Cuento de verano

David. Sonora. 2 de julio. En ocasiones muy puntuales me sorprendo pensando: ¿ahora estoy bien?
Pasan algunos segundos, puede que un minuto. Habito el presente y concluyo que me siento bien, feliz, si se quiere.
El resto del tiempo hago lo que puedo por no sucumbir. No hablo de suicidio ni nada parecido. Me doy más a los ataques de ansiedad, las noches de pánico y un terror profundo a la muerte (la propia y la ajena). Ansiedad, pánico, terror; en eso soy realmente bueno.

Me hago mayor. Echo de menos la música con guitarras, la teconología analógica y la economía del lenguaje.
El futuro ha llegado, y parece descartar tanto lo malo como lo bueno del pasado. El futuro es un adulto ególatra y paralizado que llora.
Al final no hay coches voladores ni violencia cero, y los que prometen cosas así ahora me parecen obscena e irritantemente ingenuos.
Cuando no vampiros.
Vampiros políticos admirados por coprófagos que se comen su mierda y desean ser mordidos y convertirse.
Hay políticos que no usan la taza de váter desde hace una década.
Quizá influya el auge de las redes sociales. No soy tan mayor para ser ajeno a ellas. Estoy entre dos tallas generacionales.

A muchas personas les gusta verse a sí mismas como seres complejos, interesantes, con uno o dos talentos irrefrenables a punto de hacerse rentables y visibles a gran escala. Yo también me he llegado a ver así. Lo cual es una fuente inagotable de frustración. Si eres listo no lo haces notar demasiado. Antes era más fácil no hacerlo, ahora cada vez más gente habla sin parar de lo que quiere hacer, dispersando toda esa energía. Hablan en lugar de hacer, prometen en lugar de hacer, fardan antes de haber hecho. Fardan de plan, de agenda, y hasta de atención por su propia salud mental (que parece empeorar cuanto más hablan de ella). A menudo de lo que más fardan es de humildad. Hasta te ponen ejemplos de auténticos titanes en lo suyo –actores, escritores, científicos– y de lo humildes que son.
El delicioso autoengaño. Ven a alguien recogiendo un oscar y te quieren convencer de que hasta ahí se llega con humildad.
Luego te alertan de la cantidad de cabrones que hay lanzando bulos y confundiendo a los jóvenes.
Cuanto menos éxito tienes, más sabes, más talento tienes, más equivocados están los demás, más injusto es el sistema.
Todos tus planes, tus proyectos, tus ideas, tus originales premisas, toda tu elocuencia hablando de lo que vas a hacer. Y nadie te lo valora.

Anabel. Sonora. 2 de julio. No siempre es fácil encontrar la palabra. Siempre puedes inventártela, o aún peor, usar la que se ha inventado alguna celebridad posmoderna. Ahora está de moda inventarse y reformular palabras, es más fácil que conocer y utilizar con propiedad las que ya existen.
No soy una talibana del idioma, aunque me irrite escuchar un discurso plagado de anglicismos. Te dan ganas de darle un sopapo a alguien. Pero a veces descubres la palabra que te define con precisión en otro idioma.
Schadenfreude. Los alemanes tienen una palabra que hace referencia al placer experimentado ante la desgracia ajena. Schadenfreude.
¿Hay algo más definitorio del placer en el ser humano?
Schaden significa daño, y freude, alegría. El schadenfreude puede competir incluso con el sexo, y a la vez definirlo a ciertos niveles.
No es que mi único rasgo sea el schadenfreude, pero descubrir la palabra fue como descubrir una palabra espejo. Ahí estaba yo, reflejada con la precisión de un poema inspirado. La pelirroja hija de puta, como me llamaba mi ex más célebre.
Una señora ha venido a donde estaba yo tostándome. No es que sea de las que vienen a la playa sólo a tomar el sol, pero me gusta esa sensación de estar haciéndote a la parrilla. Utilizo cremas solares, que nadie se preocupe, me cubro como para ir de excursión al Sol.
Y la señora va y me empieza a hablar. Al principio no sé qué dice, pero enseguida intuyo que es un discurso a la moda. Me está echando la bronca por hacer toples.
Una ya no puede ni estar orgullosa de sus minitetas a los treinta y siete. Y no soy ninguna estrella de cine. Me cuido lo justo y necesario. Ni siquiera soy vegana o vegetariana, y no me siento culpable por ello. No estoy iniciando ningún proceso físico e ideológico relacionado con las verduras y el miedo. Es una forma de evolucionar que no me acaba de convencer, sobre todo por el tema del miedo por el simple hecho de ser mujer.
He aquí a una mujer de derechas que sólo ha votado a la izquierda toda su vida. Tengo que encontrar alguna palabra en algún idioma que defina eso. Algo tipo zorra fascista de izquierdas pero no.
Y la señora va y me dice que no quiere inmiscuirse, pero que quizá sería mejor que me pusiera la parte de arriba del biquini. Porque algún que otro tío me ha mirado. Teme por mí y por mi seguridad cuando vuelva a casa, o a mi caravana de mujer inconsciente.
Al principio aplico la escucha activa. La miro y soy puro principio de caridad.
Cuanto más la miro más me suena. Observo a mi alrededor para ver si puedo captar esa vibración patriarcal de peligro. Quizá haya un par de tíos raros, algún viejo salido, algún grupo de chavales haciendo planes para mi culo.
Nada.
La playa de todos los días, todo el mundo a su rollo. Sólo la señora está captando alguna mirada ahora, y alguno se ríe ya con la situación. Comentan la jugada y parecen conocerla, y yo querría conocerla también.
Me habla de respeto por mí misma, pareciera que no usa las palabras que querría. Ignorante, estúpida, sexualización, violación, machismo, sororidad. Está dando auténticos rodeos que huelen a terror y rabiosa actualidad. Colectividad. Los planes para ella son planes para mí. Genitales. Mente colmena. Siglo XXI.
Le pregunto que quién me está mirando, que qué pasa.
Todos te están mirando, los hombres. Crees que no, pero cualquier hombre puede abusar de ti.
Me habla de las estadísticas de mujeres asesinadas a manos de hombres este año.
Todos ellos «asesinatos machistas», añade. Lo dicen en la tele, y también los políticos (los buenos), y las voces más influyentes y respetadas. La mujeres son asesinadas por hombres en un solo contexto y por un solo motivo. Olvida el trabajo policial fascista.
–Perdone, ¿usted es la del video?
De repente caigo. La señora de TikTok, de Instagram y Youtube. Una de ellas. En Estados Unidos las llaman Karen, y también son conocidas como Charos. El femenino de cuñado.
En el video le recrimina a un señor que su hija de cuatro años siempre va vestida de rosa. Llama a la puerta de la casa expresamente para advertirle. Al no ser la primera vez que hacía algo así, el hombre se puso a grabarla. Ella habla primero y después discuten sobre roles y estereotipos de género. El paciente papá le dice que su hija siempre prefiere el rosa o el verde. La niña llega a verse en el video, vestida de verde. Nuestra Karen no deja de intentar convencer al desconcertado señor, que resulta estar bastante informado sobre la tendencia ideológica de la mujer.
Cuando al tío se le acaba la paciencia, le dice a la indeseada visita que ella no es nadie para decirle a los demás cómo tienen que educar o vestir a sus hijos.
Mientras tengo delante a la estrella mediática actual, intento recordar el momento preciso en que acababa el video. Creo que simplemente el hombre da un sonoro portazo patriarcal. Menudo machirulo opresor. Y encima ni lo sabe. Me sé de memoria el relato. Los roles, las teorías, los conceptos “interiorizados”, las chicas “viendo la luz” gracias al feminismo institucional, el sectarismo, la escala de violencias, la gravedad de los actos según los genitales y el color de piel. La igualdad. ¿Puede haber algo más idiota que querer forzar la igualdad de resultados? Pero qué sabré yo, que soy una… Aún no existe la palabra. Antifeminista es impreciso. No se me ocurre una palabra más maltratada, arrastrada y utilizada como justificante para todo. Feminismo. Ya no significa nada para mí, y desde luego no me representa en absoluto teniendo en cuenta las teorías, órdagos y políticas que se asocian ahora a ella.
La vida tiene la manía de transcurrir en presente.
El feminismo es la zorra hecha polvo y violada mil veces del feminismo actual.
Es como si alguien me obligara a adoptar a una anciana decrépita con lepra y forúnculos que no controla el esfínter y encima me insulta cada día por tener una identidad propia.
Nunca te has etiquetado y tienes que empezar ahora.
Nunca vas a ser una persona, siempre vas a ser, ante todo, una mujer, y como tal deberías hacerme caso y tener miedo en el grado que yo decida. Eso es lo que me dice en el fondo la tarada viral.
Impulsivamente, cojo un puñado de arena y se lo lanzo. Luego repito. Así hasta que se va. Mi último pensamiento antes de volver a centrarme en el sol, es sobre la gente aún joven que tiene hijas pequeñas ahora.
Esa gente y qué tendrá en la cabeza.

Oscar. Sonora. 2 de julio. La larga cala, y al final, un edificio de cristal con forma de vela de casi cien metros. Veintiséis plantas, casi quinientas habitaciones. Un hotel de y para ricachones. La vista siempre se me va hacia allí. Como buen pobre, debería odiar a los ricos, pero últimamente el deseo de ser uno de ellos es aún mayor. Parece que el resto de mis iguales no quieran ser ricos, sólo honrados. Como si ser pobre te garantizara ser una excelente persona. Imagínate mirarte al espejo y creer que estás viendo a una excelente persona. Te descarta automáticamente como tal. Los ricos quieren ser ricos, los pobres quieren ser ricos. No creo que nadie emprenda un negocio cuyo objetivo sea “ir tirando”. Así no te dará ni para eso. No quiere decir que pienses que vas a ser Fred Trump, pero la idea lógica inicial debería conllevar cierta ambición. El problema de la desigualdad no solo es económico, es que no somos iguales. Que todos soñemos con ser ricos no significa que estemos por la labor, ya sea por falta de ambición u oportunidades. Por regla general conseguir ser rico cuesta un cojón. Casi no puedes hacer nada más que trabajar para serlo, y luego para seguir siéndolo. Cuando la gente habla de los ricos no habla tanto de quienes se han hecho ricos como de sus personas satélite: hijos, parejas, herederos. Consanguineidad, braguetazo, oportunidad. Alguien con veinte años sin límites materiales. Eso es lo que nos cabrea.
Abel se presenta y coloca su toalla junto a la mía. Le quedan unos cinco minutos de ser pobre. Y en lugar de odiarle, aún le tengo cariño. Nos conocemos desde que los padres aún te daban una hostia si te ponías listillo.
Abel conoció hace dos años a una chica rubia que parecía la hija de Silvia Saint. Más guapa que Abel, más lista, más formada, más inteligente e hija del dueño de los hoteles WHG. Ahora mismo estoy viendo desde aquí el futuro de Abel, y tiene más que ver con el edificio de cristal que con su cara de vaga incredulidad. Hace tiempo que la gente no sabe muy bien cómo hablar con él. Si su novia está al lado, es como ver a un mono junto al monolito.
–¿Donde está Silvia?
Además también se llama Silvia.
–Ha ido con su padre a… No me he enterado muy bien.
La agenda de Silvia es rara e imprevisible, está llena de actividades hoteleras que los pobres desconocemos. Tiene veintiocho años; nosotros tragamos saliva con fuerza a menudo, tenemos treinta y ocho.
–Bueno, y ¿qué ha pasado con el tema ese?
El tema es que el papá ricachón le ha ofrecido curro a Abel en la movida de los hoteles. Él aún no sabe explicar qué clase de curro. Silvia tampoco. El ricachón se ríe con ganas. Todo huele a que el viejo no quiere que su hija acabe con un informático raso toda su vida. Quiere convertirlo en un «hombre de provecho». Como cuando entras en un despacho y la mesa está limpia de papeles y la silla vacía, y un tío habla agresivamente por teléfono mirando por un ventanal que va del suelo al techo. Tienes miedo de que ese tío se dé la vuelta. Creo que el suegro quiere que Abel logre inspirar esa clase de temor algún día. Su hija no puede acabar con un pulsateclas pusilánime que querría ser rico pero no se atreve a intentarlo.
–Pues lo voy a hacer. Es un rollo de asesoría, como un ayudante del pez gordo.
–¿Informática?
–Sí. Acojona un poco, pero hay cursos de formación y eso.
–Ya.
No me imagino a Abel enfrentándose a los hackers más preparados del mundo. Aunque la verdad es que no tengo ni idea de cómo se maneja. Quizá es un genio y yo lo he pasado siempre por alto. Quizá Silvia y Howard Hughes ya saben algo de él que yo desconozco.
–Ya te dije que nos casaremos, ¿no?
–¿No te acuerdas de si me lo dijiste?
Una boda de lujo relámpago; el viejo ha movido algunos hilos, y debe haber no poco personal empleado en ello. El próximo 8 de septiembre Abel se casa con la hija única de una de las mayores fortunas del mundo.
–Perdona, es que llevo unos días…
–Tranquilo, ya invitarás a algo.
Es un comentario neutro, una bromita.
–No hablo el lenguaje del dinero, tío, aún tengo mucho que aprender.
Es cierto que no sabemos nada de la cantidad de protocolos de contención o derroche calculado que debe conocer alguien con dinero de verdad. No un futbolista o una estrella del pop, sino alguien cuya única meta era hacer pasta, controlar la pasta y multiplicar la pasta. No jugar al fútbol o componer Wonderwall. Hasta los pobres sabemos que hay muchas clases de ricos.
Abel ha tenido siempre un discurso de lo más tajante contra los ricos. Le he visto gritar con la vena hinchada a cualquiera que se le ocurriera relativizar los resultados de unas elecciones, o mostrarse reacio a insultar a cualquier figura mediática asociada con la derecha. Claro que hace ya un tiempo de eso. Pero no me cuesta deducir su guerra interna desde que conoció a Silvia en una fiesta pija en la zona hipster de Sonora. De golpe la vida te sacude y desordena tu interior. Se abre el telón de tu yo idelógico y aparece tu yo verdadero. Estás tan acostumbrado a tu yo escaparate que no ha de ser fácil dejar que la gente vea la trastienda. Yo nunca fui el más listo, ni en el colegio ni en la calle ni en la vida adulta. Pero algo me decía que mejor no ponerme esa camiseta del Che. Mejor no dividir la historia siempre entre buenos y malos. Podía decir algunas cosas para encajar, sobre todo en la universidad. Pero no, yo no era un chico de símbolos y fuertes convicciones. Era lo que ahora se llamaría un fascista.
Abel ahora tiene la oportunidad de vivir bien. En los círculos en los que siempre se ha movido, vivir bien es uno de los grandes pecados. Vivir no bien, sino correctamente –que es lo que se valora entre pobres–, es estar más bien jodido, no llegar nunca a ser nadie realmente acomodado economicamente; y de ser así, ocultarlo en la medida de lo posible. Se recomienda mencionar a menudo el síndrome del impostor, o la nueva moda, hablar sin parar –y con la cabeza gacha– de lo «privilegiado» que eres. Da igual que hayas sudado sangre para lograr lo que tienes. Si tienes más de lo habitual, si empiezas a ser un caramelito para la Agencia Tributaria, te has pasado de la raya.
La pregunta siempre incómoda es: ¿a quién le interesa más en el fondo que siga habiendo pobres?
El Abel ideológico está perdiendo la partida con el Abel verdadero, el que consume, come en restaurantes, colecciona películas y libros y le chifla viajar y cambiar de móvil.
Lleva un rato callado con la mirada perdida.
No le serviría de nada que le dijera que su yo ideológico ha sido necesario históricamente. Que hace falta que haya gente inteligente en los extremos, que a veces esa gente nos hace ver más allá de lo que dicta la razón en cada momento de la historia. Sería hablar demasiado.
Tampoco ayuda el activismo actual de sopa en los museos, superioridad moral desnortada y legislación histérica.
Creo que sencillamente Abel está cansado. Muy cansado.

David. Sonora. 9 de julio. Ahora todo el mundo te cuenta lo que es ser adulto. Para mí ser adulto es desvelarse a las tres de la mañana con palpitaciones, levantarte de un salto pensando que sufres un infarto, procurar controlar la respiración presionando tu mano derecha contra el pecho, y prepararte una tila doble.
Para otros ser adulto es follar como conejos mientras sus parejas duermen.
Para otros, despertarse a las dos de la mañana (por tercera vez esa noche) para acunar a un bebé que ya no les parece tan bonito.
Para un amigo mío, fue atar una cuerda resistente a la robusta y en absoluto sueca mesa del salón, hacer su mejor nudo del ahorcado (hay sencillos tutoriales), y saltar por la ventana. Era un quinto piso. Al vecino del cuarto le dio los buenos días el culo en pijama de mi colega muerto.
Mucha gente dice que ahora no se puede hacer humor negro. Nunca piensan en el suicidio masculino. La estadística más divertida con diferencia. El humor negro es como los okupas; te parece bien siempre que el piso no sea tuyo.
Lo realmente serio son los deshaucios, o Marta de veintidós años y su intento de suicidio haciéndose unos cortes chapuceros en el brazo tras discutir con su novio. El chaval ya ha bebido aceite. Expresión catalana que sirve para decir que ya has bebido aceite.
Hay cosas serias y cosas que bueno. Las cosas serias son las que brillan por su comprometida seriedad. Y las que bueno, son las que, bueno. No puedes estar a todo. Hay quien sufre y es víctima y hay quien sufre y se lo ha buscado. O puede que te haya hecho daño la persona ideológicamente inadecuada. El Bien es caprichoso, selectivo, audaz, cabalga contradicciones.
¿Quién dijo eso? Quien fuera, seguro que le voté.
Tienes una deuda. Ahora las deudas no son solo económicas o personales. Tienes que abrir un libro de Historia y ver a ver qué. Ahí lo pone bien claro.
Después te miras al espejo y haces un plan para ponerte al día.
Dependiendo de tu jeta, tienes que empezar a pedir perdón o a quejarte.
Esa tarea específica nunca terminará. Quien sabe, te dirá siempre que hay mucho trabajo por hacer, que la cosa sólo acaba de empezar. A mí en concreto me ha tocado victimario.
Antes si te agobiaba el mero hecho de estar vivo, alguien te decía que no podías cargar con todas las desgracias de la humanidad. Ahora te señalan y te culpan por no haber fabricado una máquina del tiempo.
Ojalá tener crisis de ansiedad por todo eso, pero para eso es para lo único que soy original. Soy un tío blanco hetero y no necesito un libro de Historia para sentirme como una mierda. Me basto conmigo mismo.
Y ahora que lo pienso, tampoco eso es muy original.

