decepcionados. Mala jugada, el peor momento para recuperar la adolescencia. Ni un solo empujón, ni una provocación más; logro alejarme del tipo sin intentar romperle la nariz (mi golpe favorito). Camino con parsimonia de vuelta hasta la posición inicial. Misión fracasada. Aunque no es tan grave. Me dicen que en realidad Vanessa no ha visto nada. Ha salido de la estancia segundos antes de que mi yo imbécil entrara en escena. 

Se nos acerca el colega que nos trajo a la casa. ¿Qué ha pasado? Yo no digo nada, mis amigos me defienden. Nada, un capullo que se nos ha encarado. Quizá haya que aclarar que dos de mis colegas son amigos desde que nos sentíamos muy mayores por no llevar pañales. Hace muchos años (no tantos a nivel de percepción) me vieron enzarzarme no pocas veces, sobre todo en competiciones deportivas. Nunca trasladé esa tendencia luego a los bares. Parecía que en el terreno de juego había manga ancha para la violencia. Sería deshonesto si dijera que no me sentía increíblemente bien cuando sacudía a un crío vacilón o gilipollas. La mayoría no esperan que lo hagas, que reacciones y te defiendas, y aún menos en la edad adulta, ya sea en lo físico o en la interacción social. La fama de violento que tiene el ser humano en el fondo es sumamente engañosa, y tiene mucho más que ver con la política y la militancia: gente que delega y lava cerebros. Nunca me interesó esa vertiente de la violencia, pero si un chaval me empezaba a hacer bullying, a la tercera provocación disfrutaba viéndole flipar con su propia sangre en las manos y la ropa.
A mi mente le cuesta volver al presente, arrinconar al chaval de catorce años. Al parecer la noche es agradable y no poca gente ha vuelto a la zona del jardín. Ya no corre el viento más bien molesto de la tarde. Unos pocos cantan el cumpleaños feliz, es la primera vez que lo oímos. El cumpleañero da cuatro voces poco enérgicas, suponemos que agradeciendo la presencia de todos. No le oímos un carajo. Da la sensación de ser la persona más aburrida de la historia. Pero yo he podido dar esa impresión a veces, así que me callo la ocurrencia. La mujer Vanessa (o chica Vanessa) –así nos referimos ya a ella– se ha sentado en la tumbona y ahora parece estar rodeada de moscones. Quizá algunos se han armado de valor, quizá sin tener ni puñetera idea de quién es. Mal momento para intentarlo de nuevo.

Puede parecer que no, pero hablamos, reímos y nos contamos anécdotas (las de siempre), no todo gira en torno a lo mismo. Pero a menudo eres el secundario tontorrón de tu vida. El alivio cómico de nadie, o si acaso de tus colegas. Pocas personas son realmente protagonistas de su vida. Y sin querer caer en los tópicos de la autoayuda más comercial, la mayoría no somos más que el eléctrico que tiende cables en el rodaje de nuestra propia existencia. Así es imposible no fijarse en la estrella, la celebridad, al menos cuando te importa, cuando hay admiración genuina.
Aumenta el ruido, levantamos la cabeza. Parece haber un descubrimiento colectivo, como si alguien hubiese sacado el móvil y buscado cierto videoclip. La chica del piano, principios de los dos mil. Eso puede ahuyentarla más pronto que tarde. La gente se empieza a arremolinar en torno a ella, los espabilados del turno de noche. El resto han tardado horas en darse cuenta, pero cosas más raras pasan: como ser el primero en saberlo y no aprovecharlo.
Nos sentimos derrotados, ni siquiera nos miramos entre nosotros. Vanessa Carlton en Periferia. Nuestro colega que viene y va, el amigo del amigo del cumpleañero, se acerca y nos pregunta: ¿sabéis quién es esa chica?, vais a flipar. Qué me vas a contar. La gran revelación de la velada, preguntas y dudas, ¿tres millones de discos vendidos?, ¿cinco?, ¿más? A veces la búsqueda de Google más fácil se complica. Comienza la ronda de fotos. El primero es el cumpleañero; la mira como un perro bobo a su dueña para un reel de Instagram. El tío hubiese sido capaz de brindar con chupitos con Elton John sin despertar.
Después hay ronda de chicas, grupitos y más grupitos, jovenes y maduras. Es increíble, murmura alguien. Ahora los tíos la miran como si estuvieran intentando descifrar la peli Primer. No muchos se le acercan, aunque algunos lo hacen, murmuran algo, le dan la mano como cerrando un contrato. El barullo tarda un rato en disiparse. Es evidente que más gente la había conocido antes, pero debe haber habido acuerdos de discreción. Era imposible que eso se mantuviera hasta el final.
Uno de nosotros dice que ha visto incluso a una ex hacerse el selfie con la repentina celebridad. Ves a una persona de aquí para allá sin darle importancia, y luego resulta que es un hito de la cultura pop. Y ni siquiera se desplazaba flotando un palmo sobre el suelo. Ahora que tenemos la seguridad de que es ella, y con todo el jaleo, si la abordáramos ya sería en calidad de meros fans haciendo cola por una foto; potenciales receptores de su buena voluntad en riguroso piloto automático. Eso nos da otra razón excelente para no hacer nada. Quizá alguien le pida que interprete una canción en alguno de los árboles de Navidad para ricos de la casa. A veces está bien que un piano sea un piano. 
Conste que, aunque ya no nos sintamos los nenes especiales que han reconocido (más o menos) a Vanessa Carlton, aún tenemos ganas de acercarnos y decirle algo. Ya no tendremos mucho tiempo, y además tenemos que construir una frase o dos en inglés, siempre esperando que ella no se anime demasiado a hablar…