Cada mañana puede ser un motivo de celebración. Ha pasado la parte más dura, la noche. Cuando eres un crío, la noche no existe, la duermes placenteramente y de un tirón. De jovencito es más o menos lo mismo, quizá añadiendo una borrachera, puede que una fluida vomitona o –con suerte– un mal polvo. Pero de adulto mucho más allá de edades legales, la noche puede ser una prueba de fuego cada día.
Últimamente no va mal. Duermo bien casi siempre. No bien como a los siete años, pero bien como para no arrastrar cuatro horas de déficit todo el día.
El verano puede ser muy duro si tienes más de treinta años.
Cada verano es un cuento de verano. El verano me encanta y me exaspera. Igual con la playa. Sonora es placer y dolor. La gente es odiosa y la adoras.
El capitalismo es terrible y te fascina.
Eres feliz viendo su arquitectura, literal o figurada.
El puñetero capitalismo.
Ahora es como Will Smith riendo a gusto hasta que ve la expresión de Jada.

Anabel. Sonora. 9 de julio. Sería un eufemismo decir que le he visto antes. El tío se sienta solo en bancos, en el césped, en la arena, se pone a leer o parece cavilar. En terrazas, en el paseo marítimo, siempre solo. Le conozco de esa forma en que no conoces a una persona pero la conoces. Si lo vieras en tu viaje a Egipto con amigas, dirías que lo conoces. ¿Has visto a ese tío?, es de Sonora, hagamos chistes verdes sobre él.
Quizá se ha mudado hace relativamente poco. Diría que es como yo. No es que tenga tetas, pero yo tampoco soy Kate Upton corriendo por la playa. Más bien me refiero a la actitud.
Hay tantas posibilidades de que nos saludemos como de que me levante y haga el Baile del Sapito ante los presentes.
La estrella mediática está intentando hablar con él. ¿Cuál puede ser su pecado? Aparte de ser hombre y blanco, digo.
Si digo que le conozco es porque le conozco. No siempre hay tanto que saber. Incluso sé su nombre. Aunque quisiera no podría quitarle hierro al asunto. Un día le seguí hasta su bloque de apartamentos. Escruté los buzones. En uno ponía David nosequé. Tiene cara de David; el resto de nombres sonaban a gente mayor o casada, o casada y con hijos tipo Damien. No me preguntes por qué.
David el soltero. El piso de soltero. Ni siquiera sé si me gusta. Al principio deseaba descubrirle alguna novia con más curvas que yo, o que es un asesino en serie, un drogata o un camello.
Su vida exterior no parece llamativa. Quizá piensa en conseguir una pistola automática o poner una bomba, pero no saldría corriendo por eso.
Un día le seguí y sólo le vi ir al curro. Era sábado. Trepé por un muro y le vi manejar una carretilla elevadora. Jornadas de lunes a sábado. Una pausa para comer y micropausas para fumar un pitillo. Le vi hablar con un tipo calvo, quizá un encargadillo. Se asaban al sol, señalaban palés. Una señora me vio aferrada al muro, agarrada a la alambrada.
–Estoy visitando a mi novio, ¿vale?
No se quedó convencida.
Creo que a veces tengo pinta de lesbiana, no emito vibraciones demasiado hetero. Si me ves puedes ver a una lesbiana, o a una okupa. No parezco una vigilante de la playa, ni siquiera una presentadora de telediario o la novia de tu padre divorciado.
No es que eso me haya traído problemas con los tíos. No más allá de los millones de problemas que cualquier tía puede tener con los tíos. Con los novios, si he de ser precisa. No creo que los tíos sean el problema, ni las tías. Lo jodido es la convivencia.
Mi consejo actual sería: si alguna persona te llama la atención, síguela.
Si no tiene redes sociales, síguela igualmente.
La opción del espionaje da pie a una relación disfuncional, quizá nula, pero también pura.
Si te calientas, siempre puedes asaltarle una noche en un callejón. Si lo hace una tía hay margen para el debate.
Dudo que lo haga, pero sé que si soy civilizada con él –algo tan violento como hablar e intercambiar impresiones– me arriesgo a lo de siempre. Eso nunca me ha traído nada bueno a medio plazo.
Puedo estar sola si me da la gana, ¿eso no es empoderante ahora? Quizá si en realidad no quieres estar sola no sea honesto hablar de empoderamiento, pero creo que puntúa igual. Mujeres solas, fuertes, con una carrera profesional molona que te cagas. Mujeres triunfadoras en despachos tipo jaula de oro, con súbditos que te abrillantan los zapatos mientras te recuerdan las citas del día.
De momento curro en una heladería. Más de treinta palos. No tiene pinta de que vaya a ser una alta ejecutiva pronto. Soy una vergüenza para mi género.
(Y conste que este clasismo está bien visto).
Quizá eso me da luz verde para tener novio. Sólo me faltaría tener hijos y dedicarles tiempo para caer en lo más bajo del escalafón feminista actual. Ni mi pinta de lesbiana okupa me salvaría.
Imagínate la atrocidad ideológica de una mujer que, por voluntad propia, es madre, pasa tiempo con sus hijos, hace labores del hogar y sólo trabaja media jornada mientras su pareja varón está por ahí currando todo el día, encorbatado, amasando pasta y pasándolo bomba con los demás tíos.
Una colegiala asiática en cada brazo mientras negocia en un yate con un alto ejecutivo sueco.
Y tú en casa, haciendo wrestling con dos bebés, ambos igualitos que él y vomitando poseídos mientras tu vida se consume como la barrita del Street Fighter.
Esta actitud es la que me ha hecho perder algunas amigas “empoderadas” en los últimos años.
Podría decir que me da igual, que no me merecían, pero la verdad es que me sabe mal. Es muy posible que en dos legislaturas se les haya pasado la embriaguez identitaria. Tampoco digo que sólo dijeran chorradas (aunque lo piense), pero eran tías que habían crecido en los mismos ambientes y con los mismos privilegios que yo. Más blancas que la leche y más protegidas que el reactor de Chernobyl.

La estrella mediática del activismo se va por fin. Él no le ha dirigido la palabra en ningún momento. Ha vuelto a abrir su libro. Un merecido descanso de la vida real. Me gustaría saber qué está leyendo. No parece aficionado al absolutismo de género de mis examigas. No parece una fashion victim ideológica, un “aliado” o alguien que piense en la autocastración masculina –literal o figurada– como una buena idea para evolucionar.

Mi novio de mentira se levanta y recoge su toalla. Alguien se habrá podido preguntar si en realidad no será gay.
Sé que son muchas apuestas a ciegas, pero le he visto mirar culos femeninos de los dieciséis a los cincuenta años como para estar tranquila en ese aspecto.
Además, aquí y ahora, he tomado una decisión. Es frustrante pero inevitable. He decidido que hablaré con él. No es muy probable, pero existe una posibilidad de que asista a La fiesta de los vasos rojos.

Oscar. Sonora. 9 de julio. Últimamente vivo la vida a través de Abel. Soy como el amigo del protagonista. Informático raso también, pero menos interesante, con menos suerte, menos sexo, más masturbarción y mucho menos tiempo de pantalla. También soy menos guapo. En una peli podría ser su voz de la conciencia, pero no. Voy siguiendo su vida como una serie de HBO. Aún no sé si es más comedia o elegante drama. Me pierdo algunos episodios, estoy seguro. Él no habla tanto y yo no pregunto mucho. No al menos más allá de cuestiones terrenales, prácticas. E incluso eso parece un material sensible. Demasiado dinero en juego. El chaval de las camisetas del Che convertido en pez gordo ayudante de tiburón. Esto parece lo contrario a encontrarte con un viejo amigo y que ahora tenga gemelos y esté casado con una mujer ni fea ni guapa a quien no conoces. Ahora tu amigo ha engordado, perdido pelo y brillo en la mirada, y su mujer y él parecen agotados y pasean en familia porque tocaba.
Pero Abel no. Es como si hubiera conocido a la playmate de 2017, que además venía con un montón de pasta y sexo de película bajo el brazo. Dice que ni siquiera quiere tener hijos; a Silvia no le interesa el bombo y lo que ello conlleva. Es una fanática de los eventos culturales, una lectora voraz y una mujer de negocios cuya presencia te hace sentir siempre como un niño pegado al escaparate de una pastelería.
Todo pinta tan bien en cierta forma que no es raro que Abel esté aterrorizado.
No es así como se manifiesta la vida.
Quizá no aterrorizado, pero como a la espera de una gran desgracia. Él lo llama «antifantasías». Su cabeza va en fuga y de repente ve a Silvia atropellada en un cruce, el cuerpo descoyuntado y un charco de sangre tipo Scorsese dibujando la forma de Australia. Después, dos semanas de coma, y al final, la esperada pero no menos terrible muerte.
Antifantasías.
No es que todos los tíos heteros quieran acabar con una rubia tipo Penthouse, sin hijos, con mucho dinero, nula escasez y cero limitaciones. O probablemente sí.
A veces le digo a Abel que todos envejecemos; hay que cuidarse, hacer ejercicio, comer bien. Nunca sabes si llegará una nueva pandemia o te tocará la lotería del cáncer.
Intento animarle.
Le cuelo advertencias amables en la conversación. Sí, su vida tiene pinta de ser cojonuda a partir de ahora, pero tendrá que dar el callo en ese curro de ricachones. No creo que su inminente suegro acepte esfuerzos a medio gas o demasiadas equivocaciones.

Hablar con Silvia se parece mucho a un gag de Benny Hill. Si va algo escotada, enseña hombros, sonríe, se recoloca, tira del sujetador a través de la ropa… casi todo es poder sexual aturdidor actuando sobre ti. La clase de poder que muy raramente puede albergar un tío de esa manera; ni siquiera un adicto al gimnasio o el guaperas de la piscina. Silvia es muy consciente de ese poder, y no lo esconde ni se avergüenza de él. Le importa un cuerno el debate sobre la «sexualización» femenina.
Hasta Nick Fury lo sabe. Toda la parte femenina de los Vengadores son sin duda tías buenas de consenso. Tías buenas para toda la familia. La mujer soñada para el padre, la que volvería lesbiana a la madre, una fuente interminable de pajas para el hijo adolescente, y la profesora encantadora ideal para el niño o la niña.
Es tan así, ha sido siempre tan así, que ahora hay una parte del activismo al que no le gustan nada las bellezas de consenso. Es decir, sí, claro que les gustan, pero no pueden convivir con la idea de que haya contrastes físicos, diferencias, personajes que destaquen. Es como si yo me echara a llorar porque existe Brad Pitt.
Ante estos lloros, se han diversificado más los castings, para que todos podamos fingir que da lo mismo qué presencia tengas. Todos y todas somos iguales, todes, todo es belleza, todo es poder, todo nos gusta y no vemos las diferencias.
Entras en un bar y sólo ves perfección.
Lo irónico es que para muchos tíos acaba siendo así.

El pecado de Silvia es existir y no usar burka. Existe, y por tanto abasalla, y encima es rica.
–Oye, ¿qué se siente siendo tú?
A veces me pongo picante.
–Tendrás que ser más específico.
Que no sea ni vaya a ser mi pareja, hace que me relaje.
Estamos en una de las terrazas apéndice del hotel de ricachones. No quieras saber lo que cuesta un cortado aquí. Lo que pagas son las vistas, el híbrido entre silla y sillón, el parasol de lujo tipo mástil lateral y las crías de ventilador colocadas estratégicamente.
La idea es volver al útero en un exterior.
–Bueno –digo–, una chica guapa, medio dueña de todo esto… Sólo soy un chico de barrio con curiosidad.
Cuando te quieres dar cuenta, alguien ha pagado la cuenta. Ni siquiera Silvia, sólo alguien.
Ella sonríe y mira a Abel;
–¿Es un chico de barrio?
–Es un poco de barrio y un poco de andurriales.
–Exacto. Soy de origen humilde. Tengo que trabajar duro cargando sacos de tierra para pagar cada tecla del ordenador.
–Vaaaya. Se te nota en los brazos.
–Ya tengo casi todas las vocales.
–Sois muy graciosos los dos –murmura Abel.
Alzo la mano y la choco con Silvia. Nos gusta picar al nuevo rico. No sé hasta qué punto le podría molestar. Creo que hay algo que me blinda: no soy un guerrero de clases. Abel es Abel, aunque ahora folle en primera.

David. Sonora. 15 de julio. Despierto sudando. Miro en torno. Estoy en mi cama. Es sábado; técnicamente domingo. Ahora los jóvenes entre los quince y los treinta estarán follando o intentando follar. Los chicos, indecisos, las chicas, aburridas. Las nuevas dinámicas. Perfección o violación.
Aunque todo es teoría.
He estado soñando que una chica me seguía. Me seguía en el paseo marítimo, y también camino al trabajo. Me intentaba escaquear yendo a la piscina municipal, pero también me seguía hasta allí.
Incluso me sentía observado en el patio del almacén, maniobrando con la carretilla. Ahora me siento solo, no sé cuánto tardaré en volver a conciliar el sueño.
Me duele horrorosamente la espalda. Lo bueno del dolor físico es que no te deja pensar. Lo malo es que te duele la espalda.
No puedes sentarte relajado en la carretilla elevadora. Y cuando no estás llevando palés, los estás montando con tus propias manos. Caja tras caja. Trabajo no cualificado, lo llaman. Un amigo me dijo una vez que en los trabajos guays toman prozac, y en los que no lo son, ibuprofeno o nolotil. Nadie ha escrito una novela que se llame Amor, curiosidad, ibuprofeno y bocadillos. No hay películas excitantes sobre chicas monísimas cuyo trabajo sea hacer inventario en un almacén. Imagina a Anne Hathaway en tejanos caminando briosa por un polígono industrial.
El Diablo viste de Zara.
Sonriente aunque sin expectactivas laborales. Ambición: tener un trabajo, el que sea. Hay mujeres «empoderadas» en curros no cualificados, pero sólo en pelis grises europeas. Sales del cine y sólo quieres atiborrarte para olvidar semejante drama «necesario». La crítica está encantada. La moza de almacén no piensa ver la peli jamás.
Me tomo un ibuprofeno. Lo mastico, casi con gusto. Me gusta sentir ese amargor, la promesa de que pronto no te dolerá tanto estar vivo. Lo bueno es que suele haber unos minutos de tregua cuando acaba el dolor físico y hasta que vuelve el mental. Los aprovechas para intentar volver a dormirte.

El teléfono me despierta. Contesto con voz pastosa. Miro la hora, creo que he dormido lo suficiente, pero aún no lo sabré.
–Oye, qué haces.
Hasta que no pasan un par de horas, no sé si he dormido como debería. Todo el cansancio se concentra en los ojos.
–Me acabo de despertar.
–Eso no es lo que se dice. Tendrías que fingir que ya te has duchado, sacado al perro y hecho tus ejercicios para Instagram.
–No tengo perro.
–Ya, y tendrías Messenger aún.
–La cima de la tecnología.
–¿Una broma? Te veo de lo más cachondo, ¿no habrá una rubia demasiado joven aún durmiendo por ahí?
–Sí, Florence Pugh. Nos conocimos ayer. Vasos rojos en Tropicana.
–Uau. Al final voy a pensar que ya has superado lo de Voldemort.
Primero la llamaban la innombrable, pero el mote ha evolucionado.
–Siento ser yo quien lo diga –insiste–, pero hace tiempo que eres como un tópico andante. Hace ya como cuatro meses, ¿no?
Ahora mismo soy el tema que menos me interesa.
–¿Y has dicho vasos rojos en Tropicana?
–No, no he dicho nada. Me tomé un vaso convencional de leche y…
–Está claro que necesitas empinar vasos rojos.
Se ha puesto de moda el vaso rojo americano. American Pie, Chicas malas, Project X… y un millón de películas más. Dicen que nació para ocultar la bebida alcohólica en la ficción, aunque luego vieras a todos los personajes borrachos. La empresa que los comercializa se ha hecho de oro. Es un básico si montas una fiesta. Una mezcla de nostalgia y ganas de perder el sentido.
No sé qué más decirle a Oscar, además de que es domingo y mi idea era abandonarme en el sillón con la tele sin volumen emitiendo destellos de Friends.
–No te hagas el intenso, sé que eres un fan de los vasos rojos. No te gustan mucho las fiestas, pero te chiflan los vasos rojos.
Lo malo de tener los mismos amigos desde hace treinta años, es que tienes los mismos amigos desde hace treinta años. Es lo contrario a irte a vivir a otro lugar para poder ser otra persona.
–Es domingo, Oscar, no es día de vasos rojos. ¿Y desde cuándo eres tu tan fan de las fiestas?
–Ya sé que es domingo. En serio, entre tú y Abel me dan ganas hacer el macuto, irme a Periferia y fundar allí otro grupo de amigos.
–A Abel no le pasa nada.
–Ese era su plan, pero le está pasando de todo.
–Sí, me muero de pena por él.
–Oye, para él es duro que le vaya tan bien. Está hecho un trapo emocional, pero al menos no hay quien le entienda.
–Siempre valoro tus análisis.
–Ya sabía que hoy no te iba a sacar de casa, pero tengo un plan para ti.
–Espero que sea un plan de pensiones.
Me llego hasta el sillón y me dejo caer como un saco de arpillera.
–Se está preparando una gorda. La fiesta de los vasos rojos.
–Suena novedoso…
–No seas cínico, estamos hablando de la condesa Silvia, amigo mío.

Anabel. Sonora. 15 de julio. Sobre cómo una chica como yo, ya más mujer que chica, puede acabar en un yate de ricos un sábado por la noche, sólo puedo decir que Sonora se está cayendo a pedazos.
Todo culpa de la extrema derecha, por supuesto.
Esto es algo que viene pasando desde hace unos años. Yo soy la chica de izquierdas de derechas, pero no soy ni mucho menos la única.
A la derecha simplemente no se le vota, y a la izquierda se le vota haga lo que haga. Ese es el lema político de la gente de bien. Uno de ellos. Aunque no hay muchos, y pocos resisten el más mínimo análisis.
De modo que algunas personas de lo más zurdas hemos ido cambiando el discurso y mezclándonos con el teórico enemigo; eso nos ha dado la oportunidad de ver el paisaje –social o físico– desde otros ángulos. A la gente de izquierdas le parece imperdonable que trates con gente que sea o parezca de derechas, pero a la gente de derechas le importa un carajo si por la mañana te has tirado a un comunista y por la noche vas de yates. Mientras no les acuses de genocidas o ser el Mal en la Tierra, suelen estar conformes.
Si dices que votas a la izquierda, te cuentan un chiste de comunistas mientras te ofrecen el tercer chupito.
Dos chicos se presentaron el verano pasado en la heladería. No me suele pasar, pero empezaron a tontear, a decir gilipolleces. Nada serio, ni tampoco gracioso. Eran dos pijos con pinta de pijos y conversación de pijos. Y entonces uno de ellos me hizo una propuesta de pijos. Ambos eran más jóvenes que yo, y tenían pinta de que les habían limpiado el culo hasta los quince y no conocían nada parecido al trabajo. La clase de ricos que hacen que odies a los ricos.
–Tengo un yate.
La propuesta de un pijo –esto lo he aprendido después– no conlleva necesariamente la intención de sexo. Son más como niños que te quieren enseñar sus juguetes. El chaval no era en absoluto consciente de lo ridículo que sonaba diciendo tal cosa. Y ante mi pasmo, volvió a la carga:
–Tengo un yate.
–Enhorabuena.
–No, lo digo por si quieres venir.
–Por si no te has dado cuenta, estoy sirviendo helados a niños gordos y divorciadas.
–Ya. No ahora.
–Y entonces cuándo.
–Esta noche.
Era sábado también. Me metí en otra clase social a husmear. Me llamó la atención el silencio, la quietud a doscientos metros de la playa. Las bebidas dulzonas, los baños en el agua oscura, la idea general de estar donde no se suele estar. No era un cruzero ni un día de playa, nada que yo hubiera conocido. Se dice que los ricos pisan dos veces su yate, el día que lo compran y el día que lo venden. Pero los hay que ven estas cosas como una herramienta, un imán, una demostración de algo. ¿De qué?, no siempre se sabe. Es como marcar paquete a lo bestia, pero también la búsqueda de sentido en lo material.
Luego pensé mucho en ello. Nadie me había intentando ligar realmente. Incluso un par de chicas hablaban conmigo en aras de la novedad. La chica heladera. No parezco ningún pibón de revista de los que posan junto a un ricacho barrigón que fuma un puro. Sí que había alguna chica así, pero había alguna otra más como yo. Y sobre todo un grupo de chavales de lo más heterogéneo. Alguno estaba muy en mi línea de “neofacha”. Izquierdosos desencantados, quizá también buscando sentido en lo material. Si no podías ser una buena persona como Dios manda, quizá sí podías ser un liberal como Dios manda. Quizá habíamos estado fingiendo que éramos muy de izquierdas y desprendidos, cuando en realidad vivíamos como liberales a medio gas, lo que parece la condición natural de la gran mayoría.

Hoy me estiro boca arriba y miro las estrellas.
–Heladera, ¿hoy no bebes?
No son exactamente amigos, creo, son amigos de yate. Comparten sus privilegios conmigo durante unas horas. No me piden nada y yo no doy la nota. Sólo bebo o como algo si me lo ofrecen. Sólo follé un puñado de veces con uno de los tíos. No era ningún “neofacha”, era un pijo con todas las de la ley. Hubiese llorado de puro terror en una trinchera de la Gran Guerra. Me llamó la atención que fuera alto pero enclenque, sin ese cuerpo de gimnasio que nunca te hará más listo o cambiará el tamaño del pene.
Pasando tiempo con estos chicos, estas chicas con pasta ilimitada y a menudo incluso proyectos de futuro, siempre acabo pensando en mis veinte años, mi entorno de entonces, que hubiese repudiado este plan de botellas de champán de las que no quieres saber el precio. Y que esas amigas, esos chavales sencillos de principios de los dos mil, eran tan bobos como estos, y tan culpables, tan inocentes y débiles.
Si no puedes –o no quieres– hacer una lectura lo más precisa posible del pasado, no puedes ayudar a hacer un futuro mejor. Hay una diferencia abismal entre la ideología y el conocimiento. La ideología es fácil, mullida y amable, nunca te hace sentir sola. El conocimiento, sin embargo, te ubica en un lugar históricamente solitario.
Mi mayor descubrimiento es que no estoy preparada para cambiar nada, excepto a mí misma; mis tránsitos, mi forma de tratar a la gente, y espero que un poco también mi relación con el dinero.
Yo no hice las reglas. No he inventado el capitalismo ni me interesa arrasar el cielo, no he matado a golpes a ninguna foca. Los seres humanos llevamos unos dos millones y medio de años sobre la Tierra, y hace como sesenta que la naturaleza acabó con los dinosaurios.
Yo ahora voy a tomarme una copita de champán.

Oscar. Sonora. 15 de julio. El paisaje de lujo desde el edificio de cristal. Una de las últimas plantas. Una pequeña reunión distendida. Unas treinta personas. Si me preguntaran si me he pegado mucho a Abel y Silvia para poder colarme en estos pequeños eventos elitistas, diría que no.
Eso se me da bien. Por supuesto, claro que no, todo muy casual, puro rebote. Estaba en la playa, o en mi piso estilo cuchitril, y de repente estoy con el círculo ínitmo del tío forrado. Creo que me ven como al payasito. El amigo del novio. Hablo demasiado, se me permite por alguna razón. Quizá es porque no acoso a las mujeres (y sus hijas), y no tengo pinta de intentar robarle a nadie. La primera impresión que doy tiene más que ver con la timidez. Y eso no es actuado.
Prefiero ser el colega de Abel a estar en el barrio más chungo de Sonora (eso sí) regalando la cartera a cambio de que no me rajen el bazo.
He empezado a hablar con una pelirroja tipo Juego de Tronos. Ha empezado a hablar ella, en realidad. En Juego de Tronos no duraría medio capítulo sin ser violada por papá o un hermanito. Aquí sonríe, en la cima del mundo, frente a un informático cuya idea de una buena fiesta es ver una peli sobre una buena fiesta.
–Tú eres informático también, entonces.
–Una abeja obrera informática, más bien.
Desde un rincón nos observa la madre de Silvia. Alguien honesto la definiría enseguida como una MILF, o una MQMF. Parece hacerle gracia verme sudar ante la Sophie Turner del lugar. Es raro hablar con la pantalla de la tele, y la sensación es parecida. Sansa Stark te cuenta no sé qué mirándote a los ojos y no puedes cambiar de canal. No es que quisiera, pero no todos los tíos estamos acostumbrados a estos constrastes. Obviamente yo no tengo ninguna posibilidad con esta chica. Y no es que piense que las Sansas del mundo sólo sirvan para follar, pero maldito sea el mentiroso hetero que diga que no piensa en absoluto en el sexo conociendo a una chica así. Debes ser un psicópata tipo Dahmer si no lo haces.
Estoy a punto de hablarle de ello, porque la verdad es que me está contando no sé qué sobre cómo conoció a Silvia, y ni siquiera sé aún quién es ella. Asumo que sus padres de clase alta rondarán por aquí. Le echo unos veinticinco como mucho. Intento colar con poco éxito algunos chistes en la conversación. En general no soporto a la gente que pasa de mis chistes y se interesa por mí; pero a ella le concedo mucho más margen, claro. Es esa debilidad mía por la belleza física. Esa moda loca de los noventa.
–A todo esto, me llamo Cristina.
Creo que no es nombre de hada.
–Yo soy Oscar.
Entre llamarse un nombre y serlo, no sé exactamente cuál es la diferencia. Quizá estoy reivindicando mi condición individual de Oscar. No soy ese otro Oscar que conociste y te tocó gratuitamente el culo. Sólo soy el Oscar que querría tocarte el culo pero nunca lo hará a menos que prácticamente le cojas la mano y se la conduzcas. Y precisamente por eso nunca te follarás a este Oscar, así como sí lo hiciste con el otro, que fue demasiado atrevido al principio, pero al final culeasteis como conejos y ahora ambos tenéis un recuerdo cojonudo de verano.
Esa clase de Oscar soy. El que no se folla a la pelirroja.
–¡Oscar! Yo conocí a un Oscar, a otro, aquí en Sonora.
No me meteré en sus bragas, pero siempre me meto en sus cabezas. Se le enciende la mirada como si yo tuviera algo que ver con ese fulano. También está algo borracha, parece coquetear simplemente por ser sábado y hablar con un tío.

A unos metros de distancia, Abel habla con el jefe. Se ríe con el jefe. El futuro suegro tío Gilito. El ambiente es cordial, contenido, incluso la música está baja. Abel mira con respeto a ese estandarte de lo Occidental. Todo un hombre como el de Tom Wolfe. Asisto a la muerte definitiva del Abel ideológico. Presencio el parto del nuevo Abel, que tendrá que enfrentarse a su peor pesadilla: la posibilidad real de ser clase alta.
Silvia se ha unido a nosotros. Cristina y ella bromean y se ríen de mí. Creo que he estado embobado mirando a mi alrededor.
–Tengo que hablar con el amigo del novio, ¿nos dejas un momento?
Esta es la primera conversación seria que voy a tener con Silvia. Silvia Saint Junior, que me agarra el brazo con suavidad y me acerca a los ventanales para tener algo de intimidad.
–Oye. A mi padre le gustaría hablar contigo. Creo que quiere proponerte algo. Sería el martes en su despacho.
Me veo saliendo de una piscina y sacudiendo el pelo, pero no es agua sino monedas de oro. El Tío Gilito se lanza desde el trampolín y se zambulle. Pero en lugar de hacerse polvo contra la montaña de metal, bucea en él, porque hace mucho que el dinero no puede hacerle daño.
La infancia se instala en la vida real.

David. Sonora. 18 de julio. No paran de llamarme al móvil durante todo el día. Saben que hace mucho que ignoro los mensajes.
Acabo cediendo. Mi decisión de apartarme de la vida social se basa en un tópico relacionado con el desengaño emocional. Oscar tiene razón.
Procuro no pensar en términos de cambio de vida o nueva fase, lo que serían más tópicos. Oscar y Abel (más Oscar que Abel) dicen que tienen que darme una gran noticia, y que, quién sabe, la cosa podría salpicarme para bien.
En general no me gustan las novedades, las noticias, no digamos las sorpresas. Me afectan demasiado. Me parto de risa cuando se habla del «hombre deconstruido». El tío sensible, despojado de la «masculinidad tóxica» que al parecer nos haría ir por ahí sacando pecho y pisando cabezas. A mí me vendría bien algo de esa masculinidad, y a la mayoría de tíos que he conocido. En los ochenta éramos bebés, en los noventa, niños, y a partir de los dos mil es como si se hubiera acabado el tiempo. Nuestro cuerpo continuó creciendo, pero nosotros… Y ahora ves a personas de veinticinco años que hablan, se comportan y lloran como si tuvieran siete. Desmenuzan las bondades de las «nuevas masculinidades», han decidido convertir sus cuerpos en ideas. Se definen por sus rasgos identitarios. Martin Luther King vomitaría los macarrones con queso de toda su vida.
Por suerte Oscar y Abel son perfiles distintos. Abel era el combativo del grupo, y Oscar el que te avisa y te zarandea. Ahora Abel no sabe bien lo que es, y Oscar se divierte viendo cómo la vida nos hace rebotar como un pinball cruel, de un trabajo de mierda a otro, de desengaño en desengaño.
Ahora me hablan como un buscador de oro que hubiese encontrado un filón.
Me huelo lo que está pasando. Y no pienso hacerme ilusiones.
Necesito urgentemente algo de esa masculinidad del pasado. Necesito estoicismo, reducir los niveles de autocompasión y parecerme lo menos posible a un veinteañero feminista de bio. Si Abel puede pasar de activista a lo que sea que vaya a ser, yo puedo ser más fuerte de lo que soy. Necesito serlo.

Al final la libertad de expresión servía para hablar de los peligros de la libertad de expresión. Hemos venido al Tropicana, especialistas en cerveza y cócteles con sombrillita. Abel y Oscar se han enzarzado en una discusión sobre la libertad de expresión. Están de acuerdo en todo, pero aun así se las arreglan para acabar discutiendo.
Aún no me han dicho el qué.
Estamos sentados en una terraza de lo más concurrida, adornada como si fuéramos coches de segunda mano, y con una separación de mimbre para con los viandantes. Te hace pensar en un momento de relax de Tony Montana. Oscar incluso lleva una camisa hawaiana. El sol casi se ha ido. Los días de entre semana pueden ser extraños en verano, confusos, no necesariamente para mal. Calor y oscuridad es una combinación curiosa. Nos llega la frangancia y hasta el murmullo del mar. El paseo marítimo es un camino de baldosas amarillas para turistas, pero la mayoría de ellos no suspiran por un cerebro.
–Tío.
Es Oscar.
–Prepárate.
Por fin la sustancia.
–Aquí el menda y yo vamos a currar para el amo del Universo.
–¿Tú?
–Yo mismo y mi mismidad, cabronazo.
–¿Tú?
No salgo de mi asombro, incluso aunque esperara algo así.
–Yo, cabronazo, yo, esta mañana me he reunido con Lucifer y ahora mismo tiene mi alma en una vitrina.
–No lo entiendo. ¿Por qué alguien querría que fueras rico?
–Eso mismo he pensado yo –dice Abel.
Le noto algo distinto, aunque no le he visto mucho últimamente.
–Pues lo voy a aprovechar, colega, no lo dudes. No pienso volver a mi mierda de empresa a cobrar sólo para volver a tajo al día siguiente.
–Aquí también volverás al tajo, te lo aseguro –murmura Abel.
–Ya, joder, me entiendes perfectamente.
–O sea que os vais a forrar. ¿Y qué era eso de que igual me acababa salpicando? «Salpicando para bien», fueron vuestras palabras.
–Nuestras no, suyas –aclara Abel.
–Eh, vale, eso sólo era para sacarte de casa, pero eh, ¿tú eres informático, no?
–Técnicamente.
–La verdad es que están buscando gente –dice Abel–, sí que lo hemos hablado.
–Ya…
Mi problema con la informática es que odio la puta informática. La estudié del mismo modo en que se coloca a los dummies en coches para acto seguido reventarlos contra un muro. Fui un estudiante dummie de informática entre miles.
Otro problema es que he estado ausente, no he tratado tanto con Silvia, y no quiero presionar a nadie para que me enchufen.
–Mira, da igual –digo–, si me animo ya os diré algo.
–Te pasaré un enlace, tío –dice Abel–, pero si quieres probar, no te demores. Y avísame, quizá puedo hablar con el jefazo.
–Eso me parece excesivo, pero ya veremos. Gracias por comentarlo, de todas formas.
Están plétoricos, incluso Abel. Creo que se siente menos solo con vistas a su torre de marfil. Sabe que nosotros nunca le juzgaremos, nunca en serio, al menos; su oportunidad de hacer algo interesante con su vida es real, y no está al alcance de la mayoría. Así funciona el mundo; enchufes, braguetazos, nepotismo, amiguismo, influencias, favores, cuentas pendientes y saldadas… El esfuerzo por sí solo es un árbol que cae en el bosque sin que nadie lo vea. Necesitas a la gente, y dependiendo de qué clase de gente conozcas, tu esfuerzo surtirá más o menos efecto.
–Oye –dice Oscar–, no miréis, pero esa tía lleva como una hora mirándonos desde el banco.

Anabel. Sonora. 21 de julio. Siempre te dicen que hacerlo por internet no es muy buena idea. Empiezas a hablar y hablar, te sientes cómoda, demasiado cómoda. Con el tiempo, quizá piensas: ¿para qué voy a proponerle quedar?, estamos tan a gusto a mil memes de distancia. Pateas hacia delante el momento de la carne, la violencia de lo material, el timbre de voz, los dos besos o la mano.
De repente en persona luce distinto, quizá más gordo o más flaco que en tu mente, con una mirada extraña, quizá algún diente descolocado, una higiene dudosa, cierta forma de andar, o hasta puede que algún tic. Y en el peor de los casos, algún secreto a lo bestia. Una deformidad ocultada; una silla de ruedas; o un pasado de violencia o abusos, perpetrados o recibidos.
Una amiga estuvo saliendo cuatro meses con un exconvicto sin saberlo. Era el tío más cuidadoso, bueno, detallista y hábil en la cama. Era electricista, leía, le encantaba ir al cine y hacía ejercicio, aunque prefiriera no ir al gimnasio (tenía algún tipo de problema con los vestuarios y duchas públicos).
Un tío genial, decía mi amiga, excepto porque había cumplido una condena de ocho años por pedofilia.
El tío decía que nunca había tocado a ningún niño o niña, que sólo fue algo de material en su ordenador. La típica carpeta abarrotada de colores pastel.
Mi amiga es muy buena escuchando, y lo hizo de manera ejemplar justo antes de salir escopeteada de ahí.
Mi amiga la profesora de primaria.

Y nos extraña que la gente se conforme con Internet.

Así se podrá entender mejor mi aventura como espía. Como si Dora la exploradora escribiera un libro a lo John le Carré. Así de inocente e inofensiva me veo.
Ahora hablo y me escribo bastante con una amiga de yate. Es una pija sin remedio, veinticinco años, apolítica, aficionada al placer en general y al sexo en particular. Por lo demás, consumismo sin freno y niña de papá, el cual le dará un cargo simbólico en no sé qué empresa. Será la cara visible de la marca; la chica femenina, buenorra y caprichosa sobre la que querrían sudar como animales todos los obreros. Y yo tengo su whatsapp.
Lo que ella dice es que ya estoy tardando en comerle el rabo al buenorro solitario. Es mucho peor lo que estoy haciendo, no soy Meg Ryan en una encantadora comedia, al final alguien llamará a la policía. Ya imagina las noticias: PELIGROSA TÍA RARA SIGUE A MOZO DE ALMACÉN PORQUE NO SE ATREVE A TIRÁRSELO. Los rumores dicen que es lesbiana, okupa y una recalcitrante militante de la extrema derecha.
La batalla cultural sufre una aneurisma.

Se llama Patricia y suele hacerse dos trenzas.
–A los tíos les gusta agarrarlas.
Patricia no se relaciona con el mundo real porque no lo necesita. Sus estudios y demás actividades no son vitales ni preocupantes en absoluto. Nunca se juega nada. Basta con que tenga salud y vivirá cien veces mejor que la inmensa mayoría de gente de la historia de la humanidad.
Alguna vez le he preguntado si no le interesaría la militancia de izquierdas.
–¿Estás de broma?
–A medias…
–¿La izquierda no son los que que quieren que nos violen a todas las tías?
–A medias…
–No sé si podría hacer eso.
–Pero cada vez que violaran a alguien, eso te beneficiaría. Casi nadie lo puede decir. Y las violaciones nunca se acaban.
–No digo que no se lo monten bien, pero ese es mi problema con la política. Simplemente es demasiado para mí.
Es francamente divertido hablar con Patricia, no hay dobleces ni cinismo. Estás más cerca de la verdad hablando con ella que con cualquier pretendido intelectual atravesado por mil lecturas parciales.
Será lo que sea, pero no necesita impresionarte. No quiere decir que rechace un piropo, y estoy segura de que agradece que se valoren sus habilidades amatorias. Dice:
–¿Entonces vas a sobarle el culo al mozo?
Estamos anocheciendo en el yate. Dos chicos se emborrachan en el otro extremo.
–Sólo digo que voy a hablar con él.
–¿Una declaración?
–No, Patri, no puedes declararte y bajarle la bragueta a la gente sin más.
–Eso lo dirás tú…
Apoya su cabeza en mi hombro. Se hace difícil no encariñarse con un cachorrito. Creo que dejará de ser una simple amiga de yate. Si fuera lesbiana me la intentaría ligar, hace bastante que lo tengo claro (y le capto vibraciones bi). Ya no tengo la clase de amigas que la pondrían a parir. Según mi experiencia, cuanto más buena se supone que es la gente, más probable es que te den de lado. Es una ecuación curiosa; pasa similar con la democracia y la libertad de expresión. Cuanto más concienciados, más a favor y sobre todo más en contra. Ahora el gen supuestamente bondadoso y humilde sólo sabe ver equicovación y violencia en la discrepancia. Piensas distinto y por tanto eres ignorante y peligrosa.
Beber piña colada con Patricia es un oasis comparativo.

Oscar. Sonora. 29 de julio. Esto es lo que ha pasado. Paso la tarde intercambiando fotos y videos. Una experiencia gratuita de porno personalizado. Cristina, Sansa. Nos seguimos en Instagram desde hace días, y hoy nos ponemos hablar sobre las bondades de la masturbación. Hacemos chistes que ahora se considerarían de extrema derecha o «terrorismo machista». Hablamos de porno; yo le digo que ya me aburre, ella que más bien le gustaría probarlo. Una cosa lleva a la otra, y unas fotos poco discretas acaban dando paso a otras más obscenas. Y luego llegan los videos. Y después la videoconferencia guarra.
Me sujeto la polla en erección intentando no perder la concentración. Ella se abre de piernas en un sillón con espacio para que un jabalí adulto eche la siesta. Se abre los labios vaginales y, quizá a petición mía, deja ir un chorro de pis abundante y generoso. Es entonces cuando eyaculo, me corro poniendo caras y ella lo ve en primer plano.
Saltan mensajes en whatsapp. La fiesta de los vasos rojos.
Si no lo cuento no ha pasado.

David. Sonora. 29 de julio. Me pierdo yendo en coche como siempre que voy en coche. Esta vez yendo a la mansión, o el palacio, aunque sobre todo parece la casa de El príncipe de Bel-Air. Me he dejado convencer; se supone que salir en busca de actividades alcohólicas me ha de ayudar a seguir adelante. Puede que incluso conozca a alguna chica interesante; quizá hasta pueda echar un polvo. Aunque a juzgar por las nuevas tendencias neopuritanas, las chicas ya no harían eso. Ahora ya todo el mundo folla sólo si va a construir una relación seria con trabajos de alto perfil y un montón de bebés guapísimos (siempre que ella quiera tenerlos), cada uno con una orientación sexual y género distintos. De los bebés se encargaría vete a saber quién, con dos padres tan ocupados, siempre siendo ella la que gane más pasta y salga en las fotos de las personas más ricas y poderosas del mundo.
Ahora ya no se puede echar un polvo en el lavabo y ya.
Una vez más la teoría, claro.
Un tío estaría utilizando a la tía, pero según la ideología de género al revés no podría ser. Si la tía utilizara al tío, estaríamos ante un episodio más de glorioso empoderamiento. Inciativa, polvos, abortos, todo estupendo, siempre y cuando sea ella la que controle la situación.
Todas esas cosas ocurren en espacios de intimidad. La palabra del uno contra la del otro. Nunca se trata de las piezas, sino del tablero.
¿Y cuál es el tablero de juego ahora?
Dentro de la casa de Phil y Vivian, no está del todo claro. Fuera hay un par de gorilas. No se sabe cómo, mi nombre está en la lista y me dejan pasar. Yo y mis tejanos, mi camisa vieja, mi pelo desordenado. Si tuviera veinticinco años y me pareciera a Skeet Ulrich, podría pasar por atractivo.
Alguien me saluda y no sé quién es. He de deducir que aquí habrá pececillos obreros buscando ser peces capitalistas. O quizá no sea tan así, no tengo claro que las familias ricas se codeen constantemente con la plebe. Otra cosa es que se metan en política; entonces de repente todo son obreros preocupantes, madres protectoras y bebés de campaña electoral. Los demás te interesan según hasta dónde te puedan alzar.
El error es pensar que sólo los ricos piensan así.
Cualquiera puede querer a su familia y amigos, pero ¿el resto de gente? No le importa un carajo a nadie que no quiera un jugoso cargo público.
Y tú tampoco les importas a ellos.
Ni una mierda.
El mundo ya es demasiado grande y complicado sólo dentro de esta casa. Busco una cara conocida, amable o no, rica o pobre, alguien a quien arrimarme y así no parecer tanto exactamente lo que soy.
Quizá he llegado el primero, aunque el salón está bastante concurrido. Si viera a Silvia, todo se solucionaría. Ella seguro que conoce enseguida a los amigos de sus amigos. No dejo de ser colega del novio, el amigo desaparecido.
No conozco a nadie y sin embargo me siento observado. No hay ninguna mujer presente con la que no tendría sexo hasta sufrir un colapso. Soy como esos tíos de más de cuarenta a los que les da por correr maratones. Te pasas media vida bebiendo, fumando, engordando, comiendo lo que te echen como un perro, y cuando tu cuerpo ya se ha habituado en cierta manera a eso, le metes vida sana por el culo hasta que te da un kármico infarto.
Hace tanto tiempo que no follo, que la mayoría de tías presentes podrían matarme.
Una chica demasiado joven, guapa y sana, pasa con una bandejita. Cojo una copita de champán. Solo, a la espera y rodeado de gente. Esto era lo que necesitaba.

Anabel. Sonora. 29 de julio. Una de las ventajas de tener amigos pijos, es que te pueden colar en todos los saraos pijos. Y ni siquiera colar. Eres una invitada oficial. La heladera entre la élite, manos suaves y cutis de anuncio sobreiluminado por todas partes. Llego con Patricia y entro con ella como si fuera una rica heredera pibón. Me ha prestado ropa y me ha maquillado como si fuera su muñeca; aunque claramente yo parecería la niña peligrosa y ella la Barbie. Nos hemos intercambiado los roles. No es que nunca me maquille, pero ahora noto la cara como si me hubieran hecho un bukake en Margaret Astor.
No es maquillaje, es camuflaje. Tengo que mezclarme entre las pijas, parecer una de ellas como un soldado yanqui quería parecer un arbusto en Vietnam. Todo se reduce a una cuestión de supervivencia. Que se lo digan a la propia Astor, que fue superviviente del Titanic. Todo va de pillar un bote lo antes posible.
Patricia me lleva de la mano de un lado a otro. De momento no veo a quien busco.
La base, la premisa, es que David (si es que se llama así) se relaciona con cierto chaval que va por ahí con cara de besugo junto a la hija del dueño de los hoteles WHG. Un descubrimiento reciente.
Los amigos de los pijos nos encontramos en las fiestas de los pijos. Porque ya nos conocemos los otros saraos. Los pijos pueden ser recibidos a pedradas en los ambientes humildes, sobre todo si son políticos (como si hubiera otra clase de políticos…), pero los pobres son una especie de atracción en las fiestas pijas. Creer en el amor, por ejemplo, es tomarte en serio a alguien que no tiene un puto duro. Hasta la gente más supestamente profunda y menos materialista, ve dinero o carencia de él por todas partes, y valora cada situación o decisión ajena en base a eso.
No quisiera sonar literal, pero no es lo que haces, sino cuánto dinero tienes.
Cuánto podrías tener.
Cuánto podrías perder según a quién conozcas.
Y así una lista interminable.

Silvia conoce a Patricia, y Patricia me conoce a mí.
Ya puedo ir pintada como una puerta, que la mayoría de tíos ven a Patricia y comienzan a manchar con líquido preseminal. Ni siquiera estoy exagerando. Hasta lo entiendo.
Una chica muy joven pasa con una bandejita ofreciendo unas copitas de champán (¿y los vasos rojos?). Cojo una, parece cristal que se te va a deshacer en la mano si no te lo bebes. Es entonces cuando le veo.

Oscar. Sonora. 29 de julio. Estoy en la zona de la piscina hablando con Cristina, ambos con los pies metidos en el agua. Es como si no hubiéramos estado salpicando por Internet. Me he duchado dos veces antes de venir. Después de la primera tuve que volver a tocarme. Sujetamos nuestros vasos rojos y hasta parecemos personas civilizadas. El sexo vuelve a tener mala fama; ahora las buenas personas no sexualizan ni se sexualizan. La nueva frontera es tener una opinión cerrada y llevar el pelo de colores.
Me abro moderadamente con ella y le digo que me gusta escribir;
–Relatos cortos.
–Ah. Qué interesante.
Humanizarse no siempre es buena idea para una relación que sólo huele a sexo de verano.
Digo cosas como:
–Los diálogos sólo son conversaciones con uno mismo.
–Claro.
No sé qué coño estoy haciendo. Ella me tira un salvavidas.
–¿Es verdad que vas a trabajar para…?
–Sí. Aún no sé muy bien en qué, pero sí…
Y otra vez llegamos a un punto muerto.

Es cuando nos escaqueamos dentro de la casa, cuando buscamos una habitación adecuada, ella se sube el vestido, se baja las bragas y yo los calzoncillos; cuando la penetro por fin sobre la cama de alguien, embistiendo mientras me meto todos los dedos de su pie izquierdo en la boca. Entonces es cuando la cosa vuelve a funcionar.
Nada de condón, cero precauciones. Ella dice:
–No te corras dentro.
–Tranquila.
–No, es que lo quiero en la boca.
Así es como se hacen los bebés muchas veces. La mayoría de gente cree que puede controlarse, que lo de follar es sólo otra tarea que uno puede calcular. Algunos lo logran, pero muchos otros encierran su sentido común bajo llave. Se olvidan. Nunca pensaron que lo harían como adolescentes descerebrados, pero adolescentes fueron, y luego no todos tienen una vida sexual controlada y monógama. Si te surge, es probable que folles como se presente. La naturaleza se abre camino; podrá dejar que llenes el mar de plástico y el cielo de efecto invernadero, pero si te despistas te pone a follar sin condón como si fueras un tigre comiéndose una gacela.
La civilización es sobre todo ilusión de civilización.
Sudamos con una mezcla de miedo y deseo de que nos pillen. ¿Qué es lo peor que podría pasar? Podría perder mi empleo hotelero antes de empezar. Ahora esa idea sólo sirve para reforzar la erección.
Llegado el momento, logro contenerme hasta sacarla y colocarla sobre su cara. Ella cierra los ojos y yo disparo en todas direcciones. El pelo, la almohada, el cuello, y hasta un par de gotitas salpican la foto de alguien, una anciana que sostiene un bebé.
A Cristina le da la risa y coge el marco de la mesilla.
–El bebé es Silvia.
–Ah…

Mi cara se ensombrece una vez el cerebro gana terreno. Cristina parece disfrutarlo. Cuando estoy a punto de abrir la boca, ella dice:
–No te preocupes, llevo un DIU.
No hago preguntas.

David. Sonora. 29 de julio. –Hola, cachondo.
–¿Perdón?
–No, perdóname tú. Déjame que me presente. Me llamo Patricia.
–Ajá…
–¿Tú cómo te llamas?
–¿Yo? David.
–¡Lo ves, tonta!
–¿…?
–Hablo con una amiga, esa de ahí.
Creo haberla visto y no visto.
–Igual no la reconoces, he estado jugando a las barbies con ella. Creo que está cabreada por eso, no me lo va a perdonar.
–Ajá.
–Bueno, ¿estás solo? ¿Quieres hacer unos vasos rojos con nosotras?
–Eh…
–Somos guays, de verdad. Yo soy como… bueno, una chica bien, pero soy guay, y ella es heladera. Choque de clases sociales, lo llama, aunque yo no veo el choque por ningún lado.
–Ya…
Me ha cogido por el brazo y me desplaza sin vergüenza ni permiso. Es raro que la casa sea tan de lujo y la organización tan universitaria. Ricos jugando a Desmadre a la americana.
Material desechable relleno de alcohol del caro.
–Esta es mi amiga, la heladera. Toooodos la quieren, es una heladera famosa, ¿verdad?
Nos damos dos besos muy torpemente.
–No; no soy famosa, pero sí soy heladera.
Es como si quisiera meterse en un agujero en la tierra.
–Bueno. Yo soy mozo de almacén.
–La heladera y el mozo –susurra Patricia–. No me mires así, chica, estoy intentando romper el hielo. ¿Qué vais a tomar? ¡Perdona!
Un barman (por decir algo) se acerca ipso facto. Patricia parece acostumbrada a eso.
–Vodka naranja para los tres, en vasos rojos, no queremos cristal ni vasos blancos aburridos de cumpleaños. Vasos rojos, ¿entendido?
–A sus órdenes, señorita.
Están ligando.
–No te hemos dicho que queramos vodka –dice la otra chica.
–Se llama Anabel, por cierto, y sabe hablar –me “susurra” Patricia–. Lo que pasa es que cuando hay mucho que decir a veces nos quedamos mudos.
–Oye, ¿tú quién eres?
–Soy tu amiga del yate, nada más, cariño.
Esto ha sido sobrevenido, pero lo prefiero a estar desubicado en mitad del salón. Es como si me estuviera perdiendo algo, pero estoy seguro de que la chica bien seguirá hablando.

Anabel. Periferia. 3 de febrero de 1998. –¡No he hecho nada!
–Si no has hecho nada, ¿por qué esa niña estaba llorando?
–Mamá, que no he hecho nada…
–Tú lo que quieres es que te caliente.
–¡Que no he hecho nada! ¡¡Papá!!
–Tu padre no está, está trabajando, que no te enteras de nada.
–¡Yo no he hecho nada, ella se ha caído del columpio! ¡¡Papá!!
–Que no llores otra vez, Anabel, por favor te lo pido.
–¡¡Papá!!
–¡Que tu padre no está! Venga, vete a la habitación.
–¡No!
–Vete a la habitación, que ahora voy yo.
–¡¡No!!
–¡Que te vayas para la habitación, Anabel!
–No me pienso ir.
–¿Quieres que te agarre y te lleve como la otra vez?
–¡¡No!! ¡¡Papá!!
–¿Quieres que te tire de la oreja como la otra vez?
–¡¡No!! ¡¡Eres una mierdosa!!
–¿¿Que has dicho qué??
–¡¡Que eres una mierdosa!!
–Venga, a la habitación.
–¡¡Que me sueltes!!
–Si no sabes estar con la gente, te vas a la habitación.
–¡¡Yo no he hecho nada, mierdosa!!
–Si quieres que te caliente, te voy a calentar.
–¡¡Y la otra vez tampoco hice nada!!
–Ya, tú nunca haces nada.
–¡¡Eres una mierdosa!!
–Y tú una niñata. Malcriada y niñata.
–¡No me pegues, por favor!
–¿Ahora tienes miedo?
–¡No me pegues!
Súbete la falda.
–¡¡¡No!!!

Mientras se intentan comunicar conmigo, me vienen recuerdos de mi ahora anciana madre. Parece peor de lo que era. No hay nada menos fiable que un recuerdo solitario. Mi madre no era un demonio, y mi padre no era el ángel al rescate. Eran padres hijos de los noventa. Me zurraron algunas veces, pero me quisieron mucho más. Yo podía ser una mala pécora.
Ahora alguien podría decir que blanqueo la violencia, o aquella época. Puedes decir lo que quieras, pero tu hijo moderno es insoportable y un crybully de manual.
Yo sé cómo me siento, sé cómo me peleaba, cómo quería a los demás (hasta el delirio), cómo me querían y sufrían por mí. Conozco mi historia individual como persona individual. Nunca, a pesar del bombardeo ideológico, he calificado de forma presentista y torticera las vivencias; nunca he metido en el mismo saco churras con merinas. Nunca he intentado simplificar el mundo.
No juzgo a las personas de esa manera, haciendo dos grupos, o tres, o quince.
No soy como la estrella mediática.
Eso hace que se me encienda la bombilla.
Patricia hace reír a David, ambos me notan ausente, pero no están molestos. Lanzan temas y cuentan chistes, esperando a que me una. El mozo y la pija; ambos de carne y hueso como yo; los tres distintos y en medio de la misma casa de techos altos. Y digo:
–Perdona, pero tengo que confesar algo.
Ya no me siento tan cortada, o eso creo.
Le cuento una versión con modificaciones, rebajo la historia, barro para casa. Miento a medias para decir la verdad. Sí, le he visto por ahí, sí, he sentido curiosidad, y sí, si le suena mi cara es porque hemos coincidido, digamos, en algunos lugares; sobre todo en la playa. Y a veces me he fijado en él.
–Ajá… –asiente. Es como si ya sospechara algo. Creo que le parezco muy poquita cosa. Nada amenazante. Pienso en mi disfraz de muñeca nueva Nancy.
No me pega, pero quizá equilibra mi habitual aspecto tipo veinteañera activista que ha decidido raparse sola. Ahora hay chicas que parecen descontentas con su belleza “canon”, e intentan fingir que viven en el mundo de Mad Max. Saben que hagan lo que hagan tendrán más o menos al tío que quieran. A los tíos la cuestión del canon, el sobrepeso o la delgadez, les suele importar más bien poco. Ciertas mujeres jóvenes saben que ellas tienen casi todo el poder sexual, y que eso les otorga una ventaja social evidente.
Yo no fui pimero una niña guapa y después una “rebelde”. No he sido ninguna de las dos cosas. Con dieciséis follé por primera vez con uno de veinte; después he follado casi siempre cuando he querido. Nunca he sido ni la virgen ni la puta, nunca he sentido una presión real para encajar en esas categorías. He tenido más amigos chicos, la mayoría tímidos, paraditos y despistados. Ahora deberían parecerme todos violadores potenciales, pero soy demasiado aficionada a la estadística y los cálculos de proporción.
Voy a ir al infierno de los ateos de izquierdas.
–El otro día te vi hablando con esa mujer. En la playa.
Intento cambiar de tercio.
–Ah, sí…
Ya no siento que tenga que dar más explicaciones.
–¿Qué te estaba diciendo?
–Me estuvo hablando de los tíos que van solos a la playa. Decía que todos son depredadores. Pero luego me habló de los que no van solos, y que también son depredadores. Decía que el solitario intenta disimular lo que es.
–O sea que pensaba que eras un depredador.
–Uno como cualquier otro.
–¿Y qué le dijiste para que se fuera?
–No lo sé. Creo que aún estaba amedrentada por la arena que le habías tirado la otra vez.

Oscar. Sonora. 29 de julio. Me siento borracho, impregnado de ella. Una chica asi te convierte en un pelele. Un muñeco tonto, sonriente y feliz. Está pegada a mí todo el tiempo, su piel de nulo roce con la vida, cierta mórbida humedad, su aliento siempre cerca. Es un ataque frontal, constante y deseado. Podría acabar conmigo. Soy el pez que no sabe dejar de comer. Su boca siempre está a unos centímetros y dispuesta. Empiezo a beber alcohol a través de ella. Me escupe en la boca en medio del salón, se ríe de mí y de mi ropa echada a perder. Nos metemos en uno de los lavabos y entierro mi cara en su culo. Empiezo a lamer como un gato feo y sediento, un gato obeso que sólo se mueve para comer culos.
–Métemela –dice ella.
Descubro que tengo otra erección. Ya he perdido la cuenta. Me incorporo y me pongo manos a la obra.
–Por ahí no. Por el culo.
Es como si me hubieran inyectado adrenalina. Nunca una chica me ha pedido semejante cosa, y yo tampoco la he propuesto.
He aquí a alguien que ya no piensa en términos de higiene.
Que pase lo que tenga que pasar. Voy a aprovechar mientras pueda. Todos sabemos que las chicas guapas no mean ni cagan. No huelen mal y sus cuerpos no funcionan como los repugnantes sistemas digestivos de los tíos, sin duda asquerosos, desagradables y propios de los violadores de culos que somos. Todo es infame y tengo mi mejor erección de la noche.
–No te corras dentro.
No es que ya tenga mucho que sacar. Embisto cuando lo pide y embisto cuando se queja, embisto como si no hubiera otra opción. Si me detengo se queja porque me he detenido.
Ahora hay gente que legislaría esto. Hay egos negacionistas de sus propias tripas.
–Córrete en mis tetas.
En las películas raramente me interesa el sexo; detiene la acción y el director no sabe qué hacer con la cámara. Todo se vuelve tan elegante como aburrido, los actores bufan de pura “pasión” y buscan la manera de tocar sin sobar.
En la realidad es más como grabar en una carnicería mientras alguien destripa y trocea. Más te vale que tu pareja no sea vegana.
Cristina está completamente ajena al “nuevo” debate moral. El porno existe y existirá, y ha tomado ideas de él. No siente la más mínima duda ideológica de género. Yo conozco el debate, pero no su utilidad. Dos adultos que consienten, fin de la historia.
Me corro en sus tetas, aunque ya es como apurar el tubo de pasta de dientes. Por suerte todavía da para una cepillada.
Caigo rendido a su lado; ambos sentados en el suelo, respirando hondo, disfrutando de la intimidad sin necesidad de verborrea. Dios nos ve, pero al menos él no es un chivato.

David. Sonora. 29 de julio. Hablamos y hablamos. Patricia nos ha querido arrastrar a la piscina, pero nos hemos negado. Creo que quiere quitarnos la ropa y hacer de moza de cuadra con nosotros. Me agarraría directamente el miembro y lo introduciría en la vagina de Anabel.
Debo decir que me parece una fiesta de lo más extraña. No hay mucha gente realmente joven, pero tampoco parece haber padres. Gente entre los treinta y los cincuenta, todos mirándose entre sí como diciendo: «nos hemos librado». O casi. Veo a mis amigos con hijos aproximadamente con cada visita del cometa Halley. Pareciera que en Sonora la gente con hijos no queda o ya solo queda con otra gente con hijos.
Anabel me dice directamente que no quiere churumbeles.
Para mí tener hijos es algo atrayente visto desde fuera. Al menos a mi edad. Desde fuera muchas cosas son bonitas. No sientes los gritos, los olores o el insomnio constante, la exasperación, el terror a lo que pueda pasar, la idea surrealista de que crezcan, la pesadilla de que tu descendencia se pudiera convertir en un psicópata o una activista estilo religión secular. No, creo que este lugar es donde debo estar. Bastante perdido, torpe para tratar con la gente, herido a base de tópicos, débil, sin gota de “masculinidad tóxica”, pura carne de cañón. Pero sin hijos. Esa parte de mi vida sigue impoluta.
¿Lo he dicho en voz alta?
–Tranquilo, yo me siento parecido –dice Anabel.
Quizá porque se está haciendo muy tarde, o porque hemos bebido demasiado, ambos empezamos a divagar sobre nuestra deriva ideológica; o más bien sobre cómo hemos hecho para salir de ahí. Cuando pierdes la fe en tu bando, al contrario de lo que piensan muchos no recalas casi nunca en el otro. Te quedas en un limbo ideológico. Hay gente que cree que eso no existe, pero vaya si existe. Algunos viven siempre ahí; otros acabamos ahí a base de puro desengaño. A veces votas (lo de siempre), a veces te abstienes, pero ya nadie te convence sobre lo mecánicas y sencillas que son las cosas; que sólo pasa que no mandan los buenos. Por eso es precioso tener veinte años; por eso puede ser muy jodido no tenerlos.
–A veces pienso que ser de izquierdas me ha hecho débil –digo, hablando el idioma del borracho–. A veces creo que en el fondo ser de izquierdas me ha hecho endeble, una criatura pusilánime de por vida, alguien que espera que le solucionen los problemas. Alguien que piensa que la colectividad funciona así: si hay suficiente gente esperando que los demás solucionen los problemas, los problemas se solucionarán solos. Eso he sido: alguien que se quejaba junto a otros, y que después se quejaba más. Pura indolencia ideológica. Y eso cada vez iba a peor. He tenido que salir de ahí, aunque fuera para flotar en el limbo. Me estaba consumiendo.
Todo dicho en voz alta. Y un trago más.
Anabel guarda un silencio pensativo. Vemos cómo Oscar avanza errático con una chica pelirroja. Se recoloca el paquete como si no hubiera nadie más aquí. Se acerca a nosotros, riendo, ebrio de un par de formas. Si miras por las ventanas, compruebas con horror que está amaneciendo.
Un nuevo y precioso día es un infierno para quienes han estado evitando justo eso.
–Os quiero presentar a Cristina.
Saludamos a la chica, más joven y despreocupada que nosotros, más rica, seguramente, pero cero contaminada. Ella sólo viviría bien o moriría, nunca se convertiría en villana, no sabría cómo hacerlo. Sólo quien se pone manos a la obra para conseguir paz, amor y felicidad para todos, puede convertirse en un villano. Es un aprendizaje terrible. Cristina no hace ningún esfuerzo por leerlo en nuestros ojos, ni siquiera le afecta el amanecer. Trae chupitos; eso es todo lo que se le ocurre, y Oscar está embrujado por ella; se le pasará, pero ahora siente que está salvado y al margen. Me alegro por ti, mi buen amigo.

Anabel. Sonora. 4 de agosto. Viene a la heladería. Cuando acabo el turno de tarde le sugiero sentarnos en una de las mesas.
–Prefiero quedarme aquí que buscar otro sitio.
–Por mí está bien.
Le completo la información. Nos hemos visto bastante estos días, me siento segura al respecto.
–Una vez te vi meando junto a las vías del tren.
–Ah, sí… Es mi obsesión con tener la vejiga completamente vacía. Será por la edad.
–¿No te precupa que pase el tren y te vean todos, todas las chicas, la familias, los niños, las niñas, todos los nobles obreros que vienen de trabajar en la fábrica?
Hago teatro.
–Por los obreros un poco…
Sonrío, bastante coqueta, algo nuevo en mí. Estoy desarrollando una especie de faceta tipo Beverly Hills. Quizá así atraiga al dinero.
–La verdad es que nunca ha pasado el tren mientras meo.
–Ajá…, conque lo de mear donde las vías es algo habitual en ti.
–Hubiera preferido que me vieras salir de un prostíbulo. Pero sí, en mis puntuales caminatas suelo aliviarme por esa zona.
–Podría haberte visto salir de una carnicería. Eso sí que me hubiera indignado.
–Oh. ¿Eres vegana?
–Bueno…, quiero practicar la inedia. También lo llaman respiracionismo.
–…
–Alimentarme sólo de la energía del aire y el sol.
Un silencio valorativo.
–Ya… Te estás quedando conmigo.
–Oooh, ¿ya me has pillado?
–¿Querías alargar mucho más eso?
–Sólo un par de días… Tengo una veta cruel, es algo que tienes que saber de mí.
–¿Algún ejemplo?
–Mmm… Pues soy omnívora. Eso es un ejemplo hoy en día… Y no me gustan los niños, y los animales… no me gusta verlos sufrir, pero honestamente me dan igual, no los pondría jamás por delante de los seres humanos. También he llegado a desear la muerte de algunos personajes supuestamente ejemplares del mundo de la política y la escena nacional. Oh, y odio, ODIO con todo mi ser a ese tipo de personas que han pasado por un cáncer o algo similiar, y te lo restriegan diciendo lo fuertes que han sido y que ahora son capaces de sonreír y ser muy felices. Se ponen a escribir libros para niños y a dar charlas motivacionales, agh… No soporto a esa clase de gente. En general la gente supuestamente buena lleva bastante tiempo sacándome de quicio. Les oyes hablar o les lees, y te dan ganas de hacer todo tipo de cosas horribles… Y qué coño, ellos suelen hacer cosas horribles, y tienen egos ENORMES, pero sonríen y dicen que están del lado bueno, y te lo tienes que tragar… En fin, que no soporto a la gente buena.
–Uau.
–Ya ves, soy una persona cruel.

El dato relevante es que aún no hemos follado. Creo que ambos queremos, pero es probable que nos dé algo de pereza introducir el sexo ya en la relación. Por mi parte espero que el acto se dé de forma más o menos espontánea, quizá borrachos. Un momento de calentón animal, a ser posible nocturno, quizá en público, en la piscina o en la playa. Eso estaría bien. No sería el clásico polvo sobrio y teóricamente responsable. Ahora la gente lo verbaliza y pondera todo mientras folla, o al menos eso dicen. Se ha puesto de moda alguna clase de polvo académico, ensayístico, como si expusieras un tratado ético y moral más que follar. La chica concienciada y el chico deconstruido, ambos feministas autoproclamados, desnudos y planteándose cuál sería el modo correcto de llevar a cabo algo tan antiguo y patriarcal como el sexo.
En mi opinión el sexo es lo que decía Monica Bellucci en Irreversible.
El sexo es tierra.
David me ha dicho sin apuro aparente que es bastante guarrete, bastante malhablado follando. Yo le he dicho que me gusta decir guarradas, gemir, y por supuesto que haya algo de violencia. Creo que sintonizamos la misma emisora coital, pero no quiero acelerar las cosas. No es una cuestión de principios o de que espere una relación larga. Estamos muy a gusto tonteando.
Playeando y piscineando.
Creo que los gitanos lo llaman ronear.

Oscar. Sonora. 4 de agosto. Un amigo las llamaba ángeles. No muy original, pero atinado. Ahora está casado y tiene dos hijos. Eso de los ángeles se ha esfumado de su vida. Así formulado desde luego.
¿Y cómo se formula eso? Lo ángeles, según mi colega, son cierto tipo de mujeres, la mayoría de veces jóvenes, para qué nos vamos a engañar. Ahora eso se criminaliza también, cómo no. Muchos tíos maduros y chicas sólo mínimamente afectadas por la gravedad, se juntan y van por ahí como si tal cosa; y no cuesta nada imaginárselos fornicando como si estuvieramos en los setenta. Esos sinvergüenzas no han entendido su condición de opresores y víctimas. Les preguntas y reaccionan como si nada. No es que los demás les critiquemos por envidia o amargura propia, es que vamos a ver, es que no puede ser, pero ¿cómo va a ser eso? ¿Juntarse y follar y ya está? ¿Con veinte años de diferencia? Es algo terrible, sin duda.
Me oirás hablar así según el entorno. Si hay algo que odio, es discutir. Hoy en día discutir para muchos es que te arrodilles, saques la lengua y les dejes brillantes de cintura para abajo. Así que sí, que para ti la perra gorda, DiCaprio es un monstruo y todas las tías son idiotas.
Aun así yo me he apropiado el discurso sobre los ángeles. No siempre son tías jóvenes, y desde luego nadie está sugiriendo ningún tipo de virginidad. Diría que la mayoría de tíos no van buscando botellas que descorchar. Eso convierte el sexo en una operación delicada con preguntas incómodas al final. Es como si fueras el tío que construye la piscina. Es mucho mejor llegar tres años después y bañarse. O eso creo yo.
Conste que estoy hablando como si el sexo no volviera a estar empapado de culpabilidad judeocristiana. Como si la gente pudiera conocerse, follar, pasarlo bien y tener un bonito recuerdo. Aunque luego no haya largas y tortuosas relaciones. Imagínate follar sin compromiso ni tampoco trauma. Mucha gente mayor te podría contar historias que te pondrían los pelos de punta. Al menos a nosotros, que ahora rezamos el Ave María laico después de hacernos una paja.

El fantástico mundo de la gimnasia mental y la ingeniería social. El trauma de una persona es el trauma de todas. Y no se hable más.

Todo esto a Cristina la suena a verborrea para entrar en coma. Incluso siendo obviamente un ángel, si tuviera alas me pediría que me corriera en ellas.
Estamos en la playa. La trama no avanza. Todo va de buscar la manera de hacerlo. Seguramente contravenimos todos los psicodogmas actuales sobre cómo llevar una relación sana. La comunicación se reduce a gruñidos y chapoteos. Podemos provocar un charco sea donde sea que estemos. Ella me ha enseñado a provocarle squirts. Me coge la mano y me da indicaciones como un señalero de aviones.
–Quiero hacer el aspersor humano.
Ella lo dice y yo intento recordar la manera.
Hemos perfeccionado los movimientos. Me provoca tanto su piel blanca que temo estar incurriendo en varios microrracismos.
Me encantan las microcosas. Llega alguien y te dice que es mejor que tú, pero sólo por poco. Aún no eres perfecto.
Cuánta humildad y sabiduría.

A ella le gusta con el dedo medio y el anular. Aunque eso es el final del proceso. Es necesario lograr un alto invel de excitación antes. A mí no solo no me importa comerle la boca y el coño durante una hora, sino que estoy basando mis recién iniciadas vacaciones en eso. He despejado la agenda.
La primera vez que oí decir a alguien que a los tíos no les gusta comer coño, fue hace unos cinco años a una autoproclamada feminista en la tele. No me cabe duda de que ella se juntó justo con esos tíos. Por mi experiencia, comer coño es lo más cerca que he estado de hacer snorkel. De críos birlábamos revistas porno y soñábamos con comernos un coño. Jamás he conocido a ningún tío que haya expresado el más mínimo rechazo por el sexo oral. De hecho sí los he conocido que olerían bragas usadas o echarían un tragito de la orina de Irina, la dependienta de la tienda de golosinas. Sin problema. Mucho mejor que la ginebra.

Está anocheciendo, hay muy poca gente en la playa. Para cuando logro que su espalda se arquee hacia arriba, cuando ya nos hemos olvidado del ángulo del parasol y qué tapa y qué no, justo entonces aparece una señora. ¿Es la Karen famosa de TikTok? Asoma su cabezón activista –setenta por ciento peinado– con cara de horror. Es como si estuviera presenciando una violación («por fin», debe pensar). Y justo entonces, cuando estábamos compartiendo ese momento, Cristina expulsa un chorro sólido, transparente y a presión. Empapa por completo la cara rubicunda de la mujer.
Un segundo chorro dibuja un latigazo en su peto. Entonces recuerdo que era yo quien se lo quería beber.
Cristina sufre un ataque de risa. Yo hago snorkel. La señora retrocede, aturdida; se limpia la cara con las manos, como intentando entender lo que acaba de pasar. Un hombre y una mujer en la oscuridad, compartiendo algo, ajenos al mundo. Es desconcertante. Esa clase de intimidad desarraigada. Ha de haber algo corrupto ahí. Un deseo masculino impuesto. Algo profundamente impuro y desequilibrado. Sólo tiene que darle una vuelta.

David. Sonora. 4 de agosto. Le digo que voy a tener un mes de vacaciones.
–¿Todo un mes?
–Casi… Me he reservado algunos días durante el año.
Le cuento que tengo varios compañeros latinoamericanos en el curro. Lo que ellos hacen es acumular días y mandar dinero a sus familias.
–¿No viven aquí sus familias?
–En muchos casos no.
Le digo que he tomado nota. Aunque sea un blanquito europeo, sigo siendo mozo de almacén. Informático de formación, huelecajas de profesión.
–¿Huelecajas?
–Así lo llama mi jefecillo. Él está más explotado que yo.
–Pero ganará más…
–No sustancialmente.
Le cuento que es un centro logístico, un almacén enorme.
–Ya lo has visto. Nos dedicamos a preparar pedidos para los camioneros. Nosotros alimentamos a los camiones y los camiones alimentan a las tiendas.
–Y las tiendas alimentan a las activistas contra la gordofobia.
–Ah… Pues supongo que sí.
–No hace mucho conocí a una de esas activistas. Fue maravilloso. Sólo tenías que dejarla hablar. Fue como un espectáculo de teatro amateur, si un espectaculo así pudiera ser bueno.
–Pero involuntario.
–En principio sí, pero tuve mis dudas. Tiene un huevo de seguidores en TikTok e Instagram. Su personalidad es ser gorda. Quizá no se ha dado cuenta, pero es así. Se hace llamar María Estría. Es inquietante, aunque está ganando pasta, eso no se lo quita nadie.
–¿Te da envidia?
–Pues un poco, sí. Creo que podría engordar cincuenta kilos y hacerme la víctima cinco o seis años. Luego desaparezco como Salinger y me dedico a comer sano en secreto.
–Creo que no te pega mucho.
–Ya, ya lo sé… Y estar flaca no cotiza nada ideológicamente.
Paseamos por la playa de noche como un par de cincuentones. Sólo nos faltan dos hijas en casa con la canguro y un par de perros patada de aguas.
Es ella la que decide cogerme la mano. Un gesto suave, como al final de El club de la lucha.
Lloro de forma incontrolada viendo esa película. Otros buscan romances; yo veo cómo David Fincher monta las escenas y soy Pancho al final de Verano azul.
¡¡Tyler ha muerto!!

Seguimos caminando tal que así. Es uno de esos momentos. No hay tantos momentos de felicidad prolongada en la vida.
Quién me lo iba a decir hace un par de meses.
Hay algunas parejas más aquí y allá. Algunos no hacen nada, otros, más jóvenes, se enrollan bajo una toalla.
De frente, vemos venir a alguien haciendo eses. Chapotea en la orilla y casi pierde el equilibrio.
Es la famosa activista de Internet. El azul y el rosa. Anabel intenta contener la risa. La mujer camina muy seria, muy centrada en alguna gran revelación o crasa injusticia que acaba de observar.
Le damos las buenas noches.
Nos mira y parece desearnos una larga vida de sufrimientos. Está claro que tenemos la culpa de un montón de cosas. Y que ella no.

Anabel. Sonora. 11 de agosto. Ante tu pasmo, tu vida mejora. Conoces a alguien, pasan los días, los clientes te parecen más simpáticos; hasta le das una oportunidad al helado de menta (cuando siempre has pensado que la menta no pinta nada en una heladería). Te sorprendes sonriendo sin motivo, convirtiéndote gradualmente en idiota impermeable: el único camino a la felicidad.
Y de repente te invitan a una boda.

Lo que quería era seguir en mi nube, enamorada del amor potencial. Caminar en pareja por la calle, lenta y atontadamente, sin atender a nada más, cortándole el paso a los solteros, a las parejas hartas de larga duración. Quería seguir imbuida del egoísmo radical del amor.
Pero no.
–No es para tanto –dice David.
Mi turno ha acabado. Estamos sentados en la heladería, mi segunda casa. Casi más la primera.
Mi jefa nos mira con recelo. No he hablado de ella porque ella misma no habla de ella. Creo que no le caigo muy bien. Es el clásico ambiente familiar. Convivencia forzada y tensión.
–Lo sé –digo–, pero no puedo describir con palabras la pereza que me da una boda.
–O sea que lo vas a hacer.
–Cuando pienso en bodas no pienso en Cuatro bodas y un funeral, pienso en El padrino. Todas las bodas tienen algo de mafioso. Familias formando una familia más grande. Dinero por todas partes. Chanchullos. ¿Cuánto se supone que hay que pagar? ¿El cubierto y una roomba?
–Si conocieras a Abel no hablarías así. Y Silvia es simpática, es…
–¿Me estás intentando vender a los novios?
–Pues sí. Son buena gente, tampoco les apetece mucho el sarao… Pero sí es una especie de contrato importante. Ya sabes de qué familia es ella.
–Me alegro mucho de que tu amigo vaya a ser rico, pero… Dios, ni siquiera tengo nada parecido a un vestido.
–Puedes ponerte lo que quieras.
–Ambos sabemos que eso es mentira.
No hemos follado y ya casi estamos discutiendo.
Le cojo la mano en un arrebato.
–Ya debes pensar que soy gilipollas.
–No. A mí también me da pereza. La boda es en Periferia. Pero va a ser tan grande, tan absurdamente inflada y pomposa, que ni siquiera va a parecer una boda.
–Claro. Pero con la puta tele.
–Puede que haya algunos medios cubriéndola, sí. Pero no es una boda real, es como…
–Creo que me están entrando nauseas…
–Eres un poco exagerada…
–No, de verdad, disculpame…
Me levanto y corro hacia el lavabo para empleados.
Logro echarlo todo dentro. Casi todo. Arramblo con medio rollo de papel. Me pongo a frotar, soy una limpiadora después de que alguien haya mejorado el mundo.
Ha sido por la dichosa menta, seguro. Mi estómago no ha entendido el movimiento. Lo bueno es que la abstinencia sexual descarta la posibilidad de haberme preñado. No soy muy fan del aborto, aunque ahora sea tan cool. Hay gente que piensa que estar a favor del aborto significa cantar cosas que rimen con feto.

Me lavo la cara y me miro en el espejo la jeta. Demasiado redonda para el cuerpo de escoba que tengo. Mi abuela, la única que conocí, hacía perfectamente de abuela. Desde que murió, nadie me lanza piropos. Mis padres no son dados. David no lo hace a las claras (tampoco lo hacían mis escasos ex); ahora los tíos creen que el halago consiste en darte un hacha para que cortes la mitad de la leña. Todo a medias, nada que huela a roles de género.
Todo por cuatro pijas virales cuyo mayor trauma consiste en recibir un exceso de piropos. Es un dolor de cabeza estar tan buena, tía.
Abuelas aparte, habré recibido tres piropos contados a lo largo de mi vida. No es que lo haya echado de menos, pero no lo eché de más cuando pasó. ¿Quejarte por un exceso de piropos no es como azotar a tu sirviente por insistir demasiado con el abanico?
No quiero ser esa clase de persona, ni de lejos. No quiero quejarme por todo, ver un drama en todo, reducirlo todo a mi ombligo del primer mundo.
Cuando salgo del lavabo, David tiene cara de circunstancias.
–¿Estás bien? –susurra.
Me siento y digo alto y claro:
–¿Sabes que me pareces un chico muy guapo?
–¿E… eso es que sí?

Oscar. Sonora. 11 de agosto. Ahora vamos de tiendas todo el tiempo. Se supone que yo necesito un traje nuevo. Y ella quiere un vestido nuevo. Yo quiero pagar mi traje, pero ella dice que quiere pagarlo todo. Tiene una tarjeta mágica.
–Me la ha dado un duende.
–¿Ah sí? ¿Y te lo follaste?
–Por supuesto, la tenía como un brazo de bebé.
Casi todos nuestros diálogos son así. La mar de creativos. Todo lo que decimos es una promesa.
Vamos de la mano por la calle, acelerados, de tienda pija en tienda aún más pija. Son mis vacaciones más caras y apenas he gastado la calderilla de la cartera.
Ella dice que no le gusta andar, pero creo que de tienda en tienda podría llegar a Kuala Lumpur. No encuentra nada que le convenza.
A veces follamos en los probadores. Si entras después de nostros, quizá notes un olor significativo. En el peor caso puedes resbalar con algún resto de mi descendencia desperdiciada. O quizá te pruebes una prenda y le encuentres un denso archipiélago.
Como cualquiera con una boda en perspectiva, estamos muy centrados en no hacer del mundo un lugar mejor.
Todo sea por Abel y Silvia Saint Junior.
Es la primera vez que me lo paso bien en tiendas de ropa, eso también. Una vez superas el primer impacto –el aire acondicionado para conservar cadáveres y el trato baboso de los dependientes–, luego todo son risas y fantasía.
Cristina me pregunta por cada vestido que se prueba. Lo bueno es que lo hace para reírse de mí. Cuando se ríen de ti pero después te follan, no cuenta como burla. Pregúntale a cualquier tío hetero.
Ella sabe que no tengo ni pajolera idea de vestidos; y aún mejor, se la suda lo que yo pueda pensar. Todo vestido no es más que el envoltorio del caramelo. Cuando te hacen regalos sólo te importa la caja si eres un gato o un niño tonto.
Puedo decir que es mi primer verano con auténticas aventuras sexuales. Antes había follado en verano (si había suerte), pero todo se reducía al clásico polvo sin riesgo con unas gotas de vergüenza o culpabilidad. Todo el mundo cree en Dios; sólo es una cuestión de grado. Pero Cristina anula a Dios. Tiene suficiente dinero como para no creer en nada, sea voluntaria o involuntariamente. Ya puede cualquier persona que calcule lo que gasta criticar a la Iglesia o hacer chistes de creyentes, que luego a la hora de la verdad todo se vuelve jodidamente moral.

Cuando ya hemos (ha) comprado un par de vestidos para ella y un traje adecuado para mí, nos vamos a la playa a follar.
Mi pene se siente últimamente como un pederasta en Tokio. No da abasto; aunque al final siempre lo logra. Estoy orgulloso de él. Los tíos heteros tenemos una relación estrecha con nuestro pene. El resto de la población se restriega la entrepierna con estropajo mientras le leen tratados marxistas. O al menos eso dan a entender.
Encontramos un rincón lo suficientemente poco íntimo. Disimulados apenas por unas rocas, seguimos desarrollando el sentido de nuestra relación. Agosto lo aprueba, y también un tío que nos ve desde no tan lejos. Ambos nos percatamos.
El tío se acerca sin prisa mientras follamos a perrito. Parece inofensivo.
–¿Buena tarde estáis pasando, no?
–Buenísima –dice Cristina.
–¿Os importa…? Sólo miro…
Lo dice mientras se saca el miembro; un Jabba el Hatt tamaño Pynipon que empieza a coger forma.
–Adelante, no te cortes –dice Cristina, visiblemente más excitada.
Yo no pierdo comba, aunque ahora me sienta dentro de un video de Pornhub.
No me corta el rollo ni me genera inquietud.
Así es como por primera vez follas mientras otro fulano se masturba mirando. La mayoría de gente nunca vive esta experiencia; y la mayoría tampoco querrían vivirla.
Yo soy de los que nunca pensaron que la vivirían.
El tío la tiene más pequeña y más fea que yo. Quizá estoy entendiendo algo sobre el mundo swinger. Pequeños placeres por descubrir.
–¿Ya te has corrido? –le pregunta Cristina a los dos minutos.
–Uff… sí… –murmura el tío.
–Pues hale, a tomar viento.

David. Sonora. 11 de agosto. Lo hacemos por fin en su piso.
–Está cerca de la heladería –dijo ella–. Mi vida es muy pequeña.
Lo que llaman “sexo con amor” es algo tan radicalmente personal que resulta fútil intentar describirlo.
Es sorprendente que aún haya gente que cree que el sexo casual o el porno puedan tener algo que ver con esto. Se escandalizan debido al sexo por el sexo, como si el sexo siempre fuera igual. Como si el contacto carnal tuviese que significar siempre lo mismo, y que si follas por equis motivo estás gastando algún tipo de batería esencial que no le reservas al amor.
El sexo lo puede entender cualquiera; el sexo con amor sólo lo entiendes mientras sucede.
Quizá eso explique algunas cosas.
Estoy diciendo amor; es pronto, lo sé; es aproximativo.
He llegado a pensar que sólo sacralizas el sexo cuando piensas que el sexo es el único cauce posible para la intimidad.
Pero más bien creo que el sexo por sí solo aún le resulta demasiado zafio a muchas personas. Creyentes o no.
Ni siquiera sabría explicar por qué hemos follado. Lo hemos hecho simplemente porque íbamos a hacerlo.
Mientras lo hacía (sudando, largando guarradas, erecto como hacía meses), sabía que no quería hacerlo con nadie más. Pero no tenía una necesidad imperiosa de follar; y creo que ella tampoco.
Quizá es por la edad, pero ya estábamos muy a gusto antes de hacerlo.

Hacerlo ha significado algo importante, pero por suerte no ha cambiado nada importante.

Anabel. Sonora. 18 de agosto. Desde que follamos por fin hace unos días (aunque no me atreví a sugerir sexo en público…), no paramos de hablar de follar. Sobre todo de la gente que relaciona las decisiones sexuales con la madurez. Según cómo te relaciones con el sexo, serías más o menos maduro. Es maravilloso cómo la gente viste su estilo de vida. Si yo tengo esta edad y hago las cosas así, significa que hacer las cosas así es propio de una persona madura. ¿No?
Es una lógica de lo más jugosa.
El clasismo está por todos lados. Si levantas el pie, tienes la suela llena de mierda clasista. Y en parte la has cagado tú. Te cagas y vas pisando tu propia mierda.
Es inevitable, y es completamente ridículo oír a gente exigiendo no sé qué igualdad, cuando tienen igual sus suelas llenas de mierda. Tú no quieres igualdad, cariño, quieres la notoriedad o prestigio (o dinero) que te aporte el decir que quieres igualdad.
Si se hiciera realidad la igualdad que exiges, reirías cinco minutos y llorarías durante años.

El verano está pasando a toda leche. Me tocan unas pequeñas vacaciones. Quince días para la obrera heladera. No he sido tan lista como para acumular días durante el año. Tampoco sé si me hubieran dejado.
Hace poco compré un vestido para la boda. Con él parezco Courtney Love si hubiera hecho un papel en Beetlejuice. Me gusta más de lo que reconozco.
Ayer, a capricho mío, David me enseñó por dentro su curro. Pude conducir una carretilla elevadora. Reventé un palé entero de lejía y nos fuimos.
Me sentí fatal.
Estaban todos allí, todo el turno de noche haciendo sus tránsitos. No sé por qué, pensé que habría un ambiente más relajado en un almacén. No festivo, pero sí coherente con la fama que suelen tener los obreros. Quizá esperaba que algunos se dieran la vuelta al ver a una mujer por allí. Una civil vestida de calle. Pero nadie me lanzó un solo piropo; ni siquiera por hacer la gracia. Creo que nunca he pensado en los piropos hasta que se volvieron políticamente incorrectos. Ahora los echo de menos como si me encantara Julio Iglesias.

Hace poco conocí como Dios manda a los amigos de David. Bromearon presentándose como nuevos ricos. Sobre todo uno de ellos. El otro parecía más bien avergonzado.
Hablamos de la estrella mediática. Hablé también un rato con Silvia, la hija del magnate de los hoteles. Ella hablaba y yo me quedaba embobada mirando sus labios y sus hombros. Casi comprendí por qué las ricas se vuelven tarumbas cuando envejecen, cuando empiezan a operarse y a no detectar en el espejo las aberraciones quirúrjicas a las que se someten. Perder ese tipo de juventud ha de ser duro. Esa piel y ese estado óptimo de las cosas. Es como si envejecer fuera la venganza última de los pobres. Más que la muerte.

Estaba entre ricos y amigos de ricos, en la última planta del rascacielos con forma de vela que veo siempre desde la playa. Estaba asombrada, en un lugar no pensado para mí, y por eso mismo interesante de verdad, cómodo, más cómodo que lujoso. Veía ese paisaje nocturno de la playa, las luces y sombras de Sonora. Ni siquiera Godzilla entrando por la bahía lo habría mejorado.