Llegado el momento, esperamos a que un fulano termine de contarle no sé qué. Creo que es un sueño recurrente en el que despierta encerrado en la caja del piano del videoclip de A Thousand Miles. El tío lo cuenta como si fuera un sueño erótico que alguien le ha obligado a confesar. Dice que, por más que grita e intenta hacerse notar, ni ella ni el equipo de rodaje le oyen. Las pausas entre toma y toma son interminables, y despierta cuando parece que se va a desmayar por el calor. Ella le mira como si mereciera toda su atención. Una chica (la pelirroja de arriba) agarra a Vanessa por el codo y literalmente la salva, lo que también la vuelve a alejar de nosotros.
Me doy cuenta de que estoy volviendo a beber alcohol. Ni siquiera lo he pensado, es la primera vez que lo hago en las siguientes cien horas después de haber vomitado. No sé dónde está la barra libre o los barriles; me van pasandos vasos y los sopeso con vaga aprobación. Creo que más tarde tendré que volver a vomitar, y mientras pienso en ello alguien me arrastra otra vez hasta dentro del casoplón.
Tomo conciencia de que suena un piano. Me bebo todo lo que queda en el vaso (la mitad) y lo dejo caer al suelo. Al parecer Vanessa también ha bebido, porque le está dedicando una canción al cumpleañero.
Le está tocando White Houses, en la que literalmente habla de cuando perdió la virginidad (“su primer error”, dice la letra). Intentamos hacernos hueco entre la gente. Lo que está pasando no nos parece plausible; ahora nos sentimos como cualquier youtuber “ingenioso” viendo cualquier película. No hay quien se lo crea. Toca y canta de forma melosa, sin equivocar ninguna nota, haciendo que la canción crezca y mejore la versión de estudio. Eso no es raro. Pero todo lo demás sí. ¿Quién es ese fulano?, pregunta alguien. Es como cuando a un florescente le cuesta encenderse. Parpadea y no está claro que se vaya a decidir, pero al final, quieras o no, se hace la luz. Cuando la canción acaba, Vanessa se pone en pie y le da un beso en los morros al cumpleañero.

Es como tener siete años y pillar a tus padres follando a perrito en lugar de echar la siesta.
Ninguno habíamos caído. Ese trozo de pan aburrido es su puñetero marido. ¿Estás viendo lo mismo que yo?, me pregunta alguien. Saco mi móvil y vuelvo a revisar el jodido Instagram. Es el mismo tío pero rapado y afeitado. Se ha pasado toda la fiesta deambulando como quien no tiene que hacer absolutamente nada más en la vida. Lo cual ahora nos cuadra perfectamente. Antes ya se hizo una foto con ella, le tomamos por un fan más o menos igual de atontado que nosotros. Alguien me trae un vaso lleno de vodka hasta los topes, coloreado con fanta de naranja. Buscamos a nuestro colega, nuestro contacto, ¿es que él no sabía quién era ese pavo? Nos dice que la casa no es de él, pero sí de un amigo, un músico, como él. Luego sigue hablando, haciendo árboles genealógicos de músicos y construyendo lógicas absurdas sobre cómo puedes acabar en la fiesta de cumpleaños del marido de Vanessa Carlton sin saberlo. El tío está de gira o algo así, colaborando con el marido músico de Gwen Stefani o vete a saber. No nos importa un carajo.
Hemos estado equivocados en todo. ¿Es que nadie nos informa?, oigo decir. Aumenta el runrún de pasmo entre los tíos, no solo flipamos en mi grupito. Se produce una sorda conmoción. Ahora las mujeres miran al fulano como si estuvieran intentando descifrar la peli Primer. El tío que no las miraba aunque le pasasen las tetas por la cara. El tío que ha llegado a la cumbre de lo posible y se ha construido allí arriba una casita con valla blanca, una hija, el perro Sinatra y Vanessa Carlton. Están tan unidos que ella puede cantarle cómo perdió la virginidad con algún idiota guaperas, y a él le encanta oírla. Tan unidos que es imposible saber qué se dicen cuando se miran o se ignoran. Es todo puro subtexto del subtexto. Es como ver a gente feliz de verdad, y es sumamente inquietante.