Oscar. Sonora. 25 de agosto. Estoy en un restaurante señalando cosas en la carta. Una vez más, sé que no voy a pagar yo. ¿Quién irá a la caja con una tarjeta de crédito y una sonrisa? ¿Hay un nombre mejor puesto que: tarjeta de crédito? Tu crédito como persona solvente demostrado sólo pasando una tarjeta por una vagina de plástico. Gracias, señor, que tenga un buen día. La sonrisa sólo es mera cortesía.
Esto es algún tipo de comida preboda que consiste en gastarse un montón de pasta en un solo día a mediodía. No tiene nada que ver con alimentarse; sólo con el (poder) placer. La felicidad te la suele dar aquello que te sobra. O que les sobra a otros.
Están todos, incluso el patriarca hotelero. A su derecha, su mujer; de profesión: esposa. Están David, Anabel, Abel, Silvia, Patricia, Cristina… y unas treinta personas más. El aire acondicionado debe estar provocando un agujero en la capa de ozono justo en este punto. Oigo una disertación al respecto. La Tierra contiene todo el material para que sobrevivas o hasta vivas a gusto en ella; y parte de él, según cómo lo trates, daña a la propia Tierra, que se encoje de hombros, porque la Tierra no se daña, sólo cambia; lo único que sale perjudicado es lo que hay sobre ella. Si acaso.
Nadie sabe explicarte qué es el cambio climático ni qué lo provoca. Por lo que a la gran mayoría respecta, es algo tan abstracto como los fantasmas o la potencial existencia de Dios. Y quien sabe explicártelo sólo se entiende él mismo.
Lo realmente interesante es: ¿a cuánta gente le importa de verdad el tema? Y aún más importante: si les importase, ¿cuántos de ellos podrían hacer algo sustancial para mejorar la situación?
Y algo aún más incómodo: ¿conocemos el precio a pagar para mejorar la situación? ¿Qué tipo de renuncias y sacrificios habría que hacer? ¿Cómo se gestionaría y coordinaría todo eso?
Incluso aunque no existieran los intereses políticos, todo parece apuntar a una auténtica pesadilla de demolición Occidental. Probablemente una utopía.
Le explicas a la gente cómo ha de vivir, consumir, trabajar, desplazarse, producir, gastar… Y unos siglos después les dices: oye, que todo esto no vale, déjalo, renuncia, detente. Y te lo dicen señalándote con el dedo;
–Has vivido por encima de tus posibilidades.
–No, cabrón, he vivido como me dijiste.
Pero no intentes discutir con un dios secular.

Es parte de lo que he estado oyendo. El padre de Silvia se ha estado desahogando bien. El cambio climático, la situación económica de los empresarios, de los autónomos… A veces escuchas a alguien que no dice lo que se supone tendría que decir, y, se equivoque o no, es un auténtico alivio. O más bien un descanso.
La diversidad intelectual ahora es casi pecaminosa, y por tanto muy llamativa si no eres criatura de trinchera. Puede que el discurso “reaccionario” sea tan simple o parcial como el otro, pero joder, al menos es distinto. Y sin duda enriquece la información en algunos aspectos.

Cristina me soba la entrepierna bajo el mantel mientras el monólogo se desarrolla. Parece una metáfora de la situación en el mundo en cualquier época. A ella el cambio climático le importa tres rábanos, y a mí también, aunque sin duda me pondré serio y arrugaré el ceño si me veo atrapado en una conversación “trascendental”.
Lo que dice la gente es:
–Sí sí, todo muy grave, nos vamos al carajo…
Lo que piensan es:
–¿Y a mí que me cuentas?
Cristina no dice ni una cosa ni la otra, pero aquí sería raro reunirnos en el lavabo. Para los postres le prometo que por la tarde follaremos en la playa.
–Pero en un sitio donde haya gente.
–Prometido.
–¿Seguro?
–Sííí, prometido.
Me señala con un dedo primoroso:
–Lo has prometido dos veces.

David. Sonora. 30 de agosto. Me pruebo el traje para la boda. Siempre se dice que todos los tíos van igual. Yo me habré puesto traje cuatro veces en mi vida. Me siento como si llevara algún tipo de pijama de clase alta. Son prendas finas que parece puedan entrar en combustión espontánea si les gritas.
El espectáculo de Anabel y yo intentando comprar ropa distinguida fue un caso evidente de falta de recursos. La mayoría mentales. Ninguno de los dos está acostumbrado a bodas, comuniones o funerales. Principalmente porque no nos suelen invitar. Somos esa clase de gente que te juzga si pareces feliz, y que no sabe qué coño hacer si empiezas a llorar. Hemos conservado esa sana actitud desde la adolescencia. En el fondo no somos ya tan así, pero nadie puede sacarnos a bailar o cogernos en volandas y tirarnos a ninguna piscina entre risas. La cosa se podría poner harto incómoda, o hasta violenta.
Hablamos mucho de libros, cine, música… y poco más. El resto de temas, las intimidades, los supuestos momentos vitales cruciales, los datos teóricamente relevantes, las cosas que dicen te ayudan a conocer a alguien de verdad… Todo eso nos aburre mortalmente. Ni siquiera la gente que dice contárselo todo se lo cuenta todo. Me costaría fiarme de alguien que no ha guardado absolutamente nada para sí. No sé qué clase de forma de relacionarse con el mundo es esa.
Una muy inquietante, desde luego.

Por primera vez no miro al futuro ni con miedo ni con esperanza. Simplemente estoy pasando de su culo. El futuro es el mayor mito creado por el ser humano. Hay fotos borrosas hasta del Yeti. ¿Del futuro?, ni una triste psicofonía. Nadie ha ido al futuro y ha vuelto para contarlo. El futuro es el primo simpático de la muerte. Por lo que a mí respecta, todos nos reencarnaremos en saltamontes.

Anabel. Sonora. 3 de septiembre. La boda es una de esas que duran todo el fin de semana. Lo de los anillos y el beso es en Periferia, pero después nos trasladan a todos en autobuses limusina (o algo así) a una zona costera. Creo que el pueblito se llama Palermo. No tiene nada que ver con Sicilia. Al parecer allí el agua es tan transparente que puedes ver claramente al tiburón llegar y morderte el coño. Por lo visto la zona tiene un historial interesante de convivencia tensa entre los habitantes de la zona y los tiburones azules. El tiburón azul incluye de vez en cuando un turista en su dieta. Hace tres años un alemán salió arratrándose por la orilla sin una pierna. Llamaba a gritos a su madre muerta. Él mismo murió desangrado pese a los esfuerzos por detener la hemorragia y trasladarle al hospital más cercano.
Está todo en San Google.
Supongo que seré la única en buscar la historia negra de Palermo.
Por suerte la vida no funciona según el principio del arma de Chéjov. Que hables de un tiburón azul al principio no significa que se vaya a comer a nadie al final.

Decidimos ir a comer a una hamburguesería. Lo bueno de ser delgada como una advertencia médica, es que comes como una lima y tu cuerpo te deja en visto. Nunca he pensado tanto en mi físico como últimamente. Otra cosa que “agradecer” a las feministas.
No es que tenga un aspecto insano; algunas personas somos así. Hay quien lo llama suerte. Yo preferiría tener algún que otro accidente geográfico carnal. Ni siquiera pido más tetas; me conformaría con tener unas caderas poderosas, como si hiciera música urbana y me tiñera el pelo cada día y medio.
David no deja de decir que está demasiado gordo, que le sobran al menos quince kilos. Jamás ha juzgado mi cuerpo, casi ni para bien. Me transmite esa parte cuando follamos, creo, no se muestra en absoluto inseguro como amante.

Me ha hablado bastante sobre ser feliz o desgraciado, de un modo desapasionado, aunque con cierto brillo en la mirada. Creo que intenta decir que ahora es feliz; pero no quiere gafarlo diciéndolo sin más. Le entiendo bastante bien. La felicidad pareciera un ente independiente y celoso, has de ocultarle tu contento. Es como si le estuvieras robando manzanas del huerto. Has de ser sigiloso, un ninja, y después no sacar pecho mientras comes.

Me ha hablado también de ser pobre. No es la primera vez. De que sus amigos le dijeron que quizá él también podría ser rico. Pero no ha hecho nada al respecto. Le he preguntado si hay alguna manera de ser rico que no sea por enchufe.
–Si eres tú el que hace fortuna desde cero.
–Podríamos pensar un negocio. Algo que siempre funcione.
–Una funeraria.
–Una funeraria de lujo sin precedentes.
–Muertes de clase alta.
–Un servicio funerario tan lujoso que estés deseando estirar la pata.
–Lo mejor para tu familia y tus amigos.
–Lo mejor para ti.
–Tu funeral en realidad será una oportunidad.
–No como los funerales de pobres, todos serios o llorosos.
–Paga lo suficiente y te evitarás la muerte con prejuicios.
–La muerte sólo es un paso.
–Nadie sabe lo que es.
–Exacto; quizá te mueres y apareces reencarnado en otro tiempo y otro lugar, y siendo otra persona.
–Un afortunado judío en Auschwitz.
–Jodido pero vivo.
–Y viviendo una experiencia histórica de exterminación racial.
–Podríamos ofrecer reencarnaciones a la carta.
–No hace falta que sea real, sólo que las compren.
–Capitalismo despiadado dirigido a los ricos.
–Podríamos ser portada de Time, de la revista Fortune. La funeraria que está desbancando a los aburridos servicios de plataformas e Internet.
–Morirse empezará a ponerse de moda por primera vez.
–Magnates, influencers, famosos… todos pidiendo turno para que les organicemos su funeral.
–Una ola de suicidios gracias a nosotros.
–Vivir es aburrido, es una rueda de hamster incluso para un rico, pero morir con nosotros…
–Ikea empezará a vender sogas y cuchillas de diseño.
–Nadie querrá ir al espacio o a la Fosa de la Marianas. Morirse será lo nuevo, lo más trendy y rompedor
–La fiesta de la eutanasia.
–Portadas en Rolling Stone.
–Entrevistas justo antes de palmar y disfrutar de nuestros servicios.
–No sé por qué no lo hacemos.
–Yo te diré por qué. No tenemos madera de multimillonarios.

Oscar. Sonora. 5 de septiembre. Sin comerlo ni beberlo, Cristina me ha presentado a sus padres. No soy una persona de padres. Nunca les he entendido, nunca sé qué hacen en medio. No sé qué es exactamente lo que puede impulsar a nadie a tener hijos. Aunque es cierto que este caso es distinto. Cristina es más bien amiga de sus padres. No la criaron ellos, sino más bien un batallón de mujeres latinas (dicho así por ella); mujeres que nunca estaban a la altura; como jamás lo estarían sus padres.
–Pero ellos al menos ya lo sabían.
Todo apunta a que Cristina es hija de un braguetazo. Su madre conoció a un rico e hizo uso de su poder sexual.
Esas cosas que nos escandalizan a los pobres.
La verdad es que el ambiente en casa –una mansión de mármol y cristal– no me parece malo. Algo falso, puede, pero no he conocido a muchas familias totalmente honestas. Ninguna, a decir verdad. No formas una familia y esperas que tu vida sea una película navideña. O puede que sí, al principio, pero pronto te bajas de ese trineo, coges la calculadora y te conformas con que las cuentas cuadren. Lo de tener una hija que es básicamente fuga de capitales familiar, nuevamente, ni idea, como digo, no soy una persona de padres. No les entiendo ni espero entenderles.
Ella no tiene la culpa, desde luego. Cumple con cada una de las teóricas obligaciones. Pero nunca se va a desentender del dinero familiar, no va a buscar trabajo en ninguna gran ciudad para convertirse en “una mujer fuerte e inependiente”. No le interesan en absoluto los tópicos sobre la superación personal. Además, ¿no se supone que ahora todo eso son cosas de liberales locos que invierten en criptomonedas y se machacan en el gimnasio?
Su papá es uno de los jerifantes de los hoteles, y tiene más empresas. La madre es ama de casa con servicio. Cristina hará labores de marketing o algo por el estilo. Algo que implique poca implicación, mucho aire acondicionado y libertad de movimientos.
Y un montón obsceno de pasta.

Ya les tenía vistos. Él parece hijo de un fajo de billetes y una máquina de rayos uva. Un tío de unos sesenta años. Ella tendrá unos veinte años menos. A juzgar por sus expresiones y su forma de moverse, diría que le pone los cuernos a papi, e incluso que a él le da igual. Es posible que sea un rollo liberal. Los mejores cimientos son el dinero. Si construyes sobre un montón de pasta, lo demás puede perder mucha importancia. Una pareja de mileuristas que se pone los cuernos es un drama que puede acabar hasta en asesinato. Si los cimientos son cosas como la confianza, el amor, el cariño… Más vale que procures reforzarlos. El edificio luce bien por fuera, pero por dentro es puro corchopán rosa.
Son impresiones no verbalizadas mientras como con la familia de Cristina. Sólo son tres y un montón de millones alrededor.
Empiezo a pensar que es probable que esta pareja de padres extraños (como todos los padres) quizá esperen algo de mi simiente. Algo que suelen querer los padres es que los demás también sean padres. No quieren ser los únicos sapiens-sapiens previsibles del lugar.
Son padres y por tanto también quieren ser abuelos.
Se vuelven familiarmente insaciables. Necesitan otro bebé. Y ahora te toca a ti crearlo. Ellos ya pasaron por eso.

Me lo tomo con calma. Está claro que esto no va a ningún sitio. No me refiero a mi relación con Cristina. Ella me gusta, es transparente y honesta como nadie que haya conocido. Da por hecho su lugar en el mundo, no se vergüenza de él, no da explicaciones, no renuncia a nada (casi nadie lo haría, aunque digan que sí), y yo le gusto. Me lo dice cada día. Sabe que voy a tener un curro de lujo, desde luego, pero también está claro que podría buscarse un partido mil veces mejor económicamente (no digamos físicamente…).
No tengo en cuenta a sus padres. No me importa lo que piensen ni lo que esperen. Como he dicho, no soy una persona de padres. Ya tengo a los míos, gracias.

David. Periferia. 8 de septiembre. Vamos en mi coche. Destino: algún lugar en las afueras de Periferia. Una iglesia enorme con nombre y apellidos. Nos guía una máquina con voz de mujer. Suena a alguna ex de James Bond. Juraría que la oí en El mañana nunca muere.
Anabel dice que su vestido va a parecer una bolsa de basura cuando lleguemos.
Creo que nos ha adelantado una camioneta del Canal 13. Sufrimos una ola de calor en pleno septiembre.
Si logramos llegar y aparcar en algún lugar que después yo logre recordar, el coche se va a pasar ahí unos tres días. Nos moveremos en autobús, nos llevarán como a niños porculeros a un fin de semana de lujo. Los ricos no saben casarse en una tarde. La cosa tiene que durar como una jornada de fútbol.

Cada vez que cojo el coche, llegar a destino me parece un milagro. Soy un tío al que no le interesan en absoluto los coches. En realidad somos y hemos sido legión, pero a veces los tópicos ideológicos son más fuertes. Y ahora están fuertes de narices, porque hay cada vez más gente ganando pasta a base de –supuestamente– combatirlos. Los tíos cada vez somos y hemos sido más tíos. Conducimos muy rápido, vemos fútbol, tenemos posters de tetas, bebemos cerveza, eructamos y no sentimos.
Hijos sanos del patriarcado.
Nos han descubierto.
Cada dos por tres desmantelan nuestras fiestas de reparar motores, beber alcohol y follar con putas.
Los tiempos están cambiando.
Y tengo más frases nuevas que no son nuevas en absoluto.
“La chispa de la vida” puede volver en cualquier momento en forma de meme.
“Las mujeres ya no lloran, las mujeres facturan” ha sido acogida como nueva y fresca, y sin embargo suena condescendiente como un cura pederasta y vieja como un visillo encima de una tele. Ahora eso sucede a menudo. Si la hubiese dicho un cantante melódico o un poli, le hubiesen dado estatus moral de abuelo franquista.

Un tío al que no le gusta conducir camino a una boda a la que preferiría no ir (quizá aquí miento parcialmente), con su nueva novia y un montón de nuevas dudas. Dudas que de todos modos no me afectan como lo hacían las viejas.
Apenas pienso en la muerte, y los ataques de ansiedad se han reducido dramáticamente. Anabel es una especie de mujer antisistema por defecto. Otro tipo de persona estaría intentando curarme de mí mismo. Ella ni siquiera parece pensar en eso; y si lo hace no cree que tenga ninguna posibilidad de cambiar nada. De momento le gusto así. El presente a veces te da treguas, se manifiesta como algo con identidad propia, arrinconando la idea de pasado y futuro.
En cierto momento ella dice:
–¿No te emociona el hecho de que vayas a tener amigos ricos?
No podría mentirle en eso aunque quisiera.

Anabel. Periferia. 8 de septiembre. En la iglesia todo es ridículamente ampuloso. Hay demasiado de todo; demasiada gente, demasiado espacio, demasiadas imágenes mirándote desde las paredes, estátuas a cholón. Te juzgan y se juzgan a sí mismas. Los bancos crujen, como para que sentarse en ellos remita a un pasado remoto. Todo lo demás es lujo barroco y absoluto; como sólo se percibe en torno a los supuestos representantes de Dios. Si Jesús viera este lugar, se volvería a sus sierras y maderos sólo con entrar por la puerta. Al menos el Jesús de las escrituras. Durante un tiempo leí la Biblia con devoción intelectual. Nunca he creído de verdad. Tampoco he perdido aún a ningún ser querido; y está claro que no he padecido los sufrimientos que supongo llevaron a creer a muchos. Mi mundo está hecho de botones, ironía, cinismo y ese ego tan propio del ser humano que ya cree saberlo todo. No sé si yo soy exactamente así, pero vivo en ese mundo. La ciudad del estímulo inmediato; cada vez más inmediato y menos profundo. Ya no sentimos tanto placer como alienación. En lo personal nos entregamos a TikTok, en lo ideológico a la verborrea más cómoda.
La iglesia es una representación harto contradictoria de los ideales que promueve, sí, pero su belleza es innegable.
Supongo que era inevitable que los “representantes de Dios” fueran como los hijos pijos del multimillonario que ha hecho su fortuna desde cero.
A mi derecha tengo a una señora que se ha puesto perfume suficiente como para todo un batallón de soldados que haya estado arrastrándose por la mierda. Es gorda como mil viajes de un pizzero, y ya se ha tirado dos sonoros pedos. No hay peligro.
A mi derecha está David, disfrazado (como yo) de invitado a una boda. Creo que damos bastante el pego. A su lado hay una chica tan guapa, que creo que el pobre está haciendo auténticos esfuerzos por no mirar ni decir nada al respecto.
Cuando Silvia entra del brazo de su padre, parece exactamente lo que esperábamos. Una actriz porno disfrazada de novia. Según Internet, hará cinco minutos habrá estado follando en todas las posturas con algún primo del novio.
Está guapísima, ojo, pero una novia al uso generalmente es una mujer corriente disfrazada de princesa. Silvia no es una mujer corriente, es más bien un concepto. En mi opinión algunas niñas aspiran a eso no porque se las presione directamente para ello, sino porque todas podemos haber querido en algún punto de nuestra vida ser el después. Ser la puta ama, el sueño de todos, la reina, el tipo de mujer por el que se hace la guerra.
Somos esclavos de los contrastes.
La aspiración elevada a la categoría de fantasía por parte de los tíos (presencia, poder, estatus), puede ser diferente, pero no es más fácil de conseguir.
Lo roles de género se han mezclado hace mucho, de todos modos. Todo lo que las diferencias evidentes nos permiten.
En el mundo que parecen exigir algunas personas, no habría nadie a quien admirar. No habría nada por lo que soñar. Son las mismas personas que aseguran que todos necesitamos a alguien que nos represente en medios y ficciones, pero según rasgos identitarios. No tengo nada claro que hayan reflexionado sobre ello.
Veo desde aquí a casi todos los invitados, perdidos en un laberinto de ecos. El cura suelta una parrafada, se detiene, hace algo con paños y copas, y después sigue con la parrafada. Estamos asistiendo a la boda por la iglesia premium. La turra eclesiástica al completo.

A la salida, el sol nos azota como a las obedientes putitas católicas que hemos sido. Los novios se han dado un pico y ahora les estamos esperando con arroz. Justo la mujer gorda que tenía yo al lado ha merodeado con un saco y una sonrisa. Repartiendo arroz al aire libre nadie puede oír tus pedos.
Por fin salen los novios. Él: sonriente, turbado, algo superado, supongo. Ella: preciosa, magnética, erótica, espectacular como en las fantasías más extremas. Hay muchos superhéroes con menos poder.
Casi da miedo que te mire y te sonría.
Superpoderes de la vida real.
Hay gente que de verdad cree que esto es malo; que deberíamos negarlo; o incluso taparlo. Algunos ya lo hacen, hace tiempo que sucumbieron al miedo.

Oscar. Palermo. 8 de septiembre. Un hotel de la conocida cadena hotelera. Nos traen en autobús y nos instalan en una habitación amplia y con buenas vistas. Sobre la cama hay un saquito cursi con golosinas. Una redecilla, una etiqueta con los nombres de los novios.
Estrenamos la cama.
Luego salimos al amplio balcón. El mar. Las vistas de Palermo.
–Les caíste bien a mis padres –dice Cristina.
–¿Ah sí?
En el fondo no me sorprende. Creo que vieron que su hija me gusta de verdad, que no me siento violento con la gente de clase alta, y que no me importaría en absoluto formar parte oficial de ese círculo.
Además fue sobre todo ella la que quiso ver mi polla digital. Aquí no hubo fotopollas sorpresa de ningún tipo. No es una historia de braguetazo, ni tampoco un rollo a lo Romeo y Julieta. Mis padres apenas saben nada. Mi madre hace preguntas por teléfono, pero me da pereza responderlas.
Creo que sus padres son del tipo liberal, de lo que antes se entendía por liberal.
Está atardeciendo. Abajo hay un par de piscinas, zonas de tumbonas, cesped o sólido al gusto del consumidor.
En un rato tenemos que bajar al gran comedor. El convite de bodas absurdamente concurrido y caro. De vez en cuando un fotógrafo merodeará. Sólo los contratados por la familia. La tele y la prensa han tenido su momento en los alrededores de la iglesia. Silvia les ha sacado el dedo a varios. Ha sido divertido.

Estamos en un noveno piso. Cuando ves esas noticias veraniegas sobre turistas europeos jugando a morir, no piensas que vayas a presenciar alguna vez algo así en directo.
En el balcón a nuestra izquierda, un tío de unos treinta años comienza a jugar montándose en la barandilla. Está borracho, habla en alemán. Desde dentro se oyen otras voces. Un ambiente hooligan.
Cristina, alarmada, intenta hablar con él en inglés. El tío, una pierna dentro y otra en el abismo, le presta atención. Parece intentar ligar con ella. Es como si yo no estuviera.
–Déjale que haga lo que quiera –digo yo.
Lo digo y lo siento. Sólo estoy decidiendo si mirar o no. No me importa en absoluto la vida de un borracho alemán que no respeta su propia vida. Que un soldado no le tenga miedo a la muerte, para mí es un acto de valor. Si en cambio eres un gilipollas de vacaciones, quizá no merezcas morir, pero lo mereces más que el soldado.
El tío pasa la otra pierna por encima de la barandilla. Ahora sólo hace pie sobre el filo. Sólo tiene que soltar las manos. Cristina se mete en la habitación, claramente alterada.
Eso sí me cabrea.
–¡Eres un capullo! –le grito al tío.
Wie du sagst?
–CA-PU-LLO…
Ninguno de sus colegas acude en su ayuda o rescate. Se les oye reír, voces masculinas y femeninas. Yo no puedo agarrarle desde mi balcón. Tampoco creo que lo intentara. No voy a dejar que un mamón de ese calibre me arrastre con él.
–¿No vas a saltar? –le digo.
Ya casi quiero que salte.
Cristina se ha metido en el baño. Ahora yo mismo le empujaría.
–Respeto mucho más a un oficial de las SS que a ti. Sinceramente te lo digo.
Ahora mismo lo pienso de verdad.
El tío se ríe y juguetea, soltando y agarrando otra vez la barandilla. La gente grita hacia abajo desde otros balcones, avisando. Lo que tienen estos inutiles de piel roja requemada, es que se cargan a menudo a alguien que está o pasa por debajo. Estás tan tranquilo tomando el sol y te cae un aleman encima y te revienta.
Preferiría morir ejecutado por una Parabellum nazi.

Por suerte todo acaba bien. El tío resbala y las manos no pueden soportar su peso. Le veo caer, girando, parece tardar una eternidad. Resulta engañoso, se acaba acelerando. Quiero apartar la mirada, pero algo me retiene. Estoy a mucha altura, no es que perciba los detalles.
Lo que queda al final es lo que yo ya veía en el balcón. Un montón de basura, sólo que desparramada.
Ha caído a unos metros de la piscina, si es que ese era su plan inicial. No ha caído sobre nadie. Como decía Bill Hicks (él sí, descanse en paz): supongo que va a haber un coche menos en el tráfico de mañana.

David. Palermo. 8 de septiembre. En el convite de bodas no paran de contarse chistes de balconing. Un alemán ha saltado. Al parecer, Oscar y Cristina lo han visto todo. La dirección del hotel –según hemos oído– tiene negociados pagos extra y días de vacaciones con el personal que se encarga de tratar con los restos de un cadáver.
Imagina que tu vida culmina en una noticia de sucesos de verano que nadie se toma en serio.
Nadie es tan poco serio para hacerlo.
El tema se acaba diluyendo en el gran comedor, o salón, no controlo los espacios ámplios en interiores. Lo único que sé nombrar es un centro comercial. Los pobres vamos a centros comerciales para ver techos altos.
La comida es de diseño. Platos para fotografiar, cocineros que salen a explicárte un relato de lo que han hecho. A veces pienso que este elitismo es una burla de los ricos de larga tradición. A ellos nadie les explica la comida para cobrarles más; comen y se va a echar la siesta del siglo.
En un restaurante normal, el camarero no te narra la tortilla; como mucho coquetea con tu pareja o intenta ligarse a tu hija de quince años.

La comida llega en raciones numerosas y muy distintas entre sí. Cuando la cosa va de vanguardia, ponen a prueba tu estómago. ¿Un entrante y un plato principal? No, amigo, veinte cosas distintas y a centrifugar. Mañana cagarás el batido más caro de tu vida. Eso si no vomitas.
Si tienes suerte sólo será una digestión pesada. Quizá haya discusiones que no sabes de dónde han salido.
Al menos aquí es gratis. El propio padre de Silvia nos avisó. Los invitados cercanos o “casuales” no traen nada. Sólo los empresarios gordos, los «adultos» (así lo dijo él mismo), y se hizo mucha gracia.
La verdad es que muchos lo hemos agradecido. No sé qué se supone que has de traer a semejante boda.
–Lo que le regalas a alguien que lo tiene todo, es tu presencia, chaval.
Se nos dijo en la comida preboda.
Quedó claro que un adulto es alguien que sabe ganar dinero. El resto somos básicamente niñatos, niñatos de distintas edades que se quejan, que son demasiado ingénuos, demasiado amables, increíblemente torpes, que esperan en lugar de hacer lo que tengan que hacer. Esperan a que alguien haga algo. Atontados que creen en la colectividad; en que la gente se puede unir realmente y solidificar algo para el largo plazo.
–¿Es posible que tanta gente piense así aún? –dijo el rey del mundo–. Hacedme un favor y no os dejéis arrastrar por esa gente.
»Sé que veréis a muchos horteras que fardan de ganar dinero, que se tatúan, se compran coches deportivos y se creen superiores a todo el mundo. Los he visto, son tan bobos como para proyectar esa imagen, y a menudo sólo es eso, una imagen, no tienen dinero, alquilan coches, hacen cuento. Pero NO os fiéis de la colectividad, por favor, esa fuerza sólo llega hasta cierto punto, uno que ejerce una influencia ya muy limitada. El resto es cosa vuestra. Creedme.

Anabel. Palermo. 8 de septiembre. El ya suegro del novio se levanta copa en mano (algo tambaleante), saluda, cuenta algún chiste y dice:
–Los más militantes creen que la socidedad se divide en progresistas y conservadores, ¿os habéis fijado? Pero todos los militantes son esencialmente conservadores. Todos creen que las amenazas son las mismas de hace ochenta años. Adoran la idea de que la historia se pueda repetir, juegan con ella, la utilizan, narran cuentos de terror y absolutismo. Se presentan como el dique que detendrá la vuelta del mal. No ven que el mal de antaño fueron justo quienes se presentaron como dique. Ellos eran los supuestos salvadores entonces.
Quizá es porque voy algo borracha, o porque raramente oyes hablar a alguien que no agite una bandera con la mano izquierda mientras quema otra con la derecha. El caso es que estoy bastante de acuerdo con el millonetis, que Dios sabe qué cosas habrá hecho para llegar a tener tanta pasta. Quizá hasta trabajar sin un solo día libre durante tres décadas.
Mucha gente cree que el Diablo explota o mata a los demás. Yo diría que normalmente sólo está dispuesto a hacer lo que los demás no queremos. El muy hijo de puta.
El Diablo no suele ser un asesino; sólo un adicto.
No quiere decir que todos los adictos se hagan ricos; pero si no eres de familia bien, sólo si eres un adicto podrías llegar a serlo.

Es entonces cuando nos damos cuenta de que el dueño del mundo ha llegado a conocer bastante a su yerno:
–Yo sé que tú y yo somos distintos, querido. Pero déjame decirte algo.
»El mundo no lo mejoran los “profesionales” de mejorar el mundo. Sé que ahora sólo ves al viejo de tu suegro borracho, pero quizá esto te haga pensar. El mundo, insisto, no lo mejoran los “profesionales” de mejorar el mundo. Y sé que me podrás poner ejemplos para refrendar esa teória, pero escúchame bien antes de seguir tirándote a mi hija…
–Joder, papá…
–El mundo no lo mejoran los idealistas que gritan y exigen y se presentan como los buenos. El mundo lo mejora la gente que, pase lo que pase, se levanta y hace lo que tenga que hacer. Me da igual si es el capataz de una obra o un director de cine. Me da igual si es una peluquera o una empresaría del demonio. Esa es la gente que acaba mejorando el mundo, querido yerno. Mejoran su vida y, por defecto, mejoran el mundo.
»Puedes señalar algunos villanos, los hay, igual que puedes señalar asesinos; pero no te dejes engañar, amigo mío, NO es representativo, NO funciona así. El mundo va bien para unos y mal para algunos otros, y sin duda existen también las injusticias, pero no podemos infantilizarnos ni infantilizar a los demás, querido. No podemos responsabilizarnos de absolutamente todo. Nadie puede. Tampoco yo, Abel. Pregúntale a tu tocayo, si no. Tiene una buena historia con Caín; una de mis favoritas. Es gracioso que tantos ateos crean en el paraíso. La única diferencia es que creen que es el final de la Historia, y no el principio… ¿Estoy divagando?
–Estás como una cuba, papá…
–¿Tiene algún sentido lo que he dicho?
–No te estaba escuchando.
–Claro que me escuchabas, siempre me escuchas. Por eso no llevas tatuajes ni… metales, y conservas tu belleza intacta.
–Gracias por tanto, ¿te puedes sentar?
–¡Pero si tengo que hacer el brindis!
–Por el amor de Dios.
–Eso, por el amor de Dios, muy bien dicho, hija, también hay creyentes hoy aquí. Pero sobre todo por ti. Por ti y por ese muchacho, que a pesar de estar cagado de miedo, es un buen muchacho, sin duda. Brindemos.
Es entonces cuando nos levantamos. Observo a Silvia chocar la copa un par de veces y sentarse. Su padre le susurra algo y logra hacer que se ría.
Creo que lo siguiente va de hacer algo en la playa. Me siento sudorosa; me cambiaría toda la ropa ahora mismo. Me cambiaría hasta de nombre. Me cambiaría de estación. Quizá hasta de época; una en la que haya guerra y mi novio de época muera como un héroe. El patriarcado siempre ha sido de lo más raro.

Oscar. Palermo. 8 de septiembre. Hay una zona que está decorada, convertida en una fiesta hawaiana. Algo por el estilo. Una cala privada. Sólo falta el componente humano.
Y llegamos; demasiado cebados, borrachos, haciendo eses, tirándonos pedos silenciosos y eructos con silenciador.
Localizo con la mirada a mis amigos. Estoy orgulloso de ellos. Imperfectos e inofensivos, hormigas entre hormigas, pero mis hormigas.

Una noticia comienza a saltar en la pantalla de algunos móviles. Gloria Hernández Solís. Suicidada en su propio piso. Colgada desde hace días. Sola. Descomponiéndose hasta que el tufo pasó por debajo de la puerta y comenzó a invadir la escalera. Los vecinos se olieron el asunto a varios niveles. Obviamente la conocían, y la conocían mejor que nosotros. La noticia corre porque Gloria es la activista de TikTok.
Comparto un silencio a distancia con algunas personas; otro más cercano con Cristina. Nos miramos, aunque no nos reímos. Podría haber pasado.
Hay un grupo que toca música hawaiana desde un pequeño –aunque bien preparado– escenario. Hay dos barras libres sirviendo cócteles sin esperar a que nadie los pida. Hay unas bailarinas practicando el hula. Preciosas, ajenas a la muerte. Ha sido de lo más raro toparse con la muerte ahora.

Lo peor es no saber si te importa.
Creo que nos importarían más lo motivos. Quizá desconocidos; o quizá tan evidentes como pensamos.

Desde la playa se puede observar una aleta. Parece claramente de tiburón. Todo está sobreiluminado. El teórico dueño del mundo se hace con un micrófono. Está tan borracho como para hacer lo que pretende hacer. Grita y todos le oímos, aunque nadie le escucha. Señala con el dedo a Abel, que abraza por detrás a su mujer. Lo primero que oígo cuando presto atención:
–Si eres lo sufientemente militante, te acabas convirtiendo en fascista, yerno mío.
»Te acaba pareciendo una buena idea que “los tuyos” impongan sus ideas. Las que tú has ido adoptando de forma cada vez más acrítica.
»Quizá porque así atrajiste la amistad, el sexo… puede que hasta algo de dinero…
»Nunca fueron las ideas, sino los beneficios.
»Tú, tan anticapitalista y desprendido como sólo puedes serlo en tu imaginación.
»Tan anticapitalista que empezaste a rentabilizar tu “activismo”.
»¿La solución final?: sacar beneficio del hecho de que el paraíso nunca se materializa.
–Papá, estamos viendo una aleta.
El borracho pastoso entra en el agua, con su gran panza, ajeno a los resquicios de la Era Paleozoica.
–¡Está tooodo controlado!
Se nos acercan David y Anabel, visiblemente sobrealimentados, bebidos, quizá desubicados. Aunque animados.
Creo que estamos superando en tiempo record la muerte de Gloria. Es significativo que sólo hayamos sabido su nombre una vez fiambre.
–Es un tiburón azul –dice Anabel.
Silvia y su madre entran en el agua para sacar a la versión magnate de Hemigway. Sólo le cubre hasta la rodilla.
–¿Si se lo come el tiburón, os quedáis sin curro pastoso? –dice David.
–Posiblemente.

Algunos intentan bailar el hula. Quizá otros piensan en sus trabajos, de los que puede que se hayan escaqueado. Abel se acerca a nosotros y nos abraza, oliendo como debía oler la Reina Madre.
–Gracias por venir. De verdad.
–Claro, hombre.
Cristina me ha metido la mano en el pantalón. Me aprieta fuerte el glúteo. Todo lo que nos decimos es una promesa.
Silvia viene a saludarnos.
El ricachón está a salvo, en tierra.
Miro en torno. Nadie parece peligroso. Nadie parece fuera de lugar. A nadie le interesamos.
Tendremos las ideas menos claras que nunca, pero al menos no nos convertiremos en villanos.

mejores_playas_verano_la_portada.jpg_1337262109

2 comentarios en “Cuento de verano

  1. No te metas con el helado de menta, que no sabes lo que decís. Dicho eso, el desbalance que nos ha hecho la velocidad con que se han concebido y concretado ciertos cambios en la dinámica social familiar mundial a las generaciones que rondamos los cuarentis y alrededores es de no creer. Cambios siempre hubieron pero con plazos dilatados. Diferentes tipos de sociedades e incluso sin contacto han sabido evolucionar. Hoy, todo interconectado, hay mezclas peligrosas, material cultural que no debiera interactuar, mentes que no digieren bien el pensamiento ajeno.
    El sexo, la muerte, las izquierdas y derechas, flashback de recuerdos, personajes con volumen de voz y voto y una enorme facilidad para lograr que quien lee empatice con alguno de ellos o con todos en partes iguales.
    Te mejoras con cada cuento. Esperamos que el siguiente no se demore hasta el otoño…
    Abrazo!

Deja un comentario