Me bebo el vodka mientras reflexiono contra mi voluntad sobre los últimos veinte años. Luego se me enciende otra bombilla: obviamente Vanessa no se va a ir. Lo lógico es que se queden en ese casoplón lleno de pianos hasta que la agenda lo permita. Nos movemos hacia el interior de la casa. El salón principal ya está limpio de vomitonas y hay varios grupitos comentando la jugada. En realidad no es nada tarde, pero en mi cuerpo y ánimo es como si fueran la seis de la mañana. Nos apoyamos unos en otros. Oye, dice alguien, hemos visto tocar en directo White Houses a Vanessa Carlton. En puto exclusivo directo. Ni siquiera había nadie grabando, o al menos no hemos visto a nadie. No está mal para ser un viernes que se presentaba sin expectativas. Hacía siglos que no salíamos, y en lo personal años que no bebía tanto.
Miramos en torno. Vanessa debe haber vuelto al jardín. O quizá está pensando con su marido la manera de echarnos a patadas de su no casa. En el futuro sabremos que en realidad nos colamos, o más bien nos colaron. No había ningún tipo de entrada libre, nada de libertades extrañas ni seis grados de separación permitidos. Simplemente algunos le echaron morro, otros hicieron la vista gorda y el resto no nos enteramos de la misa la media. A estas alturas de la noche, no podía sospechar que aún no había llegado mi momento.

La guinda es que luego merodeamos por el jardín, y ya hay ciertas zonas oscuras y vacías de gente. Y yo tengo claro que tengo que volver a vomitar. Y que no me va a dar tiempo a llegar a ninguno de los lujosos lavabos repartidos por la mansión Wayne. De modo que busco en solitario una zona de césped en penumbra en la que desplegar mi talento para dar asco. Me apoyo en uno de los cucos muretes cuando ya no hay vuelta atrás. Me arrodillo y comienza la danza de la arcada. Es como si tuviera que sacar un Balrog de lo más profundo de mis tripas. Un montón de cerveza y vodka y canapés, paté, frutas, todo tipo de pijadas trituradas y mezcladas con jugos gástricos y no poco miedo a una muerte prematura por colapso cardiovascular o cerebral.
No recuerdo que nadie se haya quedado en silla de ruedas por esfuerzos al vomitar, pero lo contemplo como un reto viable. Entro en pánico cuando oigo unos pasos detrás y ruido de bolsas. Lo siento, digo, no me daba tiempo de llegar al lavabo. Aún no sé quién es la persona, pero me acabo temiendo lo peor/mejor.
Cuando logro expulsarlo todo, cuando ya sólo queda el prólogo de convulsiones y malestar general, me siento en el suelo (casi encima de mi obra), y me dispongo a volver a disculparme. Primero pensé que sería alguien del servicio, alguna limpiadora, un camarero estudiante, algún cocinero. Quizá Alfred Pennyworth (el de Caine), con su mirada de exaspero y paciencia.
No tengo fuerzas para sorprenderme, aunque sí llego a sonreír. No diré que la acompañaba un aura de luz hecha de talento y experiencia.
Are you OK?
Qué se puede decir…
Sorry for…
Suelta unas bolsas grandes de basura, al parecer desperdicios nuestros, de los invitados, los no invitados, los humillados y los ofendidos.
Ojalá poder hablar con ella, pienso. Quizá cree que estoy llorando, porque se sienta a un metro de distancia. Creo que me sonríe y resopla –aunque no se ve un pijo– cuando llega la melodía enlatada de A Thousand Miles desde dentro de la casa. Con el hedor a vómito en la boca, sólo puedo rogar para que el momento no termine, para que dure lo suficiente para quedar como un estúpido, y poder saborearlo.

7 comentarios en “Cuento de primavera

  1. Todo lo que diré o escribiré será pura imaginación porque nunca me ha pasado algo ni remotamente parecido sobre la que cimentar la opinión del comentario. Aún así, me identifico con la actitud del grupo, jamás me destaqué por la capacidad de encarar féminas, así que hubiera (no) hecho lo mismo sin dejar de especular. Soy muy poco inclinado a interceder en las vidas públicas de los personajes famosos así que el resultado hubiera sido el mismo.
    Sigo pensando que en Periferia hay personajes como para hacer una novela. ¿Cómo va eso?

    1. Gracias por la lectura 😊. Ya hubo algún intento de novela hace años, pero ahora no sabría qué hacer con aquel manuscrito. Muchas cosas han cambiado en mi cabeza… Pero siempre es una cuenta pendiente. Hace falta que se acumulen algunos temas y neuras con que rellenarla 🧐

  2. La vida es ese cúmulo de cosas que estuvimos a punto de hacer y nunca hicimos… El semáforo verde del alcohol es siempre una trampa, parece que da paso a una carretera despejada pero siempre acaba en un abismo.

    Gran relato, como de costumbre.

  3. Lo más efectivo sería contratar a Drax y Mantis como regalo de cumple xD Me ha gustado el relato, ahora voy a ponerme ‘A Thousand Miles’.

